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Sería la una y media de la madrugada. La noche, a priori, parecía en calma. Nos situamos en una exclusiva urbanización de Estepona, ubicada a pie de playa. Dentro de la garita de seguridad, el vigilante del complejo, Gabriel, torcía el gesto al comprobar que las cámaras se habían vuelto a estropear. «Llevaba unos días dejando constancia por escrito de que no estaban funcionando correctamente, me daba la sensación de que estaban siendo manipuladas», relata.
Y estaba en lo cierto. Lo supo en aquel servicio, cuando iba a iniciar una de sus rondas de vigilancia. En cuanto abrió la puerta de la caseta, dos individuos encapuchados y armados con pistolas se abalanzaron sobre él. «Me estaban esperando», asegura Gabriel. Ahí empezó su noche de terror.
El guarda tardó lo que que dura un parpadeo en reaccionar. Intentó cerrarles el paso, pero los dos sujetos se emplearon a fondo para impedirlo. Aunque empujó con todas sus fuerzas, ellos ya habían colado un pie a través de la puerta. A través de ese hueco, Gabriel empezó a recibir los primeros golpes. «Me dieron con la culata en la frente y con unas tenazas en la cabeza», dice. Recuerda que la sangre le caía por el rostro.
El trabajador pudo arrebatar la pistola a uno de ellos, pero el segundo también iba armado. Resistió todo lo que pudo, hasta que quedó exhausto. «Me rendí y les pregunté: ¿qué queréis?», indica Gabriel. «Danos el código de la caja fuerte», respondieron. Ahí se confirmaron sus sospechas: «Ellos sabían que había una caja con copias de las llaves de los apartamentos; ahí tenía que haber alguien de dentro», resume.
Así era. La víctima no lo reconoció en ese momento, pero uno de los encapuchados era el compañero que le hacía el relevo al terminar su turno. Estaba compinchado con otros dos vigilantes desleales, el que estaba con él y otro que en ese momento vigilaba las inmediaciones del complejo. Todos eran de la misma empresa.
A continuación, los dos sujetos armados arrastraron a Gabriel con violencia al exterior de la garita. «No pude hacer más; me tiraron al suelo, me arrodillaron, me encañonaron con una pistola en la cabeza y amenazaron con matarme», sostiene el hombre. Luego le pusieron sus propios grilletes y bridas en las manos, colocándolas a su espalda. En esa maniobra, se queja, le dislocaron un hombro y su movilidad no ha vuelto a ser la misma.
Ahí apareció el tercer individuo de la banda, que iba haciendo uso de un 'walkie talkie'. «Supuestamente, solo eran tres personas, pero yo sospecho que había más… ¿con quién hablaba éste último sino?», pone de manifiesto el trabajador. Una vez neutralizado, los asaltantes arrancaron los cables de alimentación del sistema de grabación y bajaron los interruptores de la luz. Luego, el compañero de la víctima accedió a los archivos del portátil de la empresa para abrir la caja fuerte. Se llevaron dos juegos de llaves.
Los encapuchados levantaron a Gabriel del suelo y, a punta de pistola, le ordenaron que empezara a caminar. El corazón se le disparó cuando desfilaba por el jardín, recuerda. «No creí que me fueran a matar de un tiro, como mucho que me podían herir… pero me asusté cuando vi la piscina; yo estaba atado y si me hubieran echado al agua no habría tenido manera de salir», rememora.
Pese a sus temores, la organización tenía otro propósito: asaltar los dos apartamentos de lujo de los que habían cogido las llaves. Para ello, condujeron a Gabriel hasta el cuarto de la máquina depuradora, donde lo dejaron encerrado. «Bloquearon la puerta, no sé si con un palo, y me advirtieron de que si intentaba escapar estarían esperándome con las pistolas», expone el hombre.
A solas, el guarda se dio cuenta de las verdaderas intenciones de los ladrones. Él no era el objetivo, sino una víctima colateral de un robo planificado al milímetro. Lo llevaron a cabo el verano de la pandemia, en la madrugada del 20 de agosto de 2020. «Desde hacía días se encargaron de manipular las cámaras, que volvían a estropearse después de arreglarlas; conocían perfectamente dónde estaban las llaves y cuáles eran las casas en las que tenían que entrar», explica. «Solo tenían que quitarme de en medio», agrega.
No puede precisar el tiempo que pasó en aquel cuarto, dolorido e ideando la manera de escapar. «Ahí dentro no pensaba en mí, sino en lo que podía pasar en las viviendas», asegura. Gabriel sabía que la dueña de una de ellas no estaba, pero en la otra se encontraba un matrimonio. Tenía miedo de que hubiera un enfrentamiento y la noche terminara en tragedia.
Esperó durante varios minutos, hasta que todo quedó en silencio. Consiguió salir a base de empujones. Con mucha dificultad, abrió también la cancela del complejo que daba directamente a la playa, donde por las noches solía haber grupos de pescadores. «Por favor, llamad al 112», les dijo Gabriel nada más verlos. Se llevaron un susto de muerte. «Yo llegué con la cara completamente cubierta de sangre y las manos esposadas», explica el vigilante.
Al principio pensaron que la víctima podría estar involucrada en algún lío delincuencial y que les podría salpicar. «Yo les decía que miraran el polo de mi uniforme porque en él se leía el nombre de la empresa, pero ellos tenían miedo y es normal», cuenta. Al final, accedieron a marcar el número de emergencias. Gracias al auxilio de aquellos pescadores, al cabo de un rato, se personaron en el lugar la Policía Nacional y una ambulancia, que trasladó a Gabriel al hospital.
Los ladrones escaparon tras saquear una de las viviendas y sembrar el pánico en la segunda. Del apartamento vacío huyeron con un botín de relojes de lujo, bolsos y joyas por valor de 69.500 euros, además de 800 euros en efectivo. Sorprendieron a los moradores del segundo inmueble mientras dormían. El matrimonio vivió una pesadilla que duró horas, hasta que la policía los encontró a la mañana siguiente en el tejado de la casa.
Gabriel trasladó desde el principio sus sospechas a los agentes. Las pesquisas de los investigadores le dieron la razón. El que era su compañero reconoció los hechos ante la Audiencia Provincial de Málaga, que dictó la primera sentencia. Los otros dos negaron los hechos.
Tras los recursos presentados al Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y, luego, al Tribunal Supremo, la condena se ha quedado en cuatro años para el primero y en ocho años para el resto de la banda, a la que se atribuye delitos de detención ilegal, lesiones con instrumento peligroso, robo con violencia y robo con fuerza en casa habitada.
Gabriel asegura que no hay condena que le valga tras lo ocurrido aquella noche. «A mí nadie me puede devolver la salud; me llevé la paliza y me quedé con daños en el hombro de los que no me voy a recuperar», espeta el vigilante. Tras aquel episodio, desconfía de quien tiene cerca más que de los desconocidos, asegura. «Me da igual si están presos o no, nada va a cambiar lo que viví», zanja.
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