A María José nunca le gustaron los tatuajes. A José Carlos le apasionaban. «Si por él hubiese sido, se habría hecho el primero con 12 años». Ella lo impidió mientras pudo: «Hasta los 18 años, nada de nada». Nada más cumplirlos, llegó a casa con ... el primero, una cara de mujer que recorría la pantorrilla. Nada discreto, porque nunca se hacía dibujos pequeños.
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Cuando la tinta empezó a extenderse por su cuerpo, como una suerte de biografía vital, María José sólo le puso una norma, que era más bien un consejo de madre. «Hijo mío, ni en la cara, ni en el cuello ni en las muñecas, que en los trabajos nunca se sabe». José Carlos lo respetó, al menos durante un tiempo.
Un día, llegó con unas letras muy sutiles en rojo, a la altura de la nuez, en las que podía leerse la palabra 'mamá'. Para rematar la faena, se tatuó en un lateral del cuello 'Ti amo', en italiano, y en el otro lado 1966, el año de nacimiento de su madre. Al verlo, María José no supo si tortearlo o comérselo a besos.
Hablaron a última hora del sábado. «¿Qué vas a hacer, hijo?», le preguntó ella por teléfono. «No lo sé, igual salimos un rato, pero todavía no es seguro». Al poco tiempo le confirmó el plan y ella le preguntó si necesitaba dinero. «Mamá, lo que tú puedas». Dice María José que José Carlos era así, no era un chico exigente. Ella le hizo un bizum de 50 euros. «Gracias mamá», le escribió pasadas las once sin saber que ese sería su último mensaje.
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El domingo amaneció soleado. María José se fue a dar un paseo por la arena de la playa. Su madre, que tiene 88 años, y que era la debilidad del nieto, se quedó en casa. Caminaba por las pequeñas calitas de Pedregalejo cuando sonó el móvil. Serían, de nuevo, las once. Reconoció el número porque era de un amigo de su hijo. Cuando fue a responder, se cortó.
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En ese momento, pensó que su hijo se habría quedado sin batería y había tenido que pedir un teléfono, así que lo llamó directamente a él. Al ver que no respondió, llamó de nuevo al amigo, que ahora comunicaba. Insistió a ambos. Nada. Su móvil volvió a sonar. Esta vez no conocía el número. Era la policía, que estaba en la puerta de su casa. Su madre, anciana y con problemas de oído, sólo acertó a darle a los agentes el papelito que su hija le deja siempre en la entrada con su teléfono apuntado, por si ocurría algo.
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«Les pregunté: '¿Es mi hijo? ¿Qué ha pasado?'». Los policías no quisieron aclararle más y le pidieron que volviese a su domicilio para reunirse con ella. «Ese camino desde la playa hasta mi casa fue el más largo. Se me hizo eterno. Volví a llamarlos, pero no me decían nada». La estaban esperando en la esquina. Allí le dijeron que su hijo había sido atropellado junto a varios amigos después de una pelea en la puerta de la discoteca. Que el resto estaba en el hospital. Pero José Carlos había fallecido.
Más tarde supo que, en realidad, su hijo había sido asesinado. Que lo atropelló adrede el conductor de un Volkswagen Golf blanco ocupado por otros tres jóvenes. Ayer, el responsable de su muerte ingresó en prisión, mientras que el copiloto, también detenido, quedó en libertad con cargos.
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María José estuvo ayer en los juzgados para saber qué decisión tomaba la magistrada. En la puerta de la Ciudad de la Justicia, pasadas las tres de la tarde, aguardaba un grupo de amigos de José Carlos y una reportera de televisión. A ellos les pidió que se marcharan a casa y a ella le dijo que no iba a hacer declaraciones. Sólo accede a esta entrevista, que pretende que sea la primera y la última, porque quiere dejar un mensaje.
En realidad, varios.
No tiene ánimo de venganza, porque la violencia es, precisamente, lo que les ha traído hasta aquí. «Sé que hay amigos que lo querían con locura. No quiero que hagan ninguna tontería. Ni los amigos de amigos. Les pido a todos que respeten la memoria de mi hijo José Carlos y a mí como madre. Él no era así y las represalias no sirven de nada. Como madre, yo soy la que tiene más derecho a pensar así, y no lo voy a hacer. Dejemos trabajar a la policía y a la justicia. No quiero ni más o menos años, sólo lo que marque la ley. Para mí siempre serán pocos, por mí que se pudrieran en la cárcel ».
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María José agradece las muestras de apoyo y de cariño, como la concentración de hinchas del Frente Bokerón a las puertas del Hospital Regional, donde permanece ingresado Adrián, un amigo de José Carlos que fue atropellado cuando trataba de socorrerlo. Esa es, sostiene, la única vinculación de su hijo con el frente: algún amigo que sí era integrante y que, de vez en cuando, lo invitaba a ver un partido. «A él ni siquiera le interesaba mucho el fútbol, creo que era del Barça», matiza, sin demasiada seguridad, lo que da fe de la poca afición que tenía.
María José aprendió de su hijo a huir de los prejuicios y pretende también que, con esta entrevista, José Carlos no quede atrapado en ellos. Que los tatuajes no eclipsen que era un chaval normal, de barrio, muy respetuoso, amigo de sus amigos, y muy querido por todos ellos. En el cementerio, alguien se le acercó, no recuerda quién, y le dijo: «Gracias a tu hijo, he aprendido a no catalogar a la gente por su apariencia».
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«Era el hermano de todos. Su grupo ha estado tres días en la puerta de mi casa. No imaginas las muestras de cariño ayer -por este martes, 17 de mayo- en Parcemasa. No podía haber ni más amor, ni más lágrimas ni más flores. Tiarrones llorando como niños. Las coronas no cabían en la sala. Ahí se ve el tipo de persona que era».
No quiere que el caso de su hijo se convierta en un circo mediático. «Hay una persona que ha muerto y una familia destrozada. No voy a hablar con nadie más ni a dar más entrevistas. Sólo pido que respeten mi dolor y que me dejen empezar el duelo de mi hijo», afirma María José, que añade, en alusión a las declaraciones de testigos y víctimas que están apareciendo en los medios: «Si realmente lo querían, que respeten esto. El que hable, que lo haga de su experiencia, pero no de mi hijo».
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Porque de su hijo, dice, sólo debe hablar ella.
Llevaban un par de años casados cuando José Carlos (José por su padre y Carlos por su abuelo materno) vino al mundo. Ella tenía 30 años y era dependienta de Zara, donde llegó a ser encargada. Él, propietario de una funeraria. La vida, nada más sonreírles, les puso la primera zancadilla. A Pepe, el padre, le diagnosticaron un tumor cerebral. El hijo nació en enero y él murió en agosto. «No tenía ni ocho meses», cuenta María José, que a partir de ese momento tuvo que enfrentarse sola al mundo.
Bueno, sola en realidad, no. «Tuve mucha suerte de tener a mis padres conmigo», confiesa. Los abuelos se convirtieron en padres y a María José le creció un hijo, un hermano y un amigo. «Cuando José Carlos se duchaba y usaba ocho toallas, mi padre me decía: '¡Dile a tu hermano que las recoja!'. Yo le respondía: 'Querrás decir mi hijo...'. Él se reía. Ahora entiendo por qué. Él (su abuelo) lo veía como a un hijo y, por tanto, como mi hermano».
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El abuelo era famoso en El Ejido y en Capuchinos porque se pasaba el día paseando al nieto en el cochecito de bebé. Cuando José Carlos creció, lo llevaba y lo recogía a diario del colegio. Para la abuela, era «su niño»; prácticamente lo crio ella porque su hija tenía que trabajar. «Se adoraban. No imaginas lo pendiente que estaba de su estado de salud, tenía locura con ellos», expresa Javier, el hermano de la madre. La muerte del abuelo, hace dos años, fue un mazazo para José Carlos, que se tatuó su cara en un muslo. Al lado, pidió que escribieran: «Mi héroe».
Estudió en Salesianos y de niño practicó fútbol, baloncesto y natación, aunque no era muy amigo de los deportes de equipo. De adolescente se aficionó al skate y también pasaba ratos libres jugando a la Play. No terminó el instituto. «Me tenía negra con los estudios. Intentó hacer un módulo de mecánica, que fue la profesión de mi padre, pero no le gustó. Lo que sí puedo asegurarte es que era un trabajador buenísimo. En todos los empleos que tuvo quedaron muy contentos con él. De hecho, muchos compañeros estuvieron el martes en el cementerio».
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María José lo define como un chico serio, de buen corazón y muy «protector» con las personas que le importaban. «Era reservado, pero a mí no me ocultaba nada. Me contaba todo lo que hacía y lo que pasaba, teníamos muchísima confianza. No tenía la capacidad de mentir. Hay madres que dicen que no se puede ser amigo de un hijo. Nosotros sí lo éramos», relata la mujer, que se rompe al mirar los mensajes que su hijo le enviaba, como una foto que cogió de Facebook de una pintada en un muro en la que podía leerse: «Mamá, dúrame toda la vida, por favor».
Y se rompe aún más cuando cae en la cuenta de que José Carlos estaba ahora mejor que nunca. En enero cumplió 25 -y no 23, como se ha dicho hasta ahora- y había empezado a cuidarse, a ir al gimnasio... «Yo estaba muy contenta. Lo veía y pensaba: 'Qué cambio más grande ha dado'».
Su tío Javier recuerda algo que José Carlos solía decir y que ahora suena a una terrible premonición. «Tenía el presentimiento de que iba a morir joven, como le ocurrió a su padre. Solía decir: 'Verás como me pase lo mismo'». Ella agacha la cabeza al escuchar a su hermano y suelta: «Y así ha sido».
A María José nunca le gustaron los tatuajes. A José Carlos le apasionaban. «Ahora tengo claro que voy a hacerme uno. No sé cuál, ni dónde. Pero llevará sus iniciales».
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