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«L'Arracheur de dents.» Gerrit van Honthorst (1627). Museo del Louvre.
Del maestro sangrador al barbero sacamuelas

Del maestro sangrador al barbero sacamuelas

Recorrido por la evolución de la Medicina y sus distintas profesiones durante la historia de España a partir del siglo XVI

Francisco Cabrera

Domingo, 31 de diciembre 2023, 19:22

En el transcurrir de la Historia, una de las incontestables preocupaciones para los humanos ha sido siempre el mantenimiento de la salud, desde la antigüedad más remota hasta las épocas más cercanas. Evidentemente, la ciencia médica, qué duda cabe, fue experimentando con el paso de los años avances cada vez más notables. Unos avances que alcanzaban no solo a la Medicina, también a la Farmacología (con la incorporación de las numerosas plantas llegadas de América) o a la Biología en el siglo XIX, entre otras disciplinas varias.

A lo largo del siglo XVI, la obra de Paracelso y su correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos sirvió para acabar con el galenismo imperante en los años precedentes y llegar a la conclusión de que cada enfermedad exigía un tratamiento específico. Todo ello, según nos cuenta la autorizada pluma del maestro Lain Entralgo en su extraordinaria y clásica «Historia de la Medicina.»

Tales avances se fueron extendiendo a partir de las reuniones científicas que se transformaron en Academias en la Francia del siglo XVII y en similares corporaciones de nuestro país, ya a partir del XVIII.

Real Academia de Medicina

En concreto, la Real Academia de Medicina de España tuvo su origen en la Tertulia Médica Matritense que reunía desde 1733 a médicos, cirujanos y farmacéuticos en la rebotica del licenciado José Ortega para tratar los asuntos propios de su ámbito y profesión.

La jerarquía sanitaria hasta el siglo XIX

Estuvo formada durante siglos por médicos, cirujanos, algebristas, boticarios, sangradores y comadres parteras, además de contar con un personaje absolutamente singular como lo era el «saludador», del que no nos resistimos a contarles alguna cosa.

Este último era el encargado de «devolver la salud» al enfermo, de ahí lo de «saludador», cuando fracasaban los demás profesionales, estando sus intervenciones más cerca de la brujería que de la ciencia médica: en resumen, era al que se recurría cuando todo lo demás fallaba o la familia del paciente no podía acudir a otros estamentos reglados por su extrema pobreza. Hoy puede parecernos increíble, pero cuando al gobernador de esta ciudad Gerónimo de Solís y Gante (por cierto uno de los mejores gobernadores que ha tenido Málaga y del que nadie se acuerda) le dio un «vahído» el 17 de marzo de 1733, llamaron al médico y al cirujano que certificaron su estado terminal. Algún avispado parroquiano apareció poco después con el saludador de turno que, a pesar del empeño ejercido, no obtuvo los resultados deseados: D. Gerónimo, murió a las pocas horas, posiblemente de una ACV por la clínica que nos cuentan los documentos, siendo enterrado en la Catedral malagueña.

El médico

Evidentemente, a la cabeza de semejante elenco sanitario figuraba el médico, único facultativo con una acreditada enseñanza universitaria más o menos solvente según las épocas. Su ejercicio era regulado por el Real Protomedicato que, fundado por los Reyes Católicos, tenía como fundamental misión examinar y expedir los títulos correspondientes y evitar el intrusismo, aspecto este último de suma importancia.

Un extraordinario profesional en la Málaga de mediados del siglo XVIII fue el Dr. Fernández Barea, fundador en 1757 de la Academia de Ciencias Naturales y Buenas Letras, precursora de la actual Real Academia de Bellas Artes de San Telmo y de la Academia Malagueña de Ciencias.

Este facultativo realizó una importante labor de difusión de la ciencia de su época, al menos hasta que fue destinado a Madrid como médico de Cámara de Carlos IV en 1793, según consta en la abundante documentación conservada en la Real Chancillería de Granada y en el Fondo Histórico de su Universidad.

El cirujano

«La extracción de la piedra de la locura». Jan Sanders van Hemessen (1555). Museo del Prado.

El cirujano, por su parte, estaba generalmente obligado a un aprendizaje con «maestros aprobados», al menos durante cinco años, y sus funciones podían llegar a confundirse, a veces, con las de los sangradores de los que más adelante hablaremos.

Tras el periodo de formación se les admitía a examen por el citado Protomedicato que le extendía el correspondiente título y le autorizaba el uso de su oficio una vez superadas las pruebas. Una corporación la del Protomedicato, por cierto, que desempeñó sus funciones hasta comienzos del siglo XIX.

«El Cirujano.» David Teniers (1678). Biblioteca Nacional.

Los conocimientos prácticos de esta especialidad avanzaron de forma notable en la Edad Media debido al tratamiento de las heridas de guerra, y desde el Renacimiento a las producidas por arma de fuego; asunto este sobradamente estudiado por el catedrático de Cirugía, doctor en Historia y buen amigo Carlos Vara Thorbeck en muchas de sus publicaciones. No obstante, la consideración social del cirujano era siempre, en aquellos tiempos, inferior a la del médico al carecer el primero de formación universitaria; al menos hasta bien entrado el siglo XIX. Un siglo en el que el cirujano terminaría venciendo sus tres grandes enemigos: la hemorragia, la infección y el dolor.

«Atarazanas». Dib. Julius Schöpel 1850). Lit. F. Mitjana.

En Málaga, por cierto, una real orden fechada en Madrid el 14 de diciembre de 1817 daba cuenta al Ayuntamiento de la ciudad de que Fernando VII había atendido: «la solicitud de la Junta Superior Gubernativa de Cirugía, relativa al establecimiento de un Colegio de enseñanza de aquella facultad … en el hospital de las Atarazanas». Un centro, lamentablemente y hasta donde hoy sabemos, de efímera vida.

Dentro de la «especialidad» del cirujano figuraba la del algebrista, esto es el que se dedicaba esencialmente a resolver las dislocaciones de huesos y patologías similares y cuyo desempeño era ejercido, en no pocas ocasiones, por otros miembros del estamento sanitario.

El boticario

Una farmacia en el Canon de Avicena. Universidad de Bolonia.

El boticario, por su parte, también tenía regulado su ejercicio profesional por el Protomedicato. Como es lógico su trabajo era esencial en la sanidad pública desde tiempo inmemorial, siendo un complemento imprescindible para los médicos cuyos específicos preparaban. Naturalmente, debían tener los correspondientes conocimientos de Química, las más de las veces y según los tiempos, adquiridos de forma empírica.

Laboratorio de farmacia. (finales del siglo XVII).

Esta especialidad experimentó importantes avances de la mano del alquimista, médico y astrólogo Paracelso al que antes aludimos, que sustituyó los farragosos preparados de la farmacopea tradicional por las esencias y tinturas, más fáciles de preparar y posiblemente de una eficacia mayor, al menos en ciertas patologías. La incorporación de nuevas sustancias, como la quina, llegadas de América supusieron un avance considerable en el tratamiento de algunas enfermedades.

La matrona

Silla de parir (siglo XIX). (Museo Unicaja de Artes Populares).

No menos importante era el trabajo de las comadres parteras, las cuales, para ejercer su oficio, habían de superar las pruebas correspondientes ante un médico que solía estar acompañado en dicho examen por otras matronas tituladas. Sus actuaciones, absolutamente empíricas, se acompañaban de una letanía de juramentos relativos a la prohibición de «dar bebida abortiva a ninguna preñada y que no ordenará sangrar a ninguna parida sin licencia de médico aprobado.» Además, se comprometía a «partear a las mujeres pobres de limosna, guardando en todo las ordenanzas reales.»

No deja de resultar curioso que como se recoge en el leg. 56 de la Colección de Protocolos y Escribanías de Cabildo de nuestro Archivo Municipal, era frecuente que a la titulación obtenida se acompañase la descripción física de la interesada: »que es de buen cuerpo, pelo negro, con una señal de herida en la ceja izquierda y un lunar en el mismo lado, de edad de treinta y dos años.» Como verán, lo más parecido al DNI de la época.

El maestro sangrador

El escalón más bajo de las profesiones sanitarias lo ocupaba el sangrador flebotombiano: una especie de cirujano menor encargado de practicar las sangrías que durante siglos el médico recetaba. Un remedio terapéutico tan habitual entonces como inútil en el tratamiento de la mayoría de las enfermedades a las que se les aplicaba, excepto contadas excepciones como la hemocromatosis, hemosiderosis y poliglobulias, entre otras.

En Ricardo Le-Preux encontramos a uno de los más destacados maestros del siglo XVIII: «Primer Cirujano y Sangrador que fue del Rey Don Luis Primero, Alcalde y Examinador Mayor de el Real Proto-Barberato.» La obra que él escribió en 1717 fue reeditada repetidas veces hasta 1840 y se titulaba: «Doctrina Moderna para los sangradores, en la cual se trata de la Flebotomía y Arteriotomía, de la aplicación de las ventosas, de las sanguijuelas, y de las enfermedades de la Dentadura que obligan a sacar Dientes, Colmillos, o Muelas, con el arte de sacarlas». En nuestra Biblioteca Nacional pueden consultarse algunas de estas curiosas ediciones.

El citado Le -Preux había nacido en Francia en 1665, formando parte de los cirujanos que llegaron a España cuando se instauró en nuestro país la borbónica monarquía de Felipe V, a partir de 1700 tras la muerte de Carlos II, el último de los Austrias. Sirvió a varios miembros de la familia real y falleció en Madrid en 1747, a la edad de ochenta y dos años.

El barbero sacamuela

El charlatán sacamuelas.» Theodoor Rombouts (1620-1625). Museo del Prado.

El «barbero sacamuelas» constituía el escalón más bajo del estamento sanitario (si es que podemos considerarlo como perteneciente al mismo), y aunque tenía prohibido actuar de dentista, lo cierto es que en zonas como las rurales, en donde la presencia de otros facultativos era prácticamente imposible, resultaba imprescindible su existencia.

A modo de ejemplo de la citada prohibición, el Ayuntamiento de Málaga autorizó en 1734 a un barbero a abrir su «tienda» con la condición de que no actuara ni de cirujano ni de sangrador:

En este cabildo, se leyó un memorial dado por Luis de Alcaide, vecino de esta ciudad y oficial de barbero en ella, en que le suplica se le conceda licencia para usar dicho oficio con su tienda pública para por este medio poder mantener sus obligaciones. De que enterada la ciudad acordó de conceder y concedió al dicho Luis de Alcaide licencia y facultad para que en esta ciudad pueda usar y use del dicho oficio de barbero por lo perteneciente a navaja y tijera, sin que por ningún modo sangre, ni eche ventosas, so las penas que por leyes de estos reinos están impuestas.

Todo esto, como decimos, no siempre se cumplía.

La sanidad en la Málaga del ayer

A nivel municipal, todos estos profesionales tenían la obligación de presentar sus títulos en el ayuntamiento en el que pensaban ejercer. En la sesión celebrada en el de Málaga el 17 de marzo de 1701:

La Ciudad acordó se notifique a los médicos, cirujanos y comadres de parir que hay en esta ciudad y ejercen dichos oficios que no hubieren presentado sus títulos y licencias en este Ayuntamiento lo hagan dentro de cuatro días ante los escribanos del cabildo para que los traigan y presenten en esta ciudad, para con vista y reconocimiento de ellos acordar lo que más convenga.

Tan solo dos meses después, el 9 de mayo, el escribano público informaba a los concejales que expedidos por el Protomedicato se habían recibido seis títulos de médicos, siete de cirujanos, cinco de boticarios, quince de sangradores y ocho de comadres parteras: estos últimos firmados unos por médicos y otros por matronas. En una ciudad como Málaga, que alcanzaría los 50000 habitantes a mediados de aquel siglo, la relación era, como vemos, más bien escasa.

Seguidamente, el propio Ayuntamiento informaba:

Y vistos y entendidos por esta ciudad los dichos títulos de médicos, cirujanos, boticarios, sangradores y comadres parteras, acordó que los susodichos en cuya cabeza y favor son despachados usen y ejerzan en esta ciudad de las dichas facultades y artes según y como por ellos se les da licencia y facultad.

Apercibía luego a los intrusos, que sin duda los había:

Y que se notifique a todos los demás que usaren en esta ciudad de las dichas artes y facultades que no tuvieren sus títulos y aprobaciones legítimas no usen de ellas, bajo de las penas en que incurren los que usan sin estar examinados y aprobados con legítimo título.

Sobre las penas citadas, lo dejo a la imaginación de nuestros lectores, aunque por mucho que imaginen les aseguro que, muy posiblemente, se quedarán cortos en sus apreciaciones.

Dentro de la sanidad malagueña habría que mencionar, al menos, el complejo proceso que se iniciaba cuando tenía lugar la declaración de epidemia por las autoridades, la cual llevaba aparejada el cierre de la ciudad y sus muelles y, consecuentemente, la ruina de los agricultores y comerciantes que tenían el sustento de sus familias en los embarques de la pasa y el vino por estos muelles.

Patente de sanidad del Puerto de Málaga (1798). Museo Marítimo de Barcelona.

En otra ocasión nos acercaremos a ese mundo portuario que implicaba las visitas de navíos y la barca de la salud. También al control, por escribano público y médico titulado, de las patentes de sanidad de las naves que de entrada o salida atracaban en nuestro puerto, muy numerosas en la época de la vendeja, un tema sin duda tan apasionante como desconocido. Pero todo eso, si me lo permiten mis amables lectores, lo dejaremos para otro día.

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