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María, 18 años y 27 puñaladas: «No saludes, no salgas, no vistas. Ahí empieza lo malo» (I)

25N DÍA CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO ·

SUR publica en dos partes la brutal agresión a María por su exnovio, la cara más extrema de la violencia de género. En esta primera, se muestra el proceso previo de dos años infernales que terminaron con ella en la UCI. Mañana, María relata en primera persona cómo sobrevivió a las cuchilladas

Juan Cano

Málaga

Miércoles, 24 de noviembre 2021

El corazón de María se paró tres veces aquella noche. Estuvo, dice, «prácticamente muerta». Con el parte médico delante, lo que cuesta creer es que siga viva.

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María tenía dos puñaladas en el cuello que preocupaban a los médicos porque le había entrado aire a los pulmones.

María tenía un corte que recorría su cara desde el ojo -estuvo a un milímetro de perderlo- hasta la oreja izquierda, que quedó partida en dos.

María tenía otras seis cuchilladas en la espalda. Una de ellas le perforó el riñón derecho, que sí perdió. La última quedó a centímetros de un tatuaje que se hizo antes de todo y en el que se lee la frase 'Broken Dreams' (sueños rotos), que ahora parece una maldita premonición.

María tenía el cráneo hundido y tres fragmentos metálicos incrustados en la cabeza. Eran trozos del cuchillo con el que su exnovio supuestamente la apuñaló, que se rompió por la violencia con que lo hizo.

María tenía 18 años recién cumplidos y ahora, seis meses después, cuenta las heridas de sus manos y ve que son ocho y sabe, porque no recuerda nada, que luchó por su vida.

María tenía, en total, 27 heridas de arma blanca. Aún las tiene.

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Había perdido mucha sangre cuando ingresó en urgencias del Hospital Clínico la madrugada del 5 de mayo. Tuvieron que inducirle el coma para poder operarla. Su vida pendía de un hilo.

Una cicatriz, disimulada por el trabajo de los cirujanos, recorre el lado izquierdo de la cara de María desde el ojo hasta la oreja. Ñito Salas

El inicio

«A los dos meses de empezar a salir, me pegó por primera vez en una discusión»

Tenía 15 años cuando lo conoció. Ella solía pasar la tarde con sus amigas sentada en algún banco del parque del Sol, en Fuengirola. «De vez en cuando venían ellos [un grupo de chicos] y nos decían alguna tontería», relata la joven. Así empezaron a hablar, a conocerse, hasta que se besaron. Era 31 de marzo. Lo recuerda bien porque dos días después ella celebraba su 16 cumpleaños: «Lo invité a mi fiesta. A partir de ahí nos hicimos novios y... se acabó la fiesta».

María cursaba tercero de ESO. Él tenía 22 años, vivía con sus padres y ni estudiaba ni trabajaba. «Al principio estábamos muy bien, la verdad. Era celoso y ya está. ¿Por qué me enamoré de él? Por la forma que teníamos de reírnos. Él también era gracioso [las cicatrices no han logrado borrar la alegría y una sonrisa que parece dibujada con lápiz permanente en la cara de María]. Sentía complicidad, pensaba que había encontrado a alguien que me comprendía».

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Un día, no recuerda ni por qué, le dio un puñetazo en el portal de su casa. María gritó tanto que hasta su madre lo escuchó desde el séptimo. Ella se inventó una excusa, como hacía siempre, para ocultar que era su novio quien le hacía llorar. María empieza a recordar: «Otra vez me estampó contra el cristal de la ventana y me hinqué el pico en la espalda; o me tiraba al suelo y me arrastraba de los pelos. Su forma de pegar era muy agresiva».

-¿Llegaste a creer que era así? ¿Que todo era culpa tuya?

-Sí. Llegué a pensar que yo sacaba todo lo malo de él.

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A Ana, la madre, le duele escuchar. Habría preferido saberlo a tiempo. «Siempre lo hacía [pegarle] de manera que no lo pillaran. María no habló de todo esto hasta que pasó lo que pasó». También en eso él daba el perfil. De puertas hacia fuera era el típico chaval agradable, simpático, que caía bien a todo el mundo. «Lo invitamos a pasar la Navidad con la familia -sigue Ana- y todo el mundo me decía: 'Qué muchacho más apañado».

Esa doble cara hundía aún más a María en el pozo de la culpa.

La joven, después de empezar a salir con su agresor. Cambió su forma de vestir porque a él no le gustaban los escotes ni las faldas cortas. Sur

El secuestro emocional

«Bloqueé a todos los seguidores varones en mis redes sociales y dejé de ponerme escotes y faldas»

Optó por callar. El silencio se convirtió en una trinchera desde la que vivir su particular infierno sin poner en peligro al resto. «No se lo conté a mi madre porque me daba miedo que le hiciera algo a ella», confiesa la joven, que se sentía «fatal» por ocultárselo, porque siempre han tenido mucha confianza. Sólo se llevan 18 años. María era una niña cuando su familia migró de Paraguay a España. El matrimonio se separó hace unos años y el padre volvió a su país. Desde entonces, ellas viven solas en Fuengirola. «Somos como dos amigas», añade.

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Una vez estuvo a punto de dar el paso. «Fue el día que me rompió la tele. Tuve el impulso de escribir a una amiga por WhatsApp. Le pregunté: '¿Puedes hablar?'. Ella no vio el mensaje y tardó dos horas en responderme. Si me hubiera contestado antes, se lo habría contado. Pero en ese tiempo yo ya había vuelto a lo mismo y me callé».

María empezó a cambiar, casi sin darse cuenta. Dejó de ponerse escotes, de usar faldas cortas... Su madre se dio cuenta y preguntó a su hija si él tenía algo que ver con esa transformación en el modo de vestir. «No, mamá, es que estoy más cómoda», respondió ella.

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Así vestía María antes de empezar la relación con el agresor. Sur

Esa metamorfosis, con el sentimiento de culpa como motor del cambio, se produjo «poco a poco», explica la joven. «Empezó a controlarme en plan 'no te pongas esto', 'no salgas con aquel', 'no saludes'. Me fui separando de mi entorno, de la familia... Me rompió el ordenador porque tenía fotos con mis amigas y no le gustaba ese estilo de vida. Me hacía sentir mal. Dejé de salir de fiesta porque no estaba a gusto. Pensaba: 'Cuando llegue a mi casa me va a pegar'».

Al poco de empezar la relación, él le exigió que bloqueara a todos los seguidores varones que tenía en sus redes sociales. «Yo le pedí que hiciera lo mismo, aunque sólo fue por compensar, porque a mí realmente me daba igual». Ahora comprende que fue él quien salió ganando, porque consiguió aislarla un poco más.

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A medida que crecía el monstruo, ella se volvía cada vez más diminuta. Más invisible.

-¿Qué le dirías a una chica que esté escuchando eso en estos momentos?

-Que no está sola. Yo pensaba que lo estaba, pero no. Hay mucha gente dispuesta a ayudarte. Y también le diría que después de todo lo malo siempre viene algo bueno. En el fondo, he tenido mucha suerte, no todas las mujeres tienen tanta como yo. Esto ha sido un milagro de Dios. Lo tengo más que claro. Yo no estaba para despertar. Pero aquí estoy.

Con su madre, Ana, a la que ocultó lo que estaba pasado para no ponerla en peligro. Ahora es su mayor pilar en la recuperación. Ñito Salas

La ruptura

«Mamá, no lo soporto, no lo aguanto más; estoy cortando con él y no se va»

En la pandemia, él se instaló en casa de su novia. A María, que está acostumbrada desde pequeña a buscarse la vida -vende pulseras, hace las uñas y prepara tartas, además de trabajar de extra en un restaurante-, le desesperaba que su novio se pasase el día sin hacer nada. Así que lo ayudó a encontrar empleo: «Busqué en Infojobs y le conseguí una entrevista para un trabajo de teleoperador en Málaga. Lo cogieron. Era turno partido, no estaba mal. El primer día, me llamó en el descanso y me dijo que ese trabajo no le gustaba y que se iba a casa».

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María se mostró distante y él no se lo tomó bien. Ese día, viendo que ella no respondía a sus intentos de abrazarla, le dio un codazo en las costillas. Aquel golpe no fue el peor, ni el más doloroso, pero sí fue el que hizo clic en su cabeza. Era el último que le permitía. «Con lo enfadada que estaba, me dije: 'Esto ya no'. Me fui a dormir a la cama de mi madre. A la mañana siguiente, nos levantamos todos temprano, sobre las ocho, y empezó a escribirme por Instagram. Decía que le parecía muy fuerte lo que yo estaba haciendo, que cuando se fuese mi madre me iba a enterar, que se iba a liar parda...».

Ella trató de convencerlo de que se marchara, que se fuese por las buenas, pero él no aceptaba. Y el tiempo avanzaba en su contra. «Mi madre se iba a trabajar a las once y pico. Ya eran más de las nueve y yo no quería quedarme sola con él, así que se lo conté. Le dije: 'Mamá, no lo soporto, no lo aguanto más. Estoy cortando con él y no se va'».

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Ana estaba terminando una tarta que debía entregar esa mañana: «Le pregunté qué había pasado, si le había pegado. Ella me contó que le había empujado. Me fui hacia él y le dije que tenía cinco minutos para recoger sus cosas y salir bien de mi casa, o de lo contrario iba a llamar inmediatamente a la policía».

Tanto insistió que, al final, accedió a hablar con él. «Le pedí que me devolviera el dinero que me debía de la tele, el ordenador, los bolsos y la ropa que me rompió. Hicimos cálculos y acordamos unos 600 euros. Encima le dejé que me pagara poco a poco, un día 50 euros, otro 20... Me lo dejaba en el buzón y yo me quedaba en mi casa con la llave echada».

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Aquel día, le dijo que le iba a dar 150 euros mediante el sistema de siempre. Sin embargo, por la noche contactó con ella y le contó que el amigo con el que compartía piso en Benalmádena se había ido a un hotel con su novia y lo había dejado sin llave, por lo que, si salía, no podría volver a entrar. A ella le hacía falta el dinero porque había reservado una tele de segunda mano en Wallapop: «Le propuse dejarlo para el día siguiente, pero él insistió en que tenía que ser esa noche. Decía que si no iba, se lo iba a gastar. '¿En qué, si no puedes salir?', le pregunté yo, y me respondió que comprando comida a domicilio».

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