Nada de ordenanzas municipales, ni multas, ni prohibiciones más o menos restrictivas. En tiempos de la reina Isabel II los castigos que se aplicaban a los borrachos que llenaban por las noches las calles de Málaga eran mucho más expeditivos. Y además se hacían en público. Corría la mitad del siglo XIX –la monarca reinó entre los años 1833 y 1868– y los excesos con el alcohol por parte de muchos ciudadanos se habían convertido en un problema de orden público. La Málaga de la época nada tenía que ver con la actual, y los conflictos que generaban en la vía pública aquellos que se pasaban con la bebida impedían incluso que las «personas decentes» (así se recoge en las crónicas de aquellos años) salieran a la calle a ciertas horas del atardecer.
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Las trifulcas que generaban esos alborotadores, que no dudaban en echar mano de pistolones de la época, navajas y hasta espadas para resolver sus enfrentamientos en plena borrachera, convirtieron la situación en insostenible, hasta el punto de que los golillas (policía municipal) y los alguaciles se veían desbordados e incapaces de poner orden en cuanto la situación se complicaba con peleas más o menos multitudinarias. Así lo recoge el escritor Diego Ceano en una deliciosa crónica publicada en la revista 'El Avisador Malagueño': «(...) Los beodos se adueñaban de las calles sin contemplación alguna y por menos de un misto, como se suele decir, le hacían a uno ojales en el traje epitelial, es decir en el cuerpo, con las puntiagudas navajas traperas...».
Las quejas ante la situación creciente en una ciudad considerada muy conflictiva e insegura en el resto del país llegaron hasta la corte de Isabel II, que decidió tomar cartas en el asunto con órdenes explícitas a las autoridades locales. Para que el efecto fuera inmediato, la monarca nombró gobernador en Málaga en 1843 a Melchor Ordóñez y Viana-Cárdenas, abogado y ministro nacido en la ciudad que en sus 49 años de vida ocupó numerosos cargos de responsabilidad en la corte. Sería sin embargo durante su mandato en la capital donde más tuvo que aplicar la imaginación para cumplir con el encargo de la reina, cansada de añadir a sus ya serios problemas los conflictos de orden público en una de sus provincias. Y por culpa de los borrachos.
Una vez recibido el mandato, la primera medida de Ordóñez fue llevar directamente a la cárcel a los borrachos que las autoridades iban apresando desde que caía la tarde para tratar de que aquel encierro nocturno les disuadiera. Como curiosidad histórica, se da la circunstancia de que unos años antes de que el gobernador civil tomara posesión de su cargo, el presidio principal de la capital se había trasladado desde la plaza de las Cuatro Calles (hoy plaza de la Constitución) hasta el barrio de San Rafael por las condiciones extremas de insalubridad que se daban en ese espacio mandado a construir por los Reyes Católicos.
Sin embargo, la medida de la noche en prisión para los borrachos no surtió efecto: en efecto, los que eran apresados dormían la borrachera 'a la sombra' pero a la mañana siguiente, ya más despejados, volvían a hacer de las suyas. Y eso que el de la cárcel no fue el único intento de Ordóñez para acabar con aquello, ya que llegó a dictar una orden donde obligaba a las tabernas a ofrecer vino gratis a todo el mundo a partir de las diez de la noche. Lógicamente, los bares cerraban sus puertas a esa hora para no tener que correr con ese gasto excesivo. Pero ni aun así llegó a erradicar por completo las borracheras.
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Así que el gobernador decidió aplicar medidas más contundentes. Lo hizo él mismo, acompañado por el jefe de la policía, y en la misma plaza de las Cuatro Calles, donde los apresados eran conducidos dando tumbos y encadenados con grilletes para someterse a un castigo ejemplar y público. De hecho, el espectáculo era seguido por multitud de vecinos curiosos que noche sí y noche también 'disfrutaban' de aquel escarmiento: allí, el gobernador obligaba a los borrachos a beber dieciséis cuartillos de agua, el equivalente a unos ocho litros. Una jarra detrás de otra y sin parar, hasta que el borracho juraba y perjuraba que no volvería a tomar vino en toda su vida.
El castigo no era menor, más si se tiene en cuenta que los represaliados ya acumulaban una gran cantidad de alcohol en el estómago y aquellos litros extra representaban una auténtica tortura. Algunas de las crónicas de la época se refieren a los «lamentos» que se escuchaban «en todos los rincones de la ciudad» por parte de los borrachos que eran sometidos a aquel escarmiento, y además con el regocijo del público que además del espectáculo 'gratis' veía cómo se terminaba con el problema de la inseguridad en las calles. El hecho es que aquella medida de Ordóñez no tardó en hacer efecto: el boca a boca de aquellos castigos en la plaza pública disuadió a una gran mayoría de volver a meterse en problemas a causa del alcohol.
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Aunque aquella no fue, sin embargo, la única decisión –más o menos curiosa– por la que el gobernador civil pasará a la historia local: de hecho, él fue el encargado de promulgar el primer reglamento taurino de la ciudad (1847), y suyas son también varias ordenanzas que causaron gran revuelo entre los ciudadanos, como la obligación de cerrar las puertas de las casas a las once de la noche en verano y a las diez de la noche en invierno; así como que el riego de las macetas de los balcones sólo pudiera hacerse entre las once de la noche y las siete de la mañana. Pero esas ya son otras historias.
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