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maría teresa lezcano
Sábado, 3 de octubre 2020, 23:55
Tal día como hoy nacía Enrique III de Castilla, que ascendería al trono con el apodo de 'el Doliente', y moría Teresa de Jesús, mística y autora del famoso poema «Vivo sin vivir en mí».
Burgos, cuatro de octubre de 1379. Nace el primogénito de Juan I de Castilla y de su esposa Leonor de Aragón, a quien impusieron el nombre de Enrique al tiempo que lo comprometían, cuando aún era un mamón en el sentido estricto de la palabra – si bien no eran los pechos maternos los que le suministraban el sustento lácteo sino los de la nodriza de turno –, con la heredera al trono luso Beatriz de Portugal, que le sacaba al neonato unos cuantos años, pero qué es la edad ante un asunto dinástico.
Enrique y Beatriz sin embargo nunca llegarían a casarse ya que el padre del novio enviudó en el ínterin y en lugar de dedicarse a buscar por las cortes del mundo una reina sustituta, eligió la que tenía más a mano, es decir la que estaba destinada a ser su futura nuera. Lusa y paternalmente desnoviado, a Enrique lo ennupciaron a los nueve años en la catedral de Palencia con su prima Catalina de Lancaster, que a la sazón tenía tres, y aquello más que una boda parecería una fiesta de disfraces infantil, sin obviar que, sobran los motivos, tuvieron que aplazar la consumación matrimonial hasta que ambos cónyuges alcanzaran la edad reproductora.
Esta aún no les había llegado cuando a Juan I lo descabalgó un caballo regicida, y Enrique III ascendió al trono castellano con el apodo de 'el Doliente', debido a los numerosos contratiempos salutíferos que iba experimentando y que trece años después de su coronación lo rematarían de un mal sin denominación de origen acuñada. Ese tiempo le alcanzó no obstante para destruir la base pirata de Tetuán, comenzar a colonizar las Islas Canarias, detener una invasión portuguesa, reanudar la campaña contra el reino nazarí de Granada, y engendrar en Catalina de Lancaster, que ya había empezado a ovular según lo esperado, dos infantas y un heredero al trono, Juan II de Castilla, quien se haría cargo del negocio familiar cuando a su padre lo enviaron a tomar viento plateresco a la Catedral de Toledo, bajo un epitafio que comienza de tal manera: «AQUI IACE EL MUI TEMIDO Y JUSTICIERO REI DON ENRIQUE». Qué bonito es Toledo.
Ciento ochenta y tres años después del nacimiento burgalés de Enrique III de Castilla, moría en el salmantino municipio de Alba de Tormes Teresa de Jesús, mística y escritora que tres décadas más tarde sería beatificada y canonizada y, ya en el siglo veinte, proclamada doctora de la iglesia católica. Nacida como Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, en este último caso no minúsculamente sometida a un proceso de conservación por fuente de humo sino con la mayúscula correspondiente al último tramo de sus apellidos, se aficionó desde pequeña a las novelas de caballería y a las vidas de santos, y tanto fantaseó con ambas temáticas que, cuando aún no levantaba tres palmos del suelo, se fugó con su hermano con el objetivo de ser decapitada en tierras de infieles. Como es natural, no llegó muy lejos y fue devuelta al hogar con la cabeza intacta, aunque ya aquejada de una enfermedad desconocida que ha sido diagnosticada posteriormente como epilepsia, y la cual no le impidió meterse a monja en cuanto surgió la ocasión.
En el convento sin embargo la salud de Teresa empeoró y, que si una cardiopatía por aquí, que si un desmayo por allá, y ante la imposibilidad de los médicos de Ávila de encontrar remedio a sus males, a Teresita la llevaron a una curandera que, entre pociones de uñas de rana y alas de mosca, y bebedizos de excrementos de culebra, dejaron a la monja para el arrastre. La rescató su padre y la devolvió al hogar, aunque no se sabe si por la enfermedad de origen o por la sobredosis anfibia, mosqueada y culebreada, Teresa convulsionó y convulsionó hasta que, intermediada la extremaunción, la dieron por finada del todo, tras lo cual le pusieron cera en los ojos para evitar que se le entreabrieran ultratumbadamente, la envolvieron en un sudario, pusieron un crespón negro en la puerta, le oficiaron una misa de difuntos y le cavaron una coqueta tumba.
A todo esto que se despierta Teresa, con el comprensible desconcierto acaecido tras cuatro días en coma y unos rodeadores que pretenden inhumarla con los ojos encerados y encerrados, y no es de extrañar que la resucitada se aferrara a Dios en los años venideros, todos ellos ahítos de visiones edénicas o demoníacas, dependiendo de si tocaba éxtasis o posesión, un sinvivir indudable que refrenda uno de sus poemas: «Vivo sin vivir en mí/ Y tan alta vida espero/ Que muero porque no muero». No muriendo, que es no gerundio.
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