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Un extravagante viajero británico, llamado Charles Waterton (1782-1865), se encontraba en Málaga visitando a su tío, en 1804, cuando le sorprendió una mortífera epidemia de fiebre amarilla. Waterton era un gran defensor de la naturaleza y derrochó humor, valentía y excentricidades, hasta el punto de que fue capaz de pasar una noche con un vampiro en una cabaña para comprobar si era verdad que chupaban la sangre. Incluso se cuenta que en otra ocasión cabalgó sobre un caimán.
La epidemia de fiebre amarilla también se conoció como vómito negro, denominación pavorosa y terrorífica. El desarrollo de la enfermedad debía de ser muy rápido, pues Waterton relata que un capitán maltés que había almorzado pletórico de salud con él y su tío, yacía muerto en su camarote antes de que amaneciese el siguiente día. A los pocos días, nuestro protagonista se vio aquejado de vómitos, fiebre y terribles espasmos. Sin embargo, gracias a su fuerte constitución, venció la enfermedad.
A las tres semanas, todo el que pudo abandonó Málaga, pues se declaró el 'estado de epidemia'. Nunca se supo si esta había llegado a nuestra ciudad en un barco procedente de levante o del puerto de La Habana. Charles y su pariente se retiraron a un cortijo de su propiedad. Un día, su tío tuvo que venir a Málaga para tratar negocios inaplazables y, al llegar a casa, le informaron de que su querido amigo el padre Bustamante estaba gravemente enfermo. Al visitarlo se contagió y, a pesar de su complexión atlética y de sus dos metros de altura, falleció a los cinco días:
«Encargamos un ataúd en el que a medianoche lo llevamos a las afueras de la ciudad para enterrarlo en uno de los fosos que los presos habían cavado. Mas, como había problemas de espacio, sacaron su cuerpo del ataúd y lo arrojaron sobre el montón de cadáveres que llenaba el foso. Justamente bajo él yacía un marqués español.»
Málaga estaba llena de muertos tirados por las calles, esperando a que pasase al final del día la carreta municipal para retirarlos. Los perros aullaban por las noches de manera espantosa. En las playas podían verse a los buitres picoteando y dando tirones a los cuerpos que el viento de levante empujaba hacia la costa. Para colmo, en los primeros meses de 1804, hubo terremotos cuyo estruendo era «como si mil carruajes hubieran chocado». Se desbordó el Guadalmedina y las cosechas fueron las peores que se recordaban.
La epidemia de fiebre amarilla de 1804 afectó más a aquellas personas que disponían de menos recursos y no contaban con una casa en el campo en la que refugiarse. Trabajaban en el puerto o en otras actividades que hoy denominamos esenciales. Cerraron muchos comercios, fábricas o talleres por no haber quien los atendiese. En una Málaga cuya población apenas superaba los cincuenta mil habitantes, murió la tercera parte del censo.
Durante esta epidemia los templos quedaron clausurados. En la catedral los canónigos entraban a rezar a escondidas. El primer templo malagueño no volvió a cerrarse hasta el 2020 cuando, debido a la pandemia del coronavirus, solo lo abría su sacristán para reponer la lámpara del Santísimo y comprobar que todo estaba en orden.
Escribía el gobernador Guerola que «uno de los mayores conflictos que puede haber en tiempos de epidemia es el de la falta de médicos». En 1860 había en Málaga exactamente cuarenta y ocho facultativos de los que la mayoría mostró un comportamiento ejemplar. Solo hubo tres que dieron mal ejemplo y huyeron abandonando a la población. «No quiero consignar sus nombres», anotó el señor gobernador. Se dispusieron dos médicos para cada una de las nueve parroquias y uno más de guardia nocturna. Estos doctores tenían la obligación de atender gratis a los pobres. A todos ellos «se les asignó un sueldo crecido». Algunos de ellos murieron. El alcalde Gaspar Díaz Zafra estaba en Sevilla, adonde se había retirado antes de que se declarase la epidemia por haber perdido a una hija suya, lo que le afectó mucho. Algunos concejales permanecieron en sus puestos, trabajando heroicamente; otros venían a la ciudad los días de sesión y luego se retiraban al campo; mas, en cambio, otros nueve huyeron. El alcalde les escribió pero solo cinco contestaron, alegando excusas peregrinas.
La segunda epidemia más terrorífica del siglo XIX fue la del cólera en 1860. Conservamos el testimonio del gobernador Antonio Guerola, quien en unas detalladas memorias nos dejó fiel testimonio de ella. En este caso la enfermedad llegó desde el norte de África. Pronto el cólera se extendió entre la población. «La ciudad está consternada», escribía el gobernador.
Se estableció un primer lazareto en el Arroyo de los Ángeles, que de poco sirvió. Otros dos hospitales se instalaron en Capuchinos y en la calle Refino, en el cuartel de Caballería. Curiosamente esta calle se llamaba así por haber en ella un sanatorio para el auxilio de enfermos o el «refino de apestados», como se decía entonces, que se abrió a causa de la mortífera peste de 1678. A pesar del esfuerzo de las autoridades, la mayoría de los enfermos prefería sufrir el cólera en sus casas, rodeado de los suyos, y no en estos hospitales, en los que morían muchos de los que ingresaban.
Los dos primeros casos se registraron el 31 de diciembre de 1859 en el Perchel, en el número 1 de la desaparecida calle Constancia, y se llamaban Andrés Delgado y José Bussuero. En Málaga fallecieron como consecuencia de esta terrible epidemia de cólera un total de 2.336 enfermos y sufrieron la enfermedad otros 5.344 malagueños. En la provincia hubo localidades que no se vieron afectadas y apenas registraron casos, por su aislamiento y las escasas comunicaciones de hace dos siglos. Las poblaciones con más fallecidos fueron Cómpeta (197), Alhaurín el Grande (95) y Coín (41).
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