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El rey Alfonso XIII estuvo en Málaga en cuatro ocasiones. De alguna de ellas ya hemos hablado en estas páginas. Hoy nos centraremos en la ... visita que realizó en 1921. Aunque solo permaneció en Málaga poco más de una mañana, la breve estancia dejó un rosario de anécdotas. Leer la crónica que publicó La Unión Mercantil es una labor muy entretenida, especialmente cuando el periodista trata de aquellos momentos en los que el monarca se saltaba el protocolo.
El domingo 22 de mayo de 1921 Alfonso XIII llegó en ferrocarril hasta Málaga, después de dormir en Pizarra en el palacio de los condes de Puerto Hermoso y tras haber inaugurado, en una lluviosa jornada, las obras del pantano del Chorro. «Recibimiento soberbio: júbilo y entusiasmo». Así de exultante titulaba el diario la histórica jornada. En un automóvil (MA-224), propiedad del alcalde Francisco García Almendro, recorrió las calles Cuarteles, Alameda, Larios, Granada y Molina Lario. En el trayecto, el joven Rodrigo Muñoz Gómez, llevado de su gran amor a la monarquía y de su anhelo por ver de cerca al monarca, fue alcanzado por uno de los coches del séquito y recibió una fuerte contusión en el pie derecho y en la rodilla. Fue conducido a la casa de socorro.
Ya en la Catedral, Alfonso XIII entró por la puerta principal, la que corresponde a los reyes. Eran tales los aplausos y las ovaciones de los malagueños, que el rey le dijo al obispo: «Es la primera vez que dentro de un templo me vitorean con tanto entusiasmo». Tras oficiarse la santa misa, el monarca se dirigió al Ayuntamiento, donde se celebró una recepción a la que acudió la flor y nata de la sociedad malagueña. Allí fue agasajado con un fastuoso banquete, con exóticos platos de nombres franceses, según la moda de la época. La anécdota del almuerzo fue que el rey pidió un plato de chanquetes, ante la sorpresa del resto de los comensales, como contaba divertido el anónimo periodista que escribió la crónica de la visita regia. La comida la sirvió el Hotel Regina y las artísticas tarjetas del menú fueron estampadas por la Imprenta Ibérica. Los muebles que adornaban las salas nobles de la Casa Consistorial habían sido elegidos entre los más artísticos y lujosos de la tienda de Prados Hermanos. Por la tarde, ya ido el monarca, muchas familias malagueñas pudieron subir a admirar la regia decoración.
Después del ágape, Alfonso XIII visitó las obras del futuro Hotel Príncipe de Asturias. En el trayecto, un guardia civil de la escolta tuvo la desgracia de caerse del caballo que montaba. Fue llevado al cercano Hospital Noble para ser atendido.
Ya en la explanada donde iba a construirse el lujoso hotel, el rey recibió las pertinentes explicaciones del arquitecto Fernando Guerrero Strachan y de su amigo Félix Sáenz. A continuación se subió al automóvil y se dio un paseo por el barrio de la Caleta, admirando sus bellas casas. Llegó hasta Bellavista y allí tuvo que darse la vuelta, pues los Larios le esperaban impacientes en su palacio para ofrecerle un refrigerio. En la puerta lo recibieron los marqueses, que les presentaron a los apoderados y al resto del personal de la casa. El rey subió en ascensor a la planta noble del edificio y se asomó al balcón para saludar a los malagueños apostados en la calle, «siendo objeto de una delirante ovación». Antes de abandonar la suntuosa morada, Alfonso XIII les espetó a los Larios:
–A ver cuándo me invitáis a una cacería en Los Llanos, que es el único coto que no conozco de España.
Solo le restaba al monarca colocar la primera piedra del puente de la Aurora. En el trayecto, «largo rato tardó el auto en abrirse camino, acompañándole mucho trecho los aplausos y vítores». En el lugar exacto donde se iba a levantar el nuevo puente esperaba al rey el señor obispo, Manuel González, quien iba a bendecir la obra. Cuentan que Alfonso XIII se interesó mucho por los detalles de cómo iba a realizarse el nuevo puente. El alcalde le entregó al rey una solicitud del barrio de la Trinidad, pidiéndole que esta nueva infraestructura recibiese el nombre de Alfonso XIII. Accedió gustoso. El caso es que su regia voluntad no llegó a cumplirse, porque hoy todos lo conocemos por su nombre primitivo. Lo que los malagueños ignoraban es que la obra aún tardaría nueve largos años en terminarse.
Poco después, el rey llegaba a la estación para subirse a un tren que lo conduciría a Sevilla, próxima etapa de su viaje. Habían sido pocas pero intensas las horas que permaneció en Málaga. El alcalde podía descansar tranquilo, porque todo había salido a las mil maravillas.
Alfonso XIII bajó al cauce del río por una escalera de obra que se había construido ex profeso. Allí fue recibido por el alcalde, los concejales monárquicos y el concejal republicano Miguel Pino. Cuando el monarca se enteró de la filiación política de este último, recurrió al famoso tuteo borbónico:
–¿Cómo es que estás aquí?
A lo que el concejal republicano respondió que no podía hacer menos por una obra por la que tanto había luchado y que tanto iba a beneficiar a los malagueños.
Don Alfonso sonrió.
Una última anécdota. Cuando el rey volvía al coche, en lo alto de la pasarela que iba a ser sustituida por el nuevo puente se habían colocado, ataviadas con el típico traje andaluz, las reinas de la belleza de los cuatro barrios: Trinidad, Perchel, Victoria y Capuchinos. Las guapas malagueñas arrojaron al monarca sus mantones de Manila y don Alfonso, sonriente, se agachó para recogerlos y les dijo (véase aquí una nueva y simpática muestra de la espontaneidad borbónica):
–Y ahora, ¿quién os los lleva?
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