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La incertidumbre de vivir con ELA a los 24 años

La incertidumbre de vivir con ELA a los 24 años

Esta es la tercera enfermedad neurodegenerativa más común. En España se diagnostican 900 casos al año y Lucas Agustín Azpitarte espera la respuesta a las pruebas desde hace meses

ana jiménez

Martes, 21 de junio 2022, 00:35

Quieto. El cuello, la espalda, los brazos, el tronco y las piernas. Todo en plena quietud menos los dedos de los pies, la boca y los ojos. La cama mecánica en la que está tumbado, unido a los múltiples aparatos pegados a la pared, hacen que la habitación del joven de 24 años se asemeje a la de un hospital. El sol de la calurosa tarde en Vélez-Málaga se cuela por la ventana, iluminando la camiseta con el lema 'Just do it!', una verdadera declaración de intenciones. Esta es la historia de una persona, Lucas Agustín Azpitarte, y de una enfermedad, la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA): «A mí no me han dicho como tal 'tienes ELA', pero muchos síntomas coinciden. Llevo meses esperando los resultados de las pruebas».

La ELA es la tercera enfermedad neurodegenerativa más común a nivel mundial, aunque es considerada como una de las 'enfermedades raras' debido a su baja incidencia, 1 o 2 enfermos por cada 100.000 habitantes, según los datos de la Sociedad Española de Neurología (SEN). A nivel nacional, se diagnostican en España alrededor de 900 casos al año, aunque el retraso del diagnóstico se sitúa en unos doce meses, y en algunos casos puede alcanzar los dos o tres años sin un diagnóstico claro. La enfermedad aparece de forma esporádica y ataca solamente a las neuronas motoras, por lo que la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato no se ven afectados. Solo existe un tratamiento médico con efectos moderados, aunque el trabajo con logopedas, fisioterapeutas y otros especialistas ayudan al cuerpo del paciente. Da igual como haya sido tu vida antes, porque la ELA le da un giro de 180º: «No recuerdo cómo era un día normal. Lo que más me afecta es lo de que no tenga cura como tal».

La vida antes y después de la ELA

Lucas Agustín Azpitarte jugaba al fútbol desde pequeño, cuando con 5 años se mudó desde Argentina a Málaga con su familia. El deporte se convirtió en parte del que era su día a día, desde montar en bicicleta a correr o nadar: «Incluso me gusta ir de pesca, es muy relajante», comenta con la mirada en el pasado y el cuerpo del presente. La pandemia supuso el punto y final al deporte, al trabajo y a parte de su vida: «Todo comenzó con una parálisis del brazo izquierdo. Creía que era una contractura o algo similar, pero me dolía mucho durante varios meses y prácticamente no podía usarlo. Al final resultó ser un problema neuronal. Me mandaron unos medicamentos específicos para la ELA y en unos meses ya estaba prácticamente en cama sin poder moverme».

La cabezonería de la que presume con una media sonrisa le llevo a acelerar el motor de su vida a 100 antes de que la enfermedad lo pusiese a 0, como declara el padre, Carlos Walter Azpitarte: «Me dijo que iba a irse a Guadalajara a vivir con la novia. Yo le decía que no, que era una locura y que no podía conducir con un brazo paralizado. Un día me llamó diciendo que ya estaba allí y me dijo: 'papá en unos meses no se si voy a poder andar o hablar y quiero saber qué es vivir solo, en pareja, aprovechar que ahora estoy más o menos bien». Tres meses después, las escaleras supusieron un problema y los pasos, cada vez más débiles, le llevaron de vuelta a casa de sus padres.

Los peldaños de su vida se fueron haciendo cada vez más grandes y difíciles de superar, tanto a nivel físico como a nivel emocional. Tras sus ojos se esconden momentos que quedaron atrapados en el pasado, vivos aún por la esperanza de realizarlos en un futuro, sobre todo al lado de su pareja: «Ella hace mucho por mí. Ha estado siempre a mi lado en los hospitales y en casa. Le he prometido que lo primero que haría si volviese a andar sería casarnos».

El afán de superación del joven ha hecho que lo que parecía imposible se hiciese posible: «Cuando me hicieron la traqueotomía me decían que no volvería a hablar nunca más. Insistieron mucho, demasiado, en que me la hicieran y yo me empeñé mucho en conseguir hablar de nuevo». Con una pausa para saborear su victoria, destaca: «Y lo he conseguido». Es por estos momentos que el diagnostico de ELA no es claro en su caso: «De las primeras cosas que se pierde es la capacidad de glucción y de habla, y Agustín come bien, muy muy bien», señala el padre del joven en tono jocoso, rozando el positivismo con la yema de los dedos gracias a cada detalle que pueda descartar una sentencia como es la Esclerosis Lateral Amiotrófica, como también hace su madre, Patricia Edith Ferreyra, y sus tres hermanos: «Su hermana mayor, que vive en Guadalajara, viene cada fin de semana que puede. Ella siempre dice que es por si acaso es el último que le puede ver», comenta con las emociones contenidas tras los dedos entrelazados de sus manos.

La mirada se dirige al gran armatoste negro al final del salón, una enorme silla de ruedas que empuja al padre a dar la siguiente anotación: «No puedo no dar las gracias a la asociación adELA, que nos ha ayudado muchísimo con los tratamientos y la silla de ruedas, ahora estamos pendientes de que nos ayuden con los gastos un fisioterapeuta adicional». La luz de la esperanza, aunque tenue, sigue alumbrando a Lucas Agustín Azpitarte trayéndolo a la vida cada mañana. Pero su cuerpo, con el que ha salido de fiesta, hecho deporte y ha amado se ha convertido en la prisión de su alma: «Estoy harto de estar aquí. Duermo mal, fatal. Tengo más miedo a que se me pose una mosca encima por lo molesto que es no poder quitármela que a la eutanasia». Los posibles «si me recupero» han convertido la quietud de su cuerpo y la agitación de su alma en una constaste lucha entre el yin y el yang, entre quedarse aquí o marcharse, entre la vida y el más allá.

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