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Víctor Heredia
Jueves, 20 de julio 2023, 00:52
En la época moderna la prostitución gozaba de una amplia permisividad por parte de las autoridades, que incluso participaban activamente en el negocio de la ... explotación sexual de las mujeres. Es de sobra conocido que las rentas de las mancebías del Reino de Granada fueron concedidas por los Reyes Católicos, junto con otras mercedes, a su capitán Alonso Yáñez Fajardo.
La justificación moral de la existencia de los burdeles públicos se apoyaba en referencias dispersas extraídas de los textos de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, aunque ambos autores realmente no llegaron a desarrollar una doctrina sobre este asunto. La interpretación que la teología moral dio a los pecados de la carne permitía condenar el sexo venal y al mismo tiempo regularlo con leyes que justificaban la licitud de la ganancia obtenida por las meretrices. Estas sutilezas, que distinguían entre delito y pecado, entre la ley humana y la ley divina, se fueron diluyendo en los tratados de los moralistas de la segunda mitad del siglo XVI, en plena Contrarreforma, dando paso a una corriente abolicionista que consiguió que Felipe IV promulgase la Real Pragmática de 1623, que decretaba la supresión de los lupanares.
El tramo de la calle Granada más cercano a la plaza de la Merced concentraba varias instituciones religiosas con características peculiares. Por encima de la torre mudéjar de iglesia de Santiago, una de las cuatro parroquias creadas por los Reyes Católicos tras la conquista de la ciudad, existió un asilo para mujeres ancianas conocido como Las Inválidas, que desapareció por las reformas urbanísticas realizadas tras la demolición de la Puerta de Granada en 1878. Esta casa de caridad, llamada Asilo de Jesús Nazareno, fue fundada en 1731 con el objeto de recoger y alimentar a ancianas pobres e impedidas. En sus últimos años todavía acogía a un grupo de unas doce o catorce ancianas. Enfrente de Santiago, al lado de las Recogidas, se situó en el siglo XVIII la cárcel eclesiástica, que anteriormente había estado en la parte del palacio episcopal que hubo que demoler para construir la fachada principal de la Catedral. La vecindad entre la cárcel de curas y la casa de mujeres «arrepentidas» no dejaba de ser una curiosa coincidencia.
La prostitución continuó existiendo en su entorno tradicional, aunque de forma clandestina, protegida por personajes poderosos interesados en el mantenimiento de esta actividad. La orden real de prohibición fue reiterada en varias ocasiones y, en el caso malagueño, la mancebía estaba en ruinas a mediados del siglo XVII. Fue el obispo fray Alonso de Santo Tomás quien dispuso que sobre su solar se construyese el Hospital de San Julián, obra que se prolongó entre 1683 y 1699. Para entonces el prelado dominico, presunto hijo ilegítimo del rey Felipe IV, ya había puesto en marcha una iniciativa destinada a recoger a mujeres «arrepentidas».
Otro obispo, García de Haro, ya había fundado en 1593 en la calle Cinco Bolas, junto a la parroquia de San Juan, una casa para recoger a exprostitutas con la advocación de Jesús y María. Después de unos titubeos iniciales, fue el obispo Juan Alonso Moscoso quien dio un nuevo impulso a la obra en 1604 colocando a la institución bajo la regla de San Benito. La comunidad tuvo varias ubicaciones hasta instalarse en las proximidades de la Alcazaba, desviándose de su objetivo inicial y dando lugar a dos conventos cistercienses: el de Santa Ana y el de la Encarnación.
En esas circunstancias fray Alonso estableció en 1681 la creación de la Casa de Recogidas bajo la advocación de Santa María Magdalena, que se situó en un edificio de la calle Granada, enfrente de la iglesia de Santiago. El obispo redactó unas constituciones y recurrió al amparo del rey Carlos II, ante las resistencias y presiones que estaba encontrando para poner en marcha la institución, pensada para «cohibir y castigar el desenfrenamiento en materia de torpeza».
Las constituciones de «esta casa de penitencia para mujeres de vida escandalosa», que han sido estudiadas por Manuel Zamora e Isabel Pérez de Colosía, muestran la realidad de una cárcel de mujeres, que ingresaban por orden de la justicia civil o de la episcopal. Su gobierno estaba en manos de una madre rectora auxiliada por las oficialas necesarias en función del número de «forzadas». La atención espiritual quedaba a cargo de los curas de la parroquia de Santiago, designados como superintendentes de la fundación. Al entrar en la casa a las reclusas se les cortaba el pelo (simbolizando así la renuncia del mundo) y quedaban sometidas a un rígido régimen de aislamiento y clausura, dedicando todo su tiempo a la oración, la meditación y las labores de la casa. Entraban para «ser corregidas, reformadas y castigadas». Las penas por mal comportamiento contemplaban ponerlas en un cepo, ayunos a base de pan y agua y, para los casos más graves e incorregibles, doscientos azotes y vergüenza pública.
El plan de fray Alonso partía de la pretensión de segregar a las mujeres «de mala vida» en recintos cerrados, retirándolas de la sociedad sin pretensión de reincorporarlas a la misma. La Casa de Recogidas pervivió durante el siglo XVIII, aunque fue languideciendo por la escasez de rentas. Otro obispo, Manuel Ferrer y Figueredo, creó en 1789 un nuevo establecimiento con idénticos fines: el Colegio de San Carlos Borromeo, que a partir de 1793 tuvo su sede en un gran edificio de la calle Calvo, en El Perchel, donde acogía a cincuenta mujeres «arrepentidas» o «corrigendas». La decadente Casa de Recogidas acabó desapareciendo poco después, quedando reunida con el beaterio de San Carlos, que sería popularmente conocido como Las Bravas.
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