La noche del 22 de agosto de 2020, el primer verano de la pandemia, Jamal salió a cenar con su mujer en un restaurante de Puerto Banús. Los cinco hijos del matrimonio, que solía pasar sus vacaciones en Marbella, se habían quedado en el piso de lujo que alquilaron en Nueva Andalucía.
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La pareja regresaba en un Mercedes-AMG clase G tuneado por la firma alemana Mansory, lo que puede triplicar su precio hasta superar los 600.000 euros. El vehículo era negro, aunque la tapicería lucía un llamativo color amarillo. No debía de haber muchas unidades como la que conducía Jamal aquella noche. Por no decir ninguna.
Sobre las 22.10 horas, cuando circulaban por la avenida del Prado, a la altura de la calle París, se les cruzaron dos coches con los prioritarios puestos, como si fueran vehículos camuflados de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Eso al menos creyeron ellos.
De cada coche se apearon cuatro hombres, ocho en total, vestidos de policías. Las mascarillas, obligatorias entonces, les ayudaban a ocultar sus rostros. Jamal bajó la ventanilla pensando que estaba ante una redada y lo que recibió como saludo fue el culatazo de una pistola en la cabeza.
Los supuestos policías sacaron a Jamal de su coche a golpes, en presencia de su mujer, y lo metieron por la fuerza en uno de los vehículos que le cruzaron. Hasta ahí. Hasta hoy.
Cuando se marcharon, la mujer de Jamal salió del coche y empezó a gritar pidiendo auxilio. Se encontró con una señora que chapurreaba inglés y que se prestó a ayudarla. La policía, la de verdad, ya había sido avisada por un testigo.
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El suceso ocurrió en mitad de la calle con la sensación de impunidad con la que actúa el crimen organizado. Tanto que hasta fue grabado por varios móviles cuyos propietarios se convirtieron en improvisados reporteros y fueron relatando, mientras filmaban, la escena que estaban viendo.
A medida que grababan con sus teléfonos, se iban quitando la venda de los ojos y pasan del «se está colando, le está pegando porrazos» -creyendo que quien actuaba era un policía que se estaba empleando con brutalidad con un detenido- al «esto ya es entre mafiosos, si es mafia no renta meterse mucho», como se les escucha decir.
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Lo único que parece seguro es que lo que sucedió fue un secuestro y que aquellos individuos no eran policías.
Cuando llegaron las primeras patrullas, la mujer de Jamal entró en shock, presa del pánico, y se mostró esquiva con los agentes, los reales. Incluso se negó a acompañarlos a comisaría porque, cuentan desde su entorno, en esos momentos no era capaz de delimitar con claridad la línea entre lo que era verdad y lo que era mentira.
La pista de Jamal, holandés, 31 años, se pierde ahí, aquel día, en una calle de Nueva Andalucía. La única evidencia que se ha encontrado desde entonces es su teléfono móvil, que fue hallado -destrozado- cerca de la desaladora de Marbella, junto a la autovía A-7.
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La familia no ha recibido una prueba de vida. Aunque tampoco tienen la certeza de que esté muerto, el paso de los días va minando su esperanza. Sus hijos no dejan de preguntar cuándo volverá su padre. «Está de viaje», les contestan, inventando una coartada que se desvanece con el tiempo.
Su entorno presenta a Jamal como un hombre de negocios de éxito con empresas legales dedicadas al sector inmobiliario y a la compraventa de relojes de lujo. La policía, en cambio, señala en sus diligencias que su secuestro estaría relacionado con el narcotráfico. Prueba de ello es que el caso ha recaído en la Unidad contra la Droga y el Crimen Organizado (Udyco)-Costa del Sol.
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Los agentes encontraron una línea de investigación en otra causa que se seguía en los juzgados de Torremolinos contra una organización criminal francesa asentada en Benalmádena y dedicada al tráfico de estupefacientes.
El sumario no tenía nada que ver con la desaparición de Jamal, pero unas grabaciones de un micro instalado en un coche conducido por uno de los sospechosos revelaron pistas que apuntarían a que Jamal -al menos así lo consideró entonces la policía, que indicó en sus diligencias que podía tratarse de la misma persona- habría sido siendo objeto de un estrecho seguimiento los días previos a su secuestro.
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Los agentes captaron varias conversaciones entre el conductor del coche y otro hombre mientras realizaban «funciones de vigilancia» sobre un individuo desconocido, aunque la información que aportan de él resulta muy reveladora.
01.10 horas del día 9 de agosto de 2020.
-«Aquí hay Francia, Holanda, Bélgica, aquí hay de todo, toda la mierda del mundo está aquí».
[...]
-«¿De dónde es? ¿Es holandés?»
-«Sí, marroquí de Holanda».
Justo después aportan características que lo señalan, como que es dueño de un Rolls Royce, un Mercedes modelo Mansory o un Audi RS6.
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-«No sé, tiene muchos coches», dice uno de ellos en la conversación. Tras detallarle varios modelos, su interlocutor manifiesta:
-«Y un G class muy reconocible, negra-amarilla, reconocible. Sólo hay una.
De la grabación se desprende que la vigilancia comienza en el aparcamiento exterior de un hotel, continúa en el 'parking' de una discoteca y finaliza en Puerto Banús.
Durante el seguimiento, la 'chicharra' captó otra conversación sobre el coche, una pista clave para que los investigadores sospechen que el objetivo del seguimiento era Jamal.
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-«¿Has visto el coche? ¿Es cabriolé [sic]».
-«No, es una coupé negra, no es cabriolé. ¿La class G? ¿Es esa la que tiene amarillas las cosas? ¿Es la Mansory?
Otro dato recogido en las conversaciones que apunta a Jamal es su reloj.
-«Tiene un poco de pelo. Tiene una Richard Mille blanca (la policía aclara en la transcripción que reloj es una palabra femenina en francés). No olvides, Richard Mille blanca.
El 15 de agosto, justo una semana antes de su desaparición, Jamal fue víctima de un robo en una gasolinera de Marbella. Aunque llegó a forcejear con los asaltantes, éstos consiguieron su objetivo, que era robarle el Richard Mille, valorado en 400.000 euros.
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En otra conversación grabada por la policía el 23 de agosto, un día después del secuestro, un hombre que se identifica como amigo de Jamal recurre a uno de los investigados, preocupado por el paradero del holandés. Su interlocutor asegura no saber nada de la desaparición, aunque le cuenta que está en una villa donde son todos «asesinos» a los que «todos temen» y que «han matado aquí a unos 10».
Los agentes pusieron el foco en esa villa, situada en Nueva Andalucía, e identificaron a sus ocupantes. Había cinco franceses de origen magrebí. Dos de ellos tenían antecedentes por asesinato, asociación ilícita, robos... A un tercero le constaban reseñas por secuestro con torturas, robo y rapto. Los dos restantes estaban limpios. Aunque la casa llegó a ser registrada por la policía, no hallaron objetos de interés para el caso.
El sumario de la desaparición -no el de Torremolinos- sigue bajo secreto y la familia está «desesperada» por la escasa información que reciben sobre la investigación, lo que, a su juicio, les impide ver el trabajo que se ha realizado y, en su caso, ayudar a que avancen las pesquisas.
La familia se muestra muy crítica con la instrucción, que ya ha pasado por las manos de cuatro jueces diferentes en estos dos años, y consideran que todas las líneas de investigación de la policía -al menos, las que ellos conocen- conducen a un «callejón sin salida». Como en el que entró Jamal aquella noche del 22 de agosto de 2020.
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