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Era la una de la tarde del 14 de agosto de 1993, víspera de la Asunción. Los sacristanes de la catedral, Rafael Padial y Alberto ... Palomo, habían terminado de atender a la visita turística y, apagadas todas las luces, se disponían a abandonar el templo cuando unos trabajadores del Ayuntamiento llegaron apresuradamente para pedir encarecidamente que no se cerrase la catedral pues venía George Bush, expresidente de los Estados Unidos de América. Los auxiliares del templo no daban crédito a la novedad pero al ver que al poco llegaba el exmandatario, rodeado de una imponente escolta y de varios policías nacionales, volvieron a abrir y encendieron todas las luces (entonces Endesa no había acometido la iluminación artística de la que todos disfrutamos hoy).
Rafael Padial, como sacristán más antiguo que era y que además chapurreaba inglés –no sin un poco de gracia– fue el encargado de dar unas breves explicaciones de la catedral al expresidente y a su esposa, Bárbara, que no mostraron mucho interés. Como recuerda el otro sacristán, Alberto Palomo, Bush parecía estar un poco perdido y no enterarse de nada: «El hombre estaba desorientado, porque no entendía muy bien el barullo de la feria que se celebraba en ese tiempo. De hecho, creo que se afianzó en el tópico de los extranjeros que creen que andamos por la vida vestidos de faralaes».
Podemos asegurar que George Bush no se enteró de nada porque al salir preguntó a qué religión pertenecía la catedral. Cuando, más tarde, el canónigo José María González Ruiz, progresista y adelantado teólogo, se enteró de la egregia visita protestó airado ante el Cabildo catedralicio, alegando que no se tenía que haber abierto las puertas del templo al expresidente de los Estados Unidos, pues se había convertido en un genocida desde la Guerra del Golfo. Que sepamos no dejó ninguna propina ni donativo, ni escribió ninguna palabra para el recuerdo, porque en la catedral no existía todavía libro de firmas.
El yate del ex inquilino de la Casa Blanca –George Bush había dejado de ser presidente tan solo unos meses atrás– atracó en el puerto de Málaga pasadas las doce del mediodía. Ni el gobernador civil, Antonio Collado, ni el alcalde de Málaga, Pedro Aparicio, tenían noticia alguna de la visita. De hecho, no había ninguna autoridad en el puerto para recibirlos. El matrimonio Bush venía de Puerto Banús donde, al parecer, le habían informado de las excelencias de la Feria de Málaga. Todavía la feria del centro mantenía sus esencias originales y no se había desvirtuado. Así que la pareja, acompañada de algunos amigos y familiares, quiso conocerla y se dirigió a pie a la plaza de la Marina, por donde estaba terminando de pasar la romería al santuario de la Victoria.
Justo delante del conocido McDonalds presenciaron el primer baile y se quedaron muy sorprendidos por el colorido y vistosidad de los trajes de flamenca. A continuación, quisieron entrar en la calle Larios, pero era tal el gentío que abarrotaba la entrada aquel primer día de feria, que se desviaron hacia Sancha de Lara. El expresidente vestía un polo amarillo, pantalón oscuro y calzaba náuticos, mientras que Bárbara lucía una camiseta azul estampada y una visera a juego. Según la crónica del Diario Sur, les acompañaban cinco guardaespaldas y unos policías españoles vestidos de paisano.
A la llegada a la calle Molina Lario una mujer vestida de faralaes le dio un beso al expresidente, quien también tocó un tambor que le ofreció un hermano de la cofradía de los Gitanos. En la plaza del Obispo, Bárbara Bush se interesó por la Catedral y por ello la comitiva se dirigió al patio de la iglesia del Sagrario. Terminada la visita, por la calle Cister y el palacio de la Aduana, la pareja volvió por la plaza de la Marina al Puerto. La visita había durado poco más de una hora.
El que había sido el hombre más poderoso de la Tierra se mostró en todo momento muy amable y sencillo y permitió que se le acercara la gente, saludando a los feriantes. Decía el periodista de Sur que mostró especial interés por los trajes, bailes y cantes malagueños. Afirmó que estaba muy contento de conocer Málaga y añadió en un momento del paseo: «Los malagueños son muy agradables y encantadores». «I'm very happy», remató.
En realidad, el matrimonio abandonó Málaga a las cuatro de la tarde, rumbo a las islas Baleares. Viajaba en un lujoso yate, Micaela Rose, de treinta metros de eslora y valorado en trescientos millones de pesetas (en 1993, un buen piso en Málaga no llegaba a los veinte millones). El barco era propiedad de una conocida familia norteamericana. George Bush había estado en Madrid impartiendo una conferencia en los cursos de verano de El Escorial. En Gibraltar se había embarcado en un crucero privado por el Mediterráneo. El todopoderoso expresidente había pasado por Sotogrande y Puerto Banús y pensaban recorrer las costas francesas, italianas y griegas. En Baleares, disfrutaron de las aguas cristalinas de la isla de Cabrera e, incluso, subieron a pie a su castillo. En Palma de Mallorca fueron huéspedes de los reyes de España. Pero para que se vea que no todo fueron rosas y mieles, en las paredes del consulado norteamericano de Palma aparecieron estas pintadas: «Bush asesino. Vuelve a casa». Es evidente que compartían la misma opinión que el teólogo malagueño.
George Bush rechazó todo acto protocolario, incluso la recepción que el Ayuntamiento le estaba preparando apresuradamente en la Concepción cuando se enteró de la sorprendente visita. Tampoco quiso hacer declaraciones sobre política, alegando que estaba de vacaciones. Su visita causó un auténtico revuelo en la ciudad e incluso se rumoreó que por la noche visitaría el Real.
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