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Francisco Cabrera Pablos
Lunes, 9 de marzo 2020, 01:19
Se cumplen en estas fechas trescientos años desde que se levantara en el muelle de levante malagueño uno de los baluartes que, mejor y durante más tiempo, defendió a las instalaciones portuarias de los ataques de las armadas europeas y los piratas norteafricanos: el Fuerte de San Felipe. Esta es su historia.
El proyecto de construcción se remonta a 1717, cuando el ingeniero militar Bartolomé Thurus se desplazó a Málaga para dirigir las obras de la ciudad y sus muelles. El nombre de San Felipe lo recibió en honor de Felipe V, que había comenzado su reinado en 1700, tras la muerte de Carlos II, el último de los Austrias, el mes de noviembre de aquel mismo año.
El rey Felipe, una vez terminada la guerra de Sucesión, decidió acometer importantes reformas políticas, económicas y militares. En ellas, un capítulo importante fue el de las infraestructuras portuarias españolas, a las cuales poca o ninguna atención se les había prestado durante las últimas décadas. Puertos como el de Barcelona, Cartagena, Cádiz y desde luego el de Málaga, entre otros, experimentaron notables avances en sus instalaciones, junto a la Marina, que también inició un importante crecimiento gracias al impulso de secretarios como Patiño primero y el marqués de la Ensenada más tarde.
A la llegada a Málaga del citado Thurus, el dique de levante donde había de levantarse estaba aún a medio construir. Fue preciso, por lo tanto, continuar las obras preparando primero la cimentación de la plataforma sobre la que se habría de edificar el baluarte.
La muerte del ingeniero sin que hubiera finalizado su proyecto obligó a Felipe V a enviar a un nuevo técnico. En este caso fue Jorge Próspero de Verboom, fundador del Real Cuerpo de Ingenieros Militares en 1711, el que recibió la orden de revisar lo realizado por su antecesor en el cargo. Desplazado a Málaga en 1722, cambió sustancialmente lo propuesto por Thurus, aunque en el caso del Fuerte de San Felipe mantuvo la idea de proteger a las playas de levante, al puerto y a la propia ciudad con un baluarte que, por otra parte, en aquellas fechas ya estaba construyéndose.
Hacia el año citado la obra estaba bastante avanzada, quedando bajo la dirección del entonces director de las instalaciones portuarias Juan de la Ferrière. El proyecto realizado por Thurus y mantenido por Verboom constaba de una plataforma de unos 300 m2 destinada a acoger a la artillería, con los correspondientes merlones y cañoneras, y dos edificios para el servicio del fuerte: acuartelamiento de la tropa, almacén de pertrechos, foso, puente levadizo y una cisterna; cisterna que recogiendo el agua de lluvia permitiera, al menos, el abastecimiento de la guardia.
Además, al igual que otras fortificaciones del siglo XVIII, estaba dotado de un polvorín para al servicio de los cañones de a 24 con los que fue dotado, terminándose definitivamente su construcción en 1726. El 18 de junio de ese año, La Ferrière escribió al secretario de Estado José Patiño informándole que esta defensa ya estaba en disposición de recibir las trece piezas de artillería de dotación que al principio le habían sido adjudicadas.
Entre tanto, las obras de prolongación del muelle viejo continuaron avanzando hasta llegar al morro donde actualmente se levanta la malagueña Farola, tras el proyecto del entonces director de este puerto Juan Martín Zermeño, que había sido aprobado por el Rey en 1738. En esa fecha, el Fuerte de San Felipe estaba ya absolutamente consolidado y prestando servicio.
En 1747, el ingeniero Juan Sánchez dirigió un informe al marqués de la Ensenada sobre las fortificaciones de los muelles malagueños. En él explicaba que el baluarte aquí analizado estaba artillado y prestando servicio con diez piezas de a 24.
Durante las décadas que siguieron tuvo que someterse a reparaciones menores motivadas por el paso del tiempo y su proximidad al mar que, por cierto, cada vez se alejaba más del alcance de sus fuegos, debido al avance que con los sedimentos que se depositaban en la playa iba experimentando la línea de costa.
En la ocupación de las tropas francesas durante la guerra de la Independencia a partir de febrero de 1810 fue nuevamente artillado y aprovisionado contando con la dotación precisa para la vigilancia y defensa. Avanzado el siglo XIX, este fuerte había perdido ya una parte importante de su operatividad militar, debido al constante avance del arenal ya comentado. Un playazo, por cierto, en el que fue naciendo a partir del reinado de Carlos III un nuevo barrio: la Malagueta.
Además, la piratería que tanto daño hizo en los siglos precedentes había practicamente desaparecido, lo cual junto a la situación de la política internacional de aquellos años hacía prácticamente innecesaria la permanencia del fuerte.
Por otra parte, el aumento del tráfico portuario y los intercambios comerciales de la segunda mitad de la centuria obligaron a la entonces Junta del Puerto a realizar un nuevo proyecto de ampliación, encargándose de la redacción del mismo el ingeniero Rafael Yagüe y Bull a partir de 1876. En su propuesta quedaba de manifiesto la conveniencia de ceder, esta y otras baterías pertenecientes al «Ramo de Guerra», a la administración portuaria. Se encontraban ya en el más absoluto abandono y para proseguir con las ampliaciones aprobadas era preciso disponer de los terrenos que aquellas ocupaban.
La misma Junta propuso en 1878 al Ministerio: «Dentro de la zona marítima y dentro también del emplazamiento de las obras proyectadas, están las baterías denominadas San Felipe, San José y San Rafael, baterías abandonadas hace muchos años y que sería completamente imposible utilizar o montar nuevamente una vez construidos los nuevos diques y muelles». Finalmente, el organismo del que dependían los fuertes citados terminó cediéndolos a la Junta del Puerto de Málaga para que pudieran acometerse las obras de Rafael Yagüe proyectadas y aprobadas.
No obstante, aún se dilataron los trámites administrativos por espacio de muchos años (el proyecto de Yagüe se vería modificado después con los de Prieto y Valcarce), hasta que en el siglo XX se procedió a su derribo y a la enajenación de los solares que ocupaban, lo cual sucedió a partir de 1926. Con ello acababa la vida de una fortificación que nació hace casi trescientos años y que ha permanecido en el olvido de nuestra reciente historia. Todo el expediente administrativo, por cierto, se conserva en el Instituto de Historia y Cultura Militar, Archivo General Militar de Segovia.
En ese mismo archivo figura que la venta del terreno en 1926 -en el que se encontraba el fuerte de San Felipe-, fue a razón de, y no deja de sorprendernos el precio, 50 pesetas el m2. Los solares en los cuales estaban las baterías de San José y San Rafael, de las que hablaremos otro día a nuestros pacientes lectores, se enajenaron a razón de 150 pesetas el metro cuadrado.
En la parcela del fuerte, una vez producido su derribo y venta posterior, se levantó el inmueble de la actual Subdelegación de Defensa y la Comandancia Naval de Málaga con el que iniciamos estas líneas. Con ello acababa la historia del San Felipe que, durante doscientos años, protegió a las naves nacionales y foráneas atracadas en el interior de los muelles. Y las protegía de los ataques que periódicamente realizaban las armadas europeas y las naves piratas cuando aquí llegaban procedentes de sus bases norteafricanas; unos ataques que preocupaban extraordinariamente a las autoridades y desde luego a los malagueños de entonces.
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