
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La historia ha de verse e interpretarse con los ojos de la época que tocó vivir a sus protagonistas para comprender los códigos que regían las relaciones sociales. Sobre todo las afectivas. Que una mujer de finales del siglo XVIII y principios del XIX, salvo excepciones, dedicara una parte importante de sus esfuerzos y contactos a garantizar el futuro y comodidad de sus hijas gracias al matrimonio con hombres de posición acomodada era algo que se daba por hecho pero hoy, en pleno siglo XXI, no pasaría ni uno solo de los filtros de los códigos sociales. Es más, esas alianzas entre las clases más acomodadas no sólo estaban asumidas como herramienta para 'colocar' a las jóvenes de buena cuna; con ellas también se llegaron a cerrar auténticas alianzas que en muchos casos sellaban el futuro de las dos familias en el plano económico, comercial y hasta político.
Esos movimientos estratégicos no fueron una excepción en la Málaga de la época y tuvieron en el conocido como 'clan de la Alameda' al mejor espejo en el que mirarse: a él pertenecían las mejores familias de finales del siglo XIX (Larios, Loring, Heredia, Grund...) y los árboles genealógicos de cada una de ellas están repletos de matrimonios concertados con más o menos fortuna. Pero si hubo una mujer que logró llevar al máximo nivel el anhelo de 'casar bien' a sus hijas, ésa fue, sin duda, María Manuela Kirkpatrick (Málaga, 1794- Madrid, 1879), conocida en las altas esferas como 'Mariquita'. Aristócrata y cortesana gracias a su ascendencia sobre la reina Isabel II, la protagonista de hoy también conoció desde la cuna la vida acomodada que soñó (y consiguió) para sus hijas: la mayor, Francisca, se casó con el duque de Alba y la pequeña, Eugenia, con el emperador Napoleón III.
Pero la historia hay que contarla desde el principio. María Manuela nació en Málaga, en Postigo de los Abades (frente a la Catedral) y fue fruto del matrimonio entre Guillermo Kirkpatrick y Wilson, un noble escocés que hizo fortuna en el sur de España con sus negocios de vinos y que fue cónsul de los Estados Unidos, y María Francisca de Grévignée y Gallegos, la hija de su socio, un barón belga que también se asentó en Málaga como exitoso comerciante. La joven Mariquita recibió una educación exquisita y afrancesada, y en una de sus frecuentes estancias en París conoció al que se convertiría en su marido: Cipriano Palafox y Portocarrero, conde de Teba, que a la muerte de su hermano heredaría el título de conde de Montijo.
Las crónicas de la época se refieren a él como «cojo, tuerto y hasta manco (…) pero gallardo y esbelto». El largo noviazgo fue uno de los más sonados de la sociedad malagueña de la época y con él se unían dos familias aristocráticas. Sin embargo, la relación no contó con las bendiciones del padre de María Manuela: consideraba a Cipriano un 'segundón' y dudaba de que pudiera dar a su hija el lujo y las comodidades a las que estaba acostumbrada. De hecho, según recoge la profesora Cristina del Prado, de la Universidad Rey Juan Carlos, en un completo artículo, la situación económica del condado de Teba era «muy precaria y durante bastantes años el matrimonio pasó por penurias económicas». Tampoco la relación personal entre ambos sirvió para compensar esas estrecheces: la inestabilidad política en España -Cipriano vivió años de aislamiento y exilio por su compromiso con Francia frente a Fernando VII- unida a los desencuentros de la pareja hicieron que el matrimonio se diera por finiquitado a los 22 años de haberse casado en el Sagrario. Aquello forjó la personalidad de María Manuela, que ya vivía volcada en las dos hijas que tuvieron y en una intensa y brillante vida social recuperada gracias a sus contactos y a la herencia que le dejó su madre, Francisca de Grévignée.
Las crónicas históricas se refieren también a un hijo varón, Francisco, que falleció siendo muy joven; pero las que pasarían a la historia serían las hijas. La mayor, María Francisca de Sales (conocida familiarmente como Paca), por su matrimonio con Jacobo Fitz-James Stuart y Ventimiglia, duque de Alba; y María Eugenia, por casarse con Carlos Luis Napoleón Bonaparte, que se convertiría en el emperador Napoleón III. Ambas nacieron en Granada, pero al igual que su madre, fueron criadas en los círculos más exclusivos, entre Madrid, Londres y París. Cuentan los biógrafos de María Manuela que nadie como ella para saberse mover en las altas esferas y para 'vender' las cualidades de sus hijas frente a los pretendientes de la alta sociedad.
La profesora Cristina del Prado lo explica nítidamente en su estudio: «Tras el fallecimiento de su marido, la condesa viuda de Montijo tuvo varios objetivos. El primero, vigilar la educación de sus hijas, pero sobre todo darlas a conocer en las diversas cortes europeas para propiciar atractivas bodas. Los cronistas de sociedad del momento escribían: 'La madre, dotada de un talento superlativo, viéndolas crecer tan lindas, con corazón tan sano, con ideas amplias y con espíritu de seducción, adivinó sus destinos, las inclinó hacia ellos y ciertamente no se equivocó'». Su objetivo primordial era que hicieran bodas dignas de su estatus y aunque mantuvo una relación muy estrecha con sus hijas, Eugenia la llegó a definir en algunos momentos como una persona «fría y pragmática».
Instaladas en Madrid y entregadas a la vida social desde su fabulosa quinta de Carabanchel, donde llegó a construir un teatro, María Manuela cumplía la mitad de su sueño el 14 de febrero de 1844, cuando Paca, su predilecta, se convertía en la duquesa de Alba tras su boda con Jacobo Fitz-James Stuart. Por derecho propio, Paca era cuatro veces grande de España, pero el ducado de la Casa de Alba era el colofón perfecto a lo que ansiaba para su hija. Unos años más tarde, María Manuela y Eugenia se instalaron en París, y allí la aristócrata nacida en Postigo de los Abades logró cerrar el círculo de las bodas soñadas: ambas frecuentaban los salones más aristocráticos de la ciudad y coincidían con frecuencia con el que se convertiría en el emperador de los franceses. Napoléon III cortejó con intensidad a la bella Eugenia, pero la pedida de mano no se celebró hasta unas semanas después de su proclamación como emperador. En enero de 1853 se celebró el enlace civil en las Tullerías y unos días después tuvo lugar la esplendorosa boda religiosa en la catedral de Notre Dame. Contaron las crónicas de la época que el enlace contó con la fastuosidad de los acontecimientos del 'ancien régime'.
Con el casamiento de su hija menor y con ambas convertidas en duquesa de Alba y emperatriz de los franceses, respectivamente, María Manuela regresó a Madrid para seguir con su intensa actividad social, cultural e incluso en la corte: su buena relación con la reina Isabel II le permitió acceder a su círculo más íntimo y entre los años 1847 y 1848 ejerció como camarera mayor de palacio, el más alto puesto para una mujer en la corte. Sin embargo, sus desencuentros con el marqués de Miraflores, presidente del Senado y gobernador de palacio, la llevaron a cesar en el cargo sólo un año después. Aun así, la soberana le concedió el privilegio extraordinario de mantener los honores y consideraciones de Camarera Mayor hasta el final de su reinado.
Especialmente estrecha fue también la relación de la aristócrata malagueña con el escritor Prosper Mérimée, con quien mantuvo una intensa correspondencia durante décadas y que, según algunas crónicas históricas, pudo inspirarse en ella para dar forma al mítico personaje de Carmen. Otras, en cambio, sostienen que fue María Manuela la que le dio la idea.
El mencionado revés en la corte no fue comparable a lo que le esperaba a María Manuela a la vuelta de una década: en septiembre de 1860 fallecía Paca, ya duquesa de Alba, a los 35 años y de forma prematura. La causa oficial que se recoge en la partida de los médicos fue una tuberculosis, pero algunas crónicas hablan de leucemia. Aquel golpe devastador dejó a la madre sumida en el luto durante años y desde ese momento los tres nietos pequeños que nacieron de la unión de los duques de Alba se convertirían en objeto de sus desvelos. También vivió el doloroso exilio de su hija Eugenia en Inglaterra tras el desastre de la Batalla de Sedán. Pero hubo más desgracias. En 1876 moría su nieta más querida, María Luisa Eugenia, hija de Paca, unos meses después de su boda con el duque de Medinacelli; y en 1879 corrió la misma suerte su otro nieto, Napoleón Luis Bonaparte, el único hijo de Eugenia y Napoléon III, fallecido en Sudáfrica a los 23 años mientras luchaba en la conocida como segunda guerra anglo-zulú, abatido a lanzazos por los zulúes.
En aquel momento María Manuela tenía ya 85 y vivía retirada en su palacio de Ariza, en Madrid. Murió el mismo año que su nieto, con una diferencia de cinco meses, y fue enterrada junto a su marido en el Cementerio de San Lorenzo y San José, como era su voluntad. Muchos años después, los maestros León y Quiroga rescataban su huella pero sobre todo la de sus hijas en la canción 'María Eugenia', escrita para Concha Piquer. A modo de copla, tal y como fue la vida de María Manuela.
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