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Son las 12 horas y 19 minutos de una mañana invernal de 1910. El fotógrafo dispara su cámara e impresiona la primera imagen, un negativo sobre placa de cristal en el formato 13 X 18 cm. Antes, asistido por su ayudante, ha debido realizar una larga serie de operaciones hasta localizar el punto preciso donde colocar un pesado trípode de madera e instalar sobre él la cámara oscura, una caja rectangular de grandes dimensiones que termina en una holgada capucha de tela negra, donde finalmente introduce la cabeza. El motivo del encuadre es la Catedral; o, mejor dicho, la Catedral contextualizada en el tejido urbano; una perspectiva que procura mostrar el templo obviando la ausencia de la segunda e inacabada torre.
En apenas un minuto, procurando no mover el aparatoso artefacto, la pericia del fotógrafo le permite cambiar de cliché, disparar y obtener un segundo negativo. Es la placa de seguridad. El soporte fotográfico es tan frágil, delgadas planchas de cristal, que los profesionales suelen hacer siempre dos tomas del mismo motivo. El análisis de esta secuencia nos permite aproximarnos a la vida cotidiana de la Málaga de principios del siglo XX.
Los niños, desde muy corta edad, son en esa época un recurso familiar indispensable. Solo las dos pequeñas que quedan a la derecha de la imagen parecen no tener una tarea que cumplir. Los tres chavales, entre los diez o doce años de edad, están trabajando. El de la izquierda acarrea un saco a sus espaldas; el que queda en el centro, trajeado, con camisa blanca, corbata, chaleco y chaqueta, empleado quizás de oficina, transporta un paquete; el tercero camina con un portaviandas en la mano. Los tres, como todos los adultos, llevan cubierta la cabeza.
No será extraño al pasear por la Málaga de aquellos años encontrar a este tipo de personaje. El niño que a diario lleva la comida al padre que trabaja fuera de casa. Su curiosidad, al acercarse al artefacto que el fotógrafo ha montado en medio de la calle, nos permite examinar de cerca qué transporta: En la mano derecha lleva una talega, en la que usualmente se coloca el pan, algún embutido y la fruta. En la otra mano el portaviandas, utensilio que permite transportar caliente la comida.
La parte inferior de esta batería es un infernillo donde se colocan brasas de carbón; sobre éste, un recipiente con el primer plato: puchero, potaje, lentejas, cazuela de fideos... siempre de cuchara; en el otro recipiente se encuentra el segundo plato, generalmente pescado, que es barato; aunque a veces, para variar, puedan ser albóndigas o croquetas del puchero, en cualquier caso, también llegarán caliente a su destino. Los más pudientes disponían de una tercera cazoleta que, más alejada del fuego, mantenían los alimentos templados. Este utensilio tan popular, construido en peltre porcelanizado, fue sustituido, primero, por las fiambreras de aluminio; luego, los tupper vinieron a convertir el portaviandas en objeto de anticuario. Hoy se discute si su empleo no conllevaba riesgos de intoxicación debido a los componentes minerales del peltre: una aleación de plomo, antimonio, cobre y estaño.
A finales de la segunda mitad del siglo XIX, la casa de la plaza de la Constitución que desde tiempo atrás alojaba al Ayuntamiento acusaba un manifiesto deterioro. En noviembre de 1860 se declaraba en ruina una parte del edificio, el lateral que hacía esquina con la calle de la Compañía, y la corporación municipal buscaba rápido y provisional alojo en la casa no 14 de la calle de San Agustín para pasar al poco tiempo al número 6, el histórico convento de los P.P. Agustinos que tras la Desamortización, entre otros destinos, había sido sede de oficinas gubernamentales, de la Diputación Provincial y cuartel de la Guardia Civil. Cuando en 1863 se trasladan las Casas Consistoriales al antiguo convento, entendiendo que quizás fuera el emplazamiento definitivo, se hacen grandes reformas, tanto internas como externas; de ese momento es el nuevo trazado de la fachada principal incorporando en la puerta el arco que se aprecia en la foto y que desde entonces caracteriza la entrada.
La Guía de Málaga de Urbano y Duarte, 1888, describe las instalaciones del edificio: en la planta baja, los juzgados de primera instancia y la oficina del Comandante de la Guardia Municipal; además de El Correccional, llamado vulgarmente la grillera, donde son arrestados los que cometen faltas leves». En la primera planta, el despacho del alcalde, Secretaría del Ayuntamiento, Contaduría, Caja y salón de sesiones de la Corporación. En el segundo piso, negociado de quintas, oficina de los arquitectos de la ciudad, Archivo Municipal y «el Museo, cuyos cuadros son de escaso mérito».
Al cabo de veinte años, fecha aproximada de la imagen que comentamos, las enumeradas dependencias de la Casa Consistorial seguían ubicadas en el mismo sitio, aunque ya parecía claro que era, por tercera vez, sede provisional. El Ayuntamiento había comprado una parcela del extenso solar resultante tras el derribo del complejo militar conocido como Cuartel de Levante. En 1911 empezarían las obras del edificio destinado a Ayuntamiento y Parque de Bomberos. Inaugurado en 1919, el nuevo ayuntamiento enfrentaba a la opinión pública en dos bandos irreconciliables: Palacio Municipal, para unos; para otros, la Casona del Parque, apelativo que entonces tenía un claro tinte despectivo.
En la segunda toma de la secuencia fotográfica que comentamos, encontramos tres nuevos personajes en la puerta del antiguo convento agustino. Ausentes en la primera imagen, parecen empleados municipales que, llamados por la curiosidad, acuden a observar las operaciones que realiza el fotógrafo. La instantánea recoge también la presencia de un caballero con capa española que acude al Ayuntamiento; su paso rápido sincroniza mal con el tiempo de exposición que requiere la fotografía de la época: una parte de su silueta saldrá movida.
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