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maría teresa lezcano
Domingo, 13 de octubre 2019, 00:25
Tal día como hoy nacía Margaret Thatcher, futura, valgan todas las redundancias, primera Primera Ministra del Reino Unido, y moría Claudio César Augusto Germánico, asetado por unas amanitas venenosas que le cocinó la madre de Nerón.
Trece de octubre de 1925, Grantham, Lincolnshire. Nace Margaret ... Hilda Roberts, que ya matrimoniada como Margaret Thatcher se convertiría en, valgan todas las redundancias, la primera Primera Ministra del Reino Unido, God save the queen y demás. Se escañó, cuidado con las vocales, inicial y parlamentariamente Margaret allá por el año 1959, y a partir de ese instante fue escalando la política británica a golpes de piolet legislado y de crampones decretados: de subsecretaria del Ministerio de Pensiones a Portavoz de Vivienda y Suelo y tiro porque me toca; de Ministra de Educación y Ciencia a líder del Partido Conservador y me como una y me cuento veinte; de abanderada de la Oposición a primera ficha en las elecciones y me cuento diez, el Diez de Downing Street evidentemente, que como en Westminster no se está en ningún sitio.
Una vez primerministrada con todos los honores, Thatcher se empleó a fondo hasta ir acumulando los puntos necesarios para convertirse en la Dama de Hierro: hoy me desayuno los sindicatos para evitar que los mineros se me desmadren como viene siendo tradición; mañana me almuerzo un plan de privatización y las compañías eléctricas estatales a tomar viento del fiordo de Forth; pasado me meriendo una reactivación de la cultura de Propiedad consiguiendo que mis inquilinos de las viviendas sociales las compren y me redondeen las finanzas; la semana siguiente me ceno una liberalización de la City para que los inversores extranjeros campen a sus anchas y tanto y tan anchamente campan y acampan que cuando llega la crisis mundial el Estado tiene que lanzarse al rescate de los bancos como si no hubiera un mañana bursátil, aunque para entonces yo ya me he jubilado y tampoco me van a endilgar retrospectivamente todos los desastres del país; el mes próximo me receno el invento del euroescepticismo y, si bien acabamos igualmente en la Unión Europea, menos mal que unos años más tarde mis discípulos me honran, póstumamente pero menos da una piedra de Cheshire, con un Brexit que me eriza de felicidad los ectoplasmados vellos y hasta la aerosolada laca del pelo. To be or not to be. European, of course.
Mil ochocientos sesenta y nueve años, si parece que fue ayer mismo, antes del nacimiento lindunense de MargaretThatcher, moría en Roma Tiberio Claudio César Augusto Germánico, cuarto emperador romano de la dinastía Julio-Claudia y primer emperador romano nacido fuera de la península itálica. Fue en la Galia, concretamente en Lugdunum, actual ciudad de Lyon, donde Antonia la menor, que ya era mayor aunque no tanto como su padre Marco Antonio cuando se fugó con Cleopatra, dio a luz a un complejo de inferioridad con forma de niño que ya tartamudeaba antes de hablar y cojeaba antes de gatear.
Si a esto le sumamos que el complejo de inferioridad, a quien nominaron como Tiberio Claudio Druso Nerón (posteriormente modificado al ser imperializado) no había salido de una enfermedad cuando ya estaba incubando otra, no es de extrañar que la ilustre y avergonzada familia ocultara al pequeño como si se tratara de un engendro indigno de la dinastía, tachándolo su propia madre de monstruo y recurriendo a él como ejemplo de estupidez cada vez que surgía la ocasión e incluso cuando no surgía sino que era directamente convidada.
Con tales antecedentes, Claudio parecía destinado, con suerte, a un puesto secundario en el cargo sacerdotal pero hete aquí que su tío abuelo Augusto, de profesión emperador, se apercibió de que el sobrino nieto lo que era en realidad era una lumbrera que aún no había sido encendida y con el fin de iluminar su potencial le puso como tutor al filósofo estoico Atenodoro Cananita que, dialéctica va, lógica viene, le curó hasta la tartamudez y, aunque con la cojera no pudo hacer nada por no ser reversible filosóficamente hablando, comenzó a allanarle a su pupilo el camino que le llevaría unos años más tarde a ser elegido por su sobrino Calígula, que había sucedido a Augusto en la cabeza del Imperio, para asesorarle en el senado; cambio de estado que podría haber representado para Claudio un apreciable revulsivo de no ser el sobrino emperador un hijo de la gran Agripina que se mofaba tan públicamente de los andares de su tío que a éste se le apagó el estoicismo y le retornó la tartamudez. Por suerte para Claudio, a Calígula lo escabechó la Guardia Pretoriana, hasta el casco ya de las caliguladas de su jefe, y colocaron en su lugar al tío cojo que parecía tonto pero era más listo que el hambre.
Claudio aprovechó sus trece años de reinado para expandir el Imperio conquistando Britania y para hacer prosperar la administración, antes de ser él mismo asetado por unas amanitas venenosas que le cocinó la madre de Nerón, la cual ansiaba el puesto imperial para su querido retoño. Carpe diem.
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