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Francisco Cabrera Pablos
Lunes, 27 de abril 2020, 00:47
El Puerto de Málaga está repleto de historias y, lógicamente, de barcos: historias a veces trágicas y otras que no lo fueron. La dilatada vida de nuestros muelles encierra un sinfín de tradiciones y leyendas que a lo largo de los siglos han permanecido adormiladas en los anaqueles de los archivos y, pasando de padres a hijos, en la retina de los marineros y pescadores más veteranos.
Respecto a las primeras -las tragedias-, los naufragios ocuparon siempre un lugar primordial desde tiempos muy pretéritos. Desde luego, el que más sabe de esto es nuestro querido amigo Juan Carlos Cilveti. El Dr. Cilveti, por cierto, sigue la saga de su padre: mi recordado colega de la Academia Malagueña de Ciencias Ángel Cilveti Ripoll, autor de un magnífico libro sobre el Real Colegio Náutico de San Telmo que tuvo la amabilidad de pedirme se lo prologase.
Pues bien, en este asunto son numerosos los hundimientos, naufragios y accidentes de toda clase en la costa malagueña: ya en otra ocasión anterior, la amabilidad de SUR tuvo a bien publicarme lo sucedido con la explosión del Génova en el malagueño muelle de levante una fría mañana de diciembre de 1859. El del navío de guerra Septentrión en las playas del Rincón en 1784 aún está por investigar. El del vapor Miño acaecido en marzo de 1856, cuando iba camino de Cádiz, Vigo y Liverpool (en cuyo hundimiento fallecieron las hijas de D.ª Trinidad Grund) ha sido profusamente estudiado y, quizás, algún día podamos acercarnos a evocar su recuerdo; al igual que la mal llamada «fragata» alemana Gneisenau (era más corbeta que fragata) hundida en diciembre de 1900 y sobre la que tanto se ha escrito. Hace apenas unas semanas Francisco Griñán traía a estas mismas páginas un espléndido artículo sobre el hundimiento del Almirante Ferrándiz. Los ejemplos son, como vemos, incontables.
Sin embargo, otros casos no alcanzaron la repercusión de los anteriores, aunque sin duda también merecieron un mínimo de atención, al menos, en la prensa de aquellos años: quizás por ello, nos hemos permitido rescatarles del olvido, aunque sea con brevedad.
Uno de los sucesos que estuvo a punto de suponer una extraordinaria tragedia fue el «Accidente marítimo» -como le titulaba La Unión Mercantil-, que tuvo lugar en la madrugada del sábado 22 de abril de 1922 frente a esta costa, cuando el vapor Monte Toro «causó enormes destrozos al bergantín Muñizalba» con matrícula de Barcelona.
El citado periódico explicaba en esa fecha que el bergantín-goleta procedía del puerto de Panzacola en Estados Unidos con cargamento de maderas. Su destino era Valencia y navegaba con poco viento a unas 25 millas de la dársena malagueña.
El Monte Toro, por su parte, era entonces el correo de Melilla que debía llegar al Puerto de Málaga procedente de aquella ciudad hermana en la mañana el citado sábado. Como quiera que a las doce del día aún no había aparecido en el horizonte marino, la alarma empezó a extenderse entre los familiares y amigos de quienes venían como pasajeros en dicho barco.
Hacia las tres de tarde, según nos cuenta el mismo periódico, «los prácticos de estos muelles divisaron un vapor que, muy despacio, remolcaba una embarcación de tres velas». Más tarde pudo verse que el referido buque era el Monte Toro, y la embarcación que arrastraba era un bergantín-goleta cuyo nombre, de momento, se desconocía.
Los andenes y los morros se llenaron de familiares, curiosos y desocupados ávidos de noticias. Los remolcadores San Andrés y Guadalmedina salieron rápidos a su encuentro para ayudar en las operaciones de arrastre y atraque. Alrededor de las cuatro y media de la tarde, el Muñizalba quedaba amarrado al dique transversal de poniente en unas difíciles condiciones, y entonces se conocieron las noticias del abordaje. Esto fue lo que ocurrió.
Serían las tres y media de la madrugada de una noche clara y con la mar en calma cuando el oficial que estaba de guardia en el bergantín vio acercarse a toda máquina al Monte Toro. La citada falta de viento dificultaba la maniobra del velero que veía como el vapor se le venía encima sin poder hacer nada para evitar el choque. El anónimo periodista narraba el desconcierto entre el pasaje y la tripulación con el «Melillero» cada vez más cerca, hasta consumarse la colisión: «produjo tan confusión en las dos tripulaciones que tanto los viajeros del vapor correo como los del bergantín salieron a cubierta en ropas menores y sobrecogidos del natural espanto. Por todos los lugares de las dos embarcaciones oíanse voces de auxilio que difícilmente se calmaron, una vez pasados los primeros momentos»
El Muñizalba recibió el golpe por babor según narraba el reportero, lo cual no deja de ser extraño porque, si su destino era Valencia, habría sido más lógico esperar la embestida, viniendo de donde venía y navegando hacia donde navegaba, por la amura de estribor. En cualquier caso, la proa quedó destrozada y el buque en un inminente peligro de hundirse. El hecho de que la carga de sus bodegas fuese maderas y que su capitán, Francisco Vives, demostrara una indudable pericia impidió el naufragio, aunque sin duda resultó muy dañado no hundiéndose de milagro.
Al buque causante del choque, que sufrió pocos daños, no le quedó más remedio que echarle unos cabos y remolcarlo hasta el puerto malagueño que era el que estaba más cerca. Afortunadamente no hubo que lamentar desgracias personales, aunque las reparaciones sí que serían importantes. Nada más atracar ambos buques se dio conocimiento de tales hechos a las autoridades marítimas como era preceptivo.
El asunto terminó con la reclamación que varios pasajeros del Monte Toro presentaron en la Comandancia de Marina, nada más desembarcar, sobre el incidente ocurrido en la madrugada anterior. Y, no deja de ser curioso, el mismo periódico terminaba su relato referido a las aludidas reclamaciones con un comentario que hoy podría considerarse, como poco, inapropiado. Vean: «Algunos de ellos, especialmente las señoras, tuvieron que ser atendidas de indisposición». Juzguen ustedes.
Sin embargo, no todos los recuerdos que tenemos recogidos sobre los navíos que por una u otras razones atracaron en este puerto y navegaron las aguas malagueñas están envueltos en la tragedia: algunos nos mueven hoy, como poco, a una sonrisa.
Una de las historias más desenfadadas es la que rescató del olvido el recordado periodista de SUR Francisco Cortés en 2003 relativa al Venus II: un carguero destinado al transporte de graneles que en aquellos años estaba mandado -y esta es la novedad dada la época-, no por un capitán sino por una capitana. Una señora -según parece, y es otra novedad-, de armas tomar.
La susodicha capitana debía tener un extraordinario nivel de feromonas puesto que, por la noche, según contaban, se llevaba a su camarote a punta de pistola a alguno de los marineros de la tripulación, suponemos que de los más jóvenes y agraciados, y, suponemos también, que a estudiar las cartas de navegación y la derrota a seguir: no vayan ustedes a «suponer» otra cosa.
En una ocasión en la que el Venus II llegó al Puerto de Málaga y mientras se realizaba la descarga de sus bodegas, la marinería desembarcó para pasar unas horas de asueto como era normal después de una travesía; unas horas en las que deambulaban por las tabernas y garitos a la espera del momento en el que, de nuevo, debían de regresar a su barco. Cómo habría sido «la cosa» durante el viaje hasta Málaga que ninguno de ellos quiso volver al buque, razón por la cual la Capitanía Marítima no autorizaba su salida de este puerto con tan pocos tripulantes.
A través de la prensa se hizo una convocatoria pública y urgente, consiguiéndose a duras penas completar la matrícula. Nada más subir a bordo, la capitana advirtió a los marinos recién enrolados que en lo sucesivo les estaba prohibido bajar a tierra allá donde el barco atracara; naturalmente para evitar que la historia de la «huida» en masa de aquí, volviera a repetirse allí.
Se hicieron a la mar y llegados al cabo de varios días al puerto de destino, que era Las Palmas, cuentan las malas lenguas que los marineros malagueños se arrojaron al agua nada más vislumbrar la costa, ganando a nado el muelle para evitar así seguir navegando con la señora. Lo que pasó de aquí hasta allá lo ignoramos, pero el recordado y admirado Cortés terminaba su narrativa con una sonora exclamación: ¡Cómo sería la dama! Ustedes imaginen lo que gusten...
O la historia del Caronia. Un buque de pasajeros que cada vez que atracaba en los muelles malagueños llovía a cántaros en esta ciudad, según cuentan por los mentideros y las esquinas de la Málaga de hace décadas. Y cuentan también que cuando en esta tierra se padecían las tradicionales y periódicas sequías, y el pueblo proponía sacar en procesión a los Santos Patronos o a la Virgen de la Victoria para pedir al Altísimo que nos mandase la lluvia, siempre había algún descreído que decía: «mejor que venga el Caronia». Y afirmaba Francisco Cortés que en cuanto el buque entraba por la bocana del puerto empezaba a llover a cántaros. ¿Será verdad?
Otro día les contaré otras «leyendas portuarias». No obstante, conviene no olvidar lo que decía el recordado profesor Voltes Bou en su Rarezas y curiosidades de la Historia de España: «Triste cosa es que se sepa tan poca Historia, pero todavía más triste resulta que buena parte de la poca que se sabe sea falsa». Quizás, como las que les acabo de contar, porque una cosa es la leyenda y otra la Historia, esta vez sí con mayúscula: «Cuique suum», que decían los latinos.
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Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Jon Garay
Óscar Beltrán de Otálora / Gonzalo de las Heras (graphics)
Encarni Hinojosa | Málaga
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