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Siempre me impresionó la foto en la que aparece Hemingway con Pío Baroja. El escritor vasco fue retratado en su domicilio madrileño, unos días antes de fallecer, con un gorro blanco de dormir a la manera de Alonso Quijano. Su mirada está ya un poco ... perdida y su sobrino, Pío Caro Baroja, contaba que a su tío se le iba ya un poco la cabeza.
Es voz común y es de todos conocida la atracción que Hemingway (1899-1961) siempre tuvo por España en general y por los toros en particular. En Pamplona es toda una institución en sus Sanfermines. Nosotros nos centraremos en este artículo en la relación que tuvo el premio Nobel estadounidense con Málaga.
Hemingway llegó a Málaga, tras desembarcar en Algeciras, a principios de mayo de 1959. Se alojó en la finca La Cónsula, en Churriana, propiedad del matrimonio californiano Bill y Annie Davis, amigos del escritor. La Cónsula se llamaba así por su primer propietario, el cónsul prusiano Juan Roose Kupckovius, quien la mandó construir en 1807 al arquitecto José Martín de Aldehuela. La finca tenía diez hectáreas y, tras pasar por diferentes propietarios, fue adquirida por los Davis en 1953. Estos fueron sus dueños hasta 1973, cuando la compró el Ayuntamiento de Málaga.
El objetivo del viaje de Hemingway a España no era otro que escribir un reportaje para la revista Life sobre las corridas de toros y sobre la rivalidad de los dos mejores toreros del momento, los cuñados Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín que, además, eran amigos del escritor norteamericano. Ese verano Hemingway fijó su residencia en Málaga y acompañó a los toreros en algunas de sus faenas por España. Lo que inicialmente iba a ser un encargo de un texto de 10.000 palabras, se fue alargando hasta convertirse en un libro que se llamó El verano peligroso. Fue publicado de manera póstuma por la editorial Planeta en 1986 y ha sido reeditado recientemente. En efecto, el verano resultó peligroso porque ambos toreros sufrieron ese año sendas cogidas.
En su libro Hemingway le dedicó un capítulo a la feria taurina de Málaga. Al parecer, no se perdió ni una de las nueve corridas y, aunque no pudo ver torear en la plaza de la Malagueta ni a Ordóñez ni a Dominguín, sí que le fue brindado algún toro. Tengamos en cuenta que, desde la publicación en 1952 de El viejo y el mar, el novelista se había convertido en una celebridad internacional, algo que fue refrendado al concedérsele el premio Nobel de Literatura en 1954.
Después de cada corrida, Hemingway se iba al Hotel Miramar, donde bebía y veía bailar a las parejas, algo que le encantaba. En El verano peligroso contaba que en el Miramar se congregaban en esos días de feria «aficionados, toreros, apoderados, ganaderos, periodistas, turistas, vagos, pervertidos de ambos sexos, aristócratas y contrabandistas de Tánger».
En Málaga Ernest Hemingway pudo conocer a otros dos grandes escritores. El 1 de agosto de 1959 también estaba en la Malagueta el joven escritor catalán Juan Goytisolo. Este preparaba su libro de viajes Campos de Níjar (1960), que describe la comarca del Cabo de Gata. Goytisolo era un admirador de Hemingway y suponemos su nerviosismo cuando lo vio en la plaza de toros. Sus dos amigas, una de ellas hija del escritor francés André Malraux, actuaron de presentadoras. Luego se fueron, como no, al Miramar, tarde gloriosa que fue recreada por Goytisolo en el segundo tomo de sus memorias, En los reinos de taifas.
El otro encuentro no fue tan afortunado. El hispanista Gerald Brenan era vecino de La Cónsula y quiso conocer al norteamericano. El inglés se sintió cohibido ante la arrolladora personalidad del estadounidense. Según cuentan las crónicas y los testigos, no hubo buena química entre ambos. Brenan, sintiendo la vitalidad desbordante que desplegaba Hemingway, dijo: «Era como si, cuando estaba en el salón, no quedase aire para el resto de los presentes».
En otro orden de cosas, Hemingway recorrió la calles y se mezcló con los malagueños. Mi amigo Jorge Denis recuerda perfectamente cómo el premio Nobel apareció por la librería de su padre y compró una de sus propias novelas traducidas al castellano por la editorial Plaza y Janés, en la colección Reno.
Al año siguiente, en agosto de 1960, don Ernesto, como era cariñosamente conocido, volvió a Málaga, aunque en esta ocasión permaneció menos tiempo en La Consula. La anécdota de este viaje fue que la prensa de su país lo dio por muerto «en una finca de un pequeño pueblo malagueño». El mismo Hemingway tuvo que desmentir su propia muerte, algo que un año después, debido a sus desequilibrios mentales y al acoso de la CIA, no pudo hacer cuando se suicidó pegándose un tiro en su casa de Idaho.
Hemingway celebró en La Cónsula su sesenta cumpleaños, junto con el de Carmina Dominguín, el 21 de julio de 1959. En la fiesta, según testigos presenciales, corrió el alcohol a raudales. Los invitados comieron un arroz con garbanzos que había preparado la cuarta esposa del escritor, Mary Welsh. Y todo acabó con un espectáculo de fuegos artificiales. En La Cónsula Hemingway encontró la paz y la tranquilidad que necesitaba: «Cuando al levantarme por la mañana salía al balcón, que recorría toda la fachada del segundo piso, y miraba por encima de los pinos del jardín hacia las montañas y el mar al tiempo que se oía silbar el viento entre los árboles, entonces comprendía que nunca había estado en un sitio más hermoso. Era ideal para trabajar y comencé a escribir enseguida».
Allí se conserva su escritorio, parecido a un pupitre. La última vez que lo vi estaba en la entrada del restaurante de la Escuela de Hostelería. En julio de 1959 Hemingway escribió: «Este es un verano maravilloso. Quien no pueda escribir aquí, no podrá escribir en ninguna parte».
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