Un episodio de hechicería en la playa de La Caleta
A la sombra de la historia ·
Sucedió en 1627 en nuestra ciudad, reinando Felipe IV el Grande y cuando era su valido el todopoderoso don Gaspar de Guzmán, conde-duque de OlivaresA la sombra de la historia ·
Sucedió en 1627 en nuestra ciudad, reinando Felipe IV el Grande y cuando era su valido el todopoderoso don Gaspar de Guzmán, conde-duque de OlivaresEsta pasada primavera, leyendo las obras de Gustavo García-Herrera, amigo de historias y curiosidades malagueñas, me topé con un episodio curioso y sorprendente. Sucedió ... en 1627 en nuestra ciudad, reinando Felipe IV el Grande y cuando era su valido el todopoderoso don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares. El suceso lo cuentan también con todo lujo de detalles dos historiadores de reputado prestigio: Gregorio Marañón y el duque de Maura.
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El protagonista de nuestra historia se llamaba Jerónimo de Liébana. Estando preso en 1631 en la cárcel de Cuenca por delitos de brujería y prácticas demoniacas, algo terrible en su época, pidió hablar con el alcaide de su prisión porque tenía que referirle algo de vital importancia para el funcionamiento de la monarquía, que afectaba directamente a su católica majestad. El alcaide, asustado y sorprendido por lo que Jerónimo de Liébana le contó, no dudó en poner los hechos en conocimiento del valido. Ya sabemos que don Gaspar tenía su aquel de supersticioso, si no recuerden el famoso episodio que noveló Torrente Ballester en 'El rey pasmado' sobre cómo dejó embarazada a su esposa. Olivares quiso escuchar personalmente a Jerónimo de Liébana, así que mandó que lo trajesen a la Corte. El brujo debía de tener una gran capacidad de persuasión y cierto magnetismo, porque consiguió que el valido, tras su asombrosa declaración, lo dejase en libertad aunque vigilada.
Revelemos, sin más dilación, cuáles fueron esos hechos extraordinarios y nunca vistos que Liébana contó a Olivares. Se trataba de unos hechizos realizados en Málaga cuatro años atrás junto con otros compinches, todos personajes de alta alcurnia. Su objetivo era que el conde-duque perdiera la privanza para colocar en ella al marqués de Valenzuela. Si el embrujo surtía su efecto, cosa segura según las creencias de la época, todo eso acaecería exactamente el 6 de agosto de 1632.
Ahora bien, ¿quién era este Jerónimo de Liébana del que llevamos ya un buen espacio hablando? Había nacido en 1601 en La Ventosa, provincia de Cuenca. Su padre y su abuelo habían sido escribanos. Era de mediana estatura, más gordo que fuerte, y de cabello entre cano y moreno. Dotado de mucha astucia y de maravillosa fuerza persuasiva. Había aprendido la ciencia mágica y tenía fama de astrólogo.
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Los hechizos, que pusieron en jaque al gobierno de la monarquía, se realizaron en 1627 en Málaga porque su corregidor (algo así como el alcalde de la época) era hermano del marqués de Valenzuela, el que quería suplantar a Olivares. Los implicados en la conjuración tenían que repetir cada uno por su cuenta la misma ceremonia durante sesenta y un días. Consistía esta en colocarse sobre un círculo pintado en un papel y, rodeados de velas, perfumes y sahumerios, recitar con voz solemne la fórmula mágica. Pasados los sesenta y un días, los conspiradores deberían reunirse un jueves, previo ayuno de todo el día anterior, y meter unas figuras en un cofrecillo de madera de olivo, chapado de hierro. Lo cerraron con llave y, tras poner cada uno un clavo en la tapa, lo enterraron en la playa. Eran las cinco de la madrugada cuando todo acabó. Según algunos, vieron volar en ese momento muchos murciélagos grandes sobre sus cabezas. Toda la operación les costó al corregidor y al marqués la friolera de 2.500 ducados, cantidad que se embolsó nuestro brujo.
Gustavo García-Herrera en su libro 'Recuerdos del Perchel' nos describe este mítico y legendario barrio. Le dedica un capítulo a sus espiritistas y hechiceras ya que, según don Gustavo, en el Perchel nunca hubo brujas pero sí hechiceras. Una de ellas era María Alcalá, quien vendía saquitos de tierra recogida en los cementerios, lo más próximo posible a las tumbas y que, si se colocaban bajo el colchón del marido, hacían que este no se percatara de las infidelidades de su esposa. María Alcalá lo mismo decía la buenaventura que echaba las cartas. También vendía amuletos de todas clases.
Otras hechiceras que gozaron de justa fama fueron la Fuensanta, en la calle Cerrojo; María 'la del gato', cuyas dotes de médium eran bien conocidas; y María 'la viuda', maestra indiscutible en cartomancia y quiromancia. También hacía sesiones de espiritismo. Adivinaba el futuro con un vaso de agua, en cuyo borde colocaba una cruz hecha con ramitas de olivo. Caía en trance, sacudiendo la cabeza, y se quedaba inconsciente unos minutos.
Según confesó Jerónimo de Liébana, el cofrecillo estaba enterrado en una playa malagueña, llamada de La Caleta. Había que encontrarlo a toda costa antes del 6 de agosto de 1632 para frustar los efectos malditos del hechizo.
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En la primavera de 1632, la comitiva real, acompañada de Jerónimo de Liébana, llegó a la playa de La Caleta. Imaginemos por un momento el pasmo y el sobresalto de los marengos y pescadores que la vieron aparecer por entre los chambaos y casuchas en los que transcurrían sus plácidas vidas. Excavaron y excavaron pero el cofrecillo no aparecía. El autor del hechizo tuvo entretenidos a sus jueces y vigilantes durante varias semanas. Digámoslo claramente: Jerónimo de Liébana era un embacaudor, un tunante que trajo al retortero a los jueces y alguaciles de media España y que engañaba y manipulaba a los políticos de la época con mentiras y medias verdades. Un Villarejo de la época.
Finalmente, el embrujo no se cumplió y Olivares respiró tranquilo. Jerónimo de Liébana fue condenado por la Inquisición en público auto de fe el 4 de julio de 1632 y encerrado en Córdoba a perpetuidad en cárcel secreta e incomunicada. Hoy el único embrujo que tiene la playa de la Caleta son sus chiringuitos junto al mar.
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