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«El señor Presidente no recibe a nadie sin carta de presentación». De esta manera se dirigió a un chamarilero el fiel criado del Presidente ... del Consejo de Ministros. Pero en cuanto el fámulo vio que el hombre llevaba un paquete lleno de viejos libros encuadernados en pergamino, corrió a avisar a don Antonio. Era el malagueño Cánovas del Castillo un gran amante de los libros y tardó pocos minutos en bajar. Así describe la escena Benito Pérez Galdós: «Con ágil mano alzó Cánovas las tapas de los volúmenes para examinarlos y, al llegar al de Fray Hernando de Talavera, exclamó lleno de júbilo»:
–«¡Ay, este no lo tengo!: Tratados de la mesa, del vestir y calzar y de la murmuración. Es un libro interesantísimo. Los demás que me trae usted creo que los tengo todos menos este: Carro de la donas, por Fray Francisco Ximénez».
Cánovas era bizco y no muy alto, pero tenía gran éxito entre las mujeres. Se casó por segunda vez con Joaquina de Osma, hija de los marqueses de la Puente y Sotomayor. Vivió en la finca que le regalaron sus suegros, la conocida como la Huerta de Cánovas. Estaba entre la calle Serrano y el Paseo de la Castellana, en el solar que hoy ocupa la Embajada de los Estados Unidos. Allí, en medio de los jardines, se alzaba la vivienda principal y un hermoso pabellón en el que don Antonio guardaba su biblioteca, una de las mejores de la época.
Era una biblioteca de trabajo, ya que Cánovas adquiría libros para su formación y no tanto por su belleza. Estaba formada por 21.700 libros, de los que una cuarta parte procedían de regalos y donaciones. Tenía un manuscrito del Buscón de Quevedo, una edición del Quijote de 1605 o un álbum con dibujos de Valeriano Bécquer, además de varios incunables. A su muerte el Congreso de los Diputados intentó quedarse con la biblioteca del malagueño, pero esta acabó dispersándose entre libreros y bibliófilos.
Quizá la mejor biblioteca que ha habido en Málaga en el último siglo sea la de Alfonso Canales. A lo largo de toda una vida había reunido la friolera de 24.118 volúmenes y 15.635 documentos. Canales cumplía a la perfección el perfil del bibliófilo. Según él mismo contaba, en sus años de estudiante en Granada, prefirió comprarse una historia de la literatura antes que desayunar. Empezó con los volúmenes de Austral y acabó consiguiendo incunables, el más antiguo de 1482. Como abogado del Obispado, algunas veces les cobraba a las monjas en libros antiguos de sus bibliotecas monásticas.
Su biblioteca era fabulosa. Sus libros estaban en su mayoría encuadernados. Se cuenta que descubrió dos encuadernadores estupendos en Madrid que trabajaban también en Iberia. Alfonso movió todas sus influencias para que estos fuesen trasladados a Málaga. Tenían en su taller reservadas las pieles para encuadernar los libros de Canales, de manera que fuesen siempre las mismas.
Los que conocieron su biblioteca recuerdan que tenía toda la casa llena de libros, cubriendo todas las paredes. Estaban muy ordenados de manera que, si le preguntabas por un ejemplar, al punto se iba al lugar de la casa donde lo guardaba y lo localizaba. Su casa-biblioteca tenía un gusto antiguo y clásico, con sus sillones de cuero. Me cuenta Jesús Otaola, librero de Proteo, que en cierta ocasión, siendo todavía muy joven, fue a casa de Canales, cerca de la calle Córdoba, a llevarle unos libros que había pedido. Alfonso Canales, que era muy amable y educado, tuvo la atención de invitar al joven librero a que entrase y viese su biblioteca. «Ya que te vas a dedicar a vender libros, seguro que te gustará ver mi biblioteca». Jesús recuerda que había libros por todas partes, hasta en la cocina. Retiraba un cuadro y había más libros. Tras los marcos de las puertas estaba el infierno, que es como llamaba Canales a su colección de literatura erótica. Como él decía, «el saber no ocupa lugar pero sí mucho espacio».
De él me refiere Jorge Denis que, en cierta ocasión, les pidió un libro que llevaba mucho tiempo intentando encontrar sin resultado. Le ahorraré al lector las innumerables gestiones y peripecias que hizo Denis para conseguir un ejemplar. El caso es que lo logró. Al llamar a Alfonso Canales a su despacho del Obispado, la respuesta del bibliófilo fue contundente: «Le voy a pedir, por favor, que no se separe del libro hasta que yo llegue».
Al morir en el año 2010, su biblioteca fue declarada Bien de Interés Bibliográfico. Y por expreso deseo suyo fue donada a la Universidad de Málaga.
Citemos brevemente otras bibliotecas malagueñas. Ricardo Heredia Livermore tenía una de las más sobresalientes de España, porque compró en una subasta en Londres la fabulosa colección de Salvá, el mejor bibliófilo de su época. En la Sociedad Económica de Amigos del País se conserva una buena biblioteca, hoy en proceso de catalogación. Por otro lado, Juan Temboury también reunió una notable selección de volúmenes y documentos que hoy custodia la Diputación de Málaga. Y mi profesor Cristóbal Cuevas tuvo una estupenda biblioteca de literatura española del Siglo de Oro, de las más destacadas del mundo, hoy tristemente dispersada. Salvador Rueda fue durante algunos años bibliotecario de la del Instituto Provincial, que entonces se utilizaba como biblioteca pública. Ante la falta de estas, el Ayuntamiento de Málaga decidió crear en octubre de 1926 dos bibliotecas públicas al aire libre en el Parque, una para caballeros y otra para señoras. Aún se conservan las artísticas estructuras de cerámica que las alojaron. Alfonso Canales recordaba que de pequeño una institutriz le leía allí cuentos de Andersen o novelas de Julio Verne.
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