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En 1953 Juan Temboury se aventuró a escribirle una carta al mismísimo Picasso que empezaba: «Perdone usted, genial maestro, mi atrevimiento al formularle esta petición...», ... en la que le pedía cuadros suyos y de su padre para una sala del nuevo Museo de Bellas Artes que estaba acondicionando en el Palacio de Buenavista. Temboury soñaba con el día en el que los turistas conocieran a Picasso recorriendo las salas de un museo malagueño que recogiera toda su obra, como hacían en el Prado con Velázquez o en los Uffizi con Botticelli. Además, argumentaba Temboury en su misiva, el futuro museo se ubicaría en la calle San Agustín, donde estuvo la primera escuela en la que Picasso aprendió a leer y donde trabajó su padre, José Ruiz Blasco, como conservador del Museo Municipal, en la segunda planta del Ayuntamiento, entonces en el antiguo convento de San Agustín.
Al año siguiente, en 1954, Picasso envió a Málaga a su hijo Paul con su novia Christine para conocer a Juan Temboury y que les explicara personalmente el proyecto. Sin embargo, este no se llevó a cabo por razones políticas. No se daban las condiciones necesarias. Pero Temboury no se desanimó. Mantenía correspondencia con Jaume Sabartés, secretario y confidente del pintor, que le contaba recuerdos malagueños del maestro e, incluso, le enviaba las novedades editoriales que se publicaban en el extranjero sobre la obra picassiana. Juan Temboury mandaba flores a Jacqueline y otros obsequios al artista.
En 1961 Picasso cumplía ochenta años y todavía Juan Temboury no lo conocía personalmente. Había llegado la ocasión. Solo dos malagueños acudieron a Cannes para felicitarlo: Temboury y su amigo Baltasar Peña Hinojosa. Y le llevaban unos regalos muy especiales. Hinojosa dejó escrito un relato de cómo transcurrió el viaje. En Madrid se les sumaron Enrique Lafuente Ferrari, director del Museo de Arte Moderno, el pintor Antonio Saura y el arquitecto Fernando Chueca. Todos eran conscientes de las dificultades para llegar hasta Picasso.
La cosa ya empezó mal porque no hubo manera de contactar telefónicamente con Sabartés, que debía de andar muy atareado con las celebraciones del cumpleaños. Y en Villa La Californie, donde vivían Picasso y Jacqueline, no consiguieron ser recibidos. Juan Temboury estaba que se subía por las paredes.
Al día siguiente tenían una última oportunidad: Picasso iba a recibir un homenaje en el Palacio de Exposiciones de Niza. Hasta allí se fue la comitiva con los regalos. Pero en ese lugar había más gente que en el encierro del Cautivo. Picasso llegó «rodeado de una escolta de jóvenes que no permitía que se le acercara nadie». O sea, guardaespaldas. Gran disgusto de Temboury, que veía que no iba a conseguir uno de los mayores deseos de su vida, ahora que lo tenía tan cerca. Así que, entre codazos, pisotones y empujones, consiguió acercarse unos metros y gritó: «Aquí estamos unos malagueños». Picasso, inmediatamente, se giró y dijo:
–¿Quién ha dicho que es malagueño, como yo?
Juan pudo acercarse y estrechar la mano de Picasso. ¡Hasta Jacqueline le dio un beso! Y les invitó a comer al día siguiente. Temboury estaba exultante de gozo.
A las dos de la tarde estaba de nuevo la comitiva (y los regalos) en la puerta de la casa picassiana. Explicaron quiénes eran «por un micrófono instalado en la puerta y conectado con la casa, distante unos cientos de metros». Un portero automático, habrá adivinado el lector, ciencia ficción en la España de 1961. De nuevo, gran decepción. Picasso no está porque ha salido a comer con unos amigos. Pero ha dejado recado de que esperaba para almorzar a los malagueños. Más de una hora tardaron en dar con el sitio. Cuando llegaron la escena era inenarrable.
Allí estaban Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín, Rafael Alberti y y su esposa María Teresa León, Antonio el bailarín con sus tocaores de guitarra y Picasso bailando un zapateado sobre la misma mesa de la comida. Llegó el momento de las felicitaciones y entrega de regalos: un ramo de claveles rojos y amarillos para Jacqueline, una caja de chanquetes y unos roscos de María Manín. Juan se acercó a Picasso y le saludó en nombre de Málaga, poniéndole en el pecho la insignia de académico de San Telmo, «que Picasso agradeció y examinó con todo interés». Y para terminar, le entregó un cuadro de su padre que representaba un palomar en el que faltaban algunas palomas por pintar. Temboury quería que el genio lo terminase y así el museo malagueño tendría una muestra de dos generaciones de pintores. Picasso miró el cuadro muy serio durante largo rato y, luego, lo colocó detrás de sí.
Aquellas Navidades, Juan Temboury recibió una tarjeta con una paloma pintada a pluma firmada por el hijo de José Ruiz Blasco.
Juan Temboury era, sin duda, el más fiel de los admiradores de Picasso. Nadie en Málaga ha sentido más fervor por su obra».
Esto escribía Baltasar Peña Hinojosa. De todos es sabido que Pablo Ruiz Picasso fue un artista tabú para el régimen franquista, algo que no sufrió Salvador Dalí, creador más acomodaticio. En la Málaga de la posguerra Picasso no existía y no se hablaba de él, salvo en determinados ambientes culturales. Juan Temboury, malagueño culto y cosmopolita, conocía el prestigio y la fama internacional que aureolaba la figura de Picasso.
En 1953, Temboury era toda una institución en Málaga. Conservador del Alcazaba, impulsor del Museo de Bellas Artes, restaurador del Palacio de Buenavista, de la torre mudéjar de la iglesia de Santiago o del Palacio Episcopal, entre otros muchos méritos culturales. Su archivo fotográfico nos muestra cómo eran las iglesias y sus imágenes antes de que todas estas se perdieran en los sucesos de 1931 y en la Guerra Civil. Su legado, gozo y admiración de historiadores y curiosos, lo custodia hoy la Diputación de Málaga.
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