Málaga. Civitates orbis terrarum, J. Hoefnagel (1572). Cortesía de Hebrew University of Jerusalem.

Blasco de Garay, un inventor y marino en el puerto de Málaga

Era un hidalgo de ascendencia vasca de cuyos orígenes familiares poco sabemos, aunque sí es conocida su afición a la ciencia y a que prestó servicio en la Real Armada

Francisco Cabrera Pablos

Domingo, 4 de junio 2023

Desde el principio de los tiempos, la humanidad siempre se preocupó, y durante siglos sin conseguirlo, de buscar un medio que le permitiese desplazarse a más velocidad de la que proporcionaba en la tierra un caballo o de la que impulsaba el viento en la mar.

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Esta situación se mantuvo hasta la aparición como fuente de energía aplicada a los transportes de la máquina de vapor, una vieja aspiración que, sin duda, estaba llamada a transformar las comunicaciones. Su utilización en el ferrocarril y la navegación —esta, más tardía por la competencia de los clípers—, podemos considerarla una de las consecuencias más extraordinarias de la Revolución Industrial.

Primer barco de vapor en atracar en el Puerto de Málaga José María Ponzo. Museo Marítimo de Barcelona

Sirva de ejemplo cómo el 19 de enero de 1834 atracaba en el Puerto de Mallorca El Balear: el primer barco que impulsado por la nueva energía hizo la travesía desde la Península a la isla y que había sido botado un año antes en los astilleros de Liverpool. Por ese tiempo, hacía lo propio en los muelles malagueños otro vapor mixto del que desconocemos su nombre y del cual se conserva una magnífica acuarela de José María Ponzo en el Museo Marítimo de Barcelona.

Sin embargo, el largo recorrido hasta la aplicación del novedoso descubrimiento surgido de la máquina de James Watt fue muy complejo. Un recorrido que, sin duda, se debe a no pocos inventores y científicos que le precedieron en el tiempo.

De los numerosos intentos que aparecen a lo largo de la Historia, uno de los primeros fue el de Herón de Alejandría: un físico, matemático e ingeniero griego del S. I que dirigió la Escuela Técnica de aquella ciudad y que, gracias a la eolípila que proyectó, puede considerársele un precursor de los descubrimientos del vapor aplicados al movimiento.

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En definitiva, hay que mirar muy atrás para entender este complicado proceso, incluyendo los inventos de Giovanni Branca o Denis Papín y su famosa marmita, entre otros muchos ilustrados y marinos aficionados a tales asuntos.

En cualquier caso debemos preguntarnos: y antes de la aplicación del vapor a la industria y al transporte ¿qué nos encontramos?

Marqueta de proyecto Leonardo da Vinci

Entre estos descubrimientos, aunque por artilugios exclusivamente mecánicos, debemos mencionar a la nave de palas del propio Leonardo da Vinci, sin duda uno de los mayores polímatas que ha existido en la Historia. Leonardo proyectó, entre otros muchos aparatos dedicados a la ingeniería, a la guerra o a la navegación uno impulsado por tracción de sangre y parecido al que algunos años después diseñaría Blasco de Garay, objeto de este artículo y que quizás conociera los trabajos del florentino.

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Blasco de Garay Wikimedia Commons

Blasco de Garay era un hidalgo de ascendencia vasca de cuyos orígenes familiares poco sabemos, aunque sí es conocida su afición a la ciencia y a que prestó servicio en la Real Armada.

Quizás por esa doble inclinación de científico y marino, y como recoge su biógrafo Fernando Gómez del Val en la Real Academia de la Historia, propuso al Emperador Carlos a comienzos de 1539 la construcción de una máquina «para hacer caminar las galeras y grandes embarcaciones, aun en tiempo de calma y sin velas,» nada menos.

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Un invento revolucionario

La propuesta le llegó estando S.M. en la imperial ciudad de Toledo y después de superar incontables trámites burocráticos. Al final, Garay obtuvo los pertinentes permisos para probar su invento: un mecanismo que de resultar exitoso al ponerlo en práctica estaba llamado a revolucionar la navegación y, por ende, las comunicaciones en la mar.

En un primer momento, el Rey —que no debía estar muy convencido del éxito de semejante artilugio— derivó la petición al Consejo de Guerra para que le informase. La respuesta debió resultar favorable, puesto que en marzo de aquel mismo 1539, una real cédula conservada en el vallisoletano Archivo de Simancas autorizó el desarrollo del proyecto, ordenando que se dotara a Blasco de Garay de los medios precisos para llevarlo a cabo. Sin duda, el Emperador quería comprobar si semejante invento era utilizable en las naves de su Armada.

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El lugar elegido para la prueba fue la bahía de Málaga y de ahí que nos permitamos rescatar, gracias a la hospitalidad de SUR, este curioso invento y otros similares de los que casi nadie se acuerda.

Efectivamente, Carlos I, y desconocemos el porqué, designó al escaso muelle entonces existente en nuestra ciudad para realizar las pruebas de navegación, al tiempo que ordenaba a Francisco Verdugo y Diego de Cazalla, proveedor el primero y pagador de la Real Armada el segundo, que facilitasen a Blasco de Garay todo lo que precisara a fin de llevar a cabo su invento. Lamentablemente, la pérdida hace muchos años del libro de actas municipales correspondientes a esas fechas nos impide conocer los trámites que desde el Ayuntamiento malacitano se siguieron para llevar a cabo las órdenes del Rey, teniendo que acudir a documentación en archivos nacionales para saber lo que pasó.

Muelle de Málaga Anton van den Wyngaerde (1564). Ashmolean Museum, Oxford.

Sí que conviene recordar que era entonces nuestro puerto poco más que una playa y un malecón delante de la Puerta del Mar, al que atracaban las naves para proceder a las tareas de embarque y desembarque. Y eso porque, a pesar de las reiteradas peticiones del Concejo malagueño dirigidas al Emperador pidiéndole los fondos precisos para a la construcción de un puerto capaz, Carlos I no se decidía a aprobarlo por los elevados costos que tal obra exigiría a la Corona.

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Hubo que esperar, al menos hasta 1545, para el inicio de un muelle una vez aprobado el proyecto del ingeniero vasco Juan de Guilisasti. Un ingeniero que, como anécdota y según confiesan los informes, no sabía ni leer ni escribir; lo cual para la época de la que hablamos no era en absoluto extraordinario, siendo frecuente que figurase en el escatocólogo de los documentos «no firma porque no sabe».

El 8 de mayo de 1545 Carlos I autorizó por una real provisión establecer una sisa de hasta 5000 ducados anuales por cinco años para iniciar las obras dirigidas por el ingeniero citado: obras que arrancaban desde el espolón del Castillo de los Genoveses en la actual Plaza de la Marina en dirección hacia el E. No obstante, el citado muelle, tras iniciarse, pronto se vio paralizado demostrándose totalmente inútil, puesto que contra él se iba formando una playa por causa de los acarreos de las ya frecuentes avenidas del Guadalmedina, a los que luego empujaban los temporales de poniente.

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Fue frente a esta costa en la que presumiblemente se desarrolló el invento de Blasco de Garay el 4 de octubre de 1539, según nos cuenta el historiador Gómez del Val. El experimento en cuestión se prometía revolucionario si llegaba a tener éxito, ya que habría supuesto una auténtica trasformación en las comunicaciones, como lo terminarían siendo después de iniciada la Revolución Industrial que aún estaba por llegar, casi tres siglos después.

El invento consistía en seis ruedas de paletas sobre los costados de un barco que giraban mediante unos engranajes moviendo dichas palas, las cuales con su giro desplazaban a la nave. El movimiento de los mecanismos se realizaba obviamente por tracción de sangre.

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Tras unas primeras pruebas no demasiado satisfactorias Garay redujo las seis palas a dos, volviendo a repetir el experimento en la bahía malagueña a primeros de julio de 1540 y en el mismo mes de 1542; todas ellas con parecido resultado, según los expedientes que figuran en Simancas.

En el olvido

A pesar de tan presumibles fracasos, el experimento volvió a repetirse en Barcelona un año después, ante una comisión nombrada al efecto que dictaminó, según Gómez del Val, «que el barco caminaba más rápido que por medios ordinarios, recorriendo tres leguas en una hora, haciendo varias veces ciaboga mejor que una galera.» Sin embargo, Carlos I no se decidió a continuar apoyando a Blasco Garay y el invento terminó quedando en el olvido.

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No tenemos datos que, como decíamos, nos permitan afirmar que este inventor conocía los proyectos de Leonardo da Vinci, pero intuimos que los sistemas de ambos investigadores eran muy parecidos y se basaban en unas ruedas de paletas movidas por la fuerza de unos marinos. Garay, por cierto, murió en 1552 en una extrema pobreza decepcionado del poco éxito de su invento.

Máquina para navegar (1770) Blas Julbe y Román. Archivo de Simancas

De mucho tiempo después se conserva, en la Sección de Marina del vallisoletano Archivo de Simancas, un interesante expediente fechado en 1770, que recuerda en cierto modo al proyecto de Blasco de Garay que acabamos de analizar. Se titula: «Nuevo discurso para hacer handar a un Navío en Calma y contra Marea, sacado por Blas Jalbe y Román, natural de la Ciudad de Málaga». Poco sabemos de este ilustre inventor malagueño, más allá de que era un experto artillero que en 1768 ya se dio a conocer proyectando «dos montajes de bronce… uno de plaza y otro de marina.» Las pruebas, que sepamos, no se realizaron en el puerto malagueño que ya podía presumir de una cierta envergadura. En cualquier caso, los sistemas de engranajes que movían el barco nos recuerdan bastante a los del proyecto anterior.

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Dibujo de una máquina para navegar sin velas ni remos Miguel Torrente (1773). Archivo de Simancas

Tres años después, «Miguel Torrente, vecino de la baronía de Alaguara, en el Reino de Valencia «, que suponemos conocedor de los inventos precedentes, presentó en aquel Departamento la petición de «haber discurrido una nueva máquina para hacer navegar sin velas ni remos cualesquiera embarcaciones.»

De nuevo se repetía el proceso. El 10 de mayo de 1773, Carlos III ordenó a Carlos Raggio, responsable de Marina en Cartagena, que facilitase al citado inventor cuanto necesitare para que pudiese llevar a cabo su experimento.

Bahía y puerto de Cartagena Lorenzo Possi. Archivo de Simancas

El 18 de junio se ejecutó la prueba en aquel puerto en presencia del comandante del Departamento, del ingeniero general y de varios oficiales de la Armada, comparando una lancha de remos al uso con otra «compuesta de dos ruedas fijas a un eje movible que atravesaba la manga de dicha embarcación.» El capitán de fragata de la Real Armada Antonio Casamara, que asistió a la puesta en marcha del invento en las dos ocasiones en las que se realizó, emitió un pormenorizado informe con un resultado muy desfavorable. Así, la barca equipada con estos engranajes y al igual que en los casos anteriores practicados sobre el particular fueron rechazados por parte de las autoridades.

Habría que esperar a la máquina de vapor ya citada, cuyo proyecto final es atribuido por lo general a James Watt y que tan esencial resultó en la Revolución Industrial aplicada en principio la industria textil inglesa.

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Máquina de vapor (1606) Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Real Academia de la Historia

No obstante, no nos resistimos a recordar aquí a un español bastante desconocido, y navarro por más señas, que se le adelantó en el tiempo al escocés en el uso de esta fuente de energía en más de un siglo: Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Este ingeniero, científico, militar, pintor y músico, investigado por el historiador Nicolás García Tapia, diseñó una máquina a comienzos del siglo XVII donde utilizaba la fuerza generada por el vapor al calentar el agua en una olla invertida a la que le había practicado un orificio.

Lamentablemente, nuestra Historia, bastante madrastra a veces, no prestó demasiada atención a estas y otras iniciativas que no nos es posible ahora abordar por las lógicas limitaciones de espacio. O dicho de otra manera: poco se esforzaron nuestros mayores en rescatar del olvido a tantos inventores que se adelantaron a su tiempo; ni a tantos científicos empeñados en proyectar ingenios destinados a mejorar la vida de los ciudadanos de la sociedad en la que vivían. Esos tantos ejemplos los dejaremos para otro día, pues como decía mi señor don Quijote a su orondo escudero: »Amigo Sancho, se breve en tus razonamientos que ninguno hay gustoso si es largo.»

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