Pocos trabajos se han complicado más que el de un nutricionista al planificar las dietas semanales en un colegio. Hoy en día es raro el niño que puede comer de todo y sin restricciones. Una lluvia de alergias e intolerancias ha convertido el momento del ... almuerzo en una cuadratura del círculo al que padres y comedores escolares se enfrentan a diario. El reto no parece pequeño pero lo peor es que va a más, en los últimos veinte años el número de españoles afectados se ha triplicado, una tendencia que no parece cambiar.
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Muchas veces se nombran indistintamente como si fueran el mismo proceso pero aunque compartan algunos síntomas: dolor de barriga, hinchazón, retortijones, nauseas… Se trata de dos afecciones diferentes. En las intolerancias hablamos de un problema metabólico o digestivo donde alguno de los enzimas que regulan nuestra digestión muestra un déficit o un mal funcionamiento. En las alergias el problema es inmunitario, es decir, nuestras defensas andan con un despiste monumental y confunden inocentes alimentos con peligrosos matones a los que hay que aplicar un severo castigo. Esto puede dar lugar a la aparición de otros síntomas más preocupantes como: urticaria, asma, eczemas o el temido shock anafiláctico.
Son más de 17 millones de europeos los afectados por las alergias alimentarias, de ellos 2,5 tienen menos de 25 años y son precisamente estos los que presentan reacciones más graves. Son muchos los alimentos que protagonizan estas reacciones con un liderato de las frutas seguidas de frutos secos y marisco. Sí, las frutas, al contrario de lo que mucha gente cree estas son el principal alimento alergénico provocando un 44,7% de los casos, debido a que contienen proteínas como la profilina y la LTP, aunque en bebes y en niños pequeños suelen tener más frecuencia las alergias a la leche, el huevo o los frutos secos.
Si bien la anafilaxia no es la reacción más habitual, si es la más grave y potencialmente mortal. Esto puede condicionar la vida del paciente, especialmente si son niños, ya que en los días de los alimentos procesados y ultraprocesados las proteínas de la leche pueden aparecer en unas salchichas, albúmina del huevo en el paté o salsa barbacoa con trazas de frutos secos. Obligando a padres o a los propios niños a transportar un verdadero botiquín: antihistamínicos, aerosoles, corticoides o adrenalina.
Vemos que no es nada simple, para los peques, convivir con tales limitaciones en un mundo donde la contaminación cruzada puede ser tan fácil como que un niño comparta el tenedor con su compañero. Esto conlleva unas determinadas restricciones, algunas muy severas, en la vida social del menor: cumpleaños, comedores escolares, recreos…
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Lo cierto es que no hay una respuesta clara. Se trata de una convergencia de factores que aportan, cada uno, su cuota de responsabilidad. Empezando por la contaminación ambiental y los alimentos procesados que afectan de forma negativa a la flora intestinal, así como el cambio a una dieta donde los hidratos de carbono refinados, azúcares y las grasas de mala calidad tienen cada vez más protagonismo.
Sabemos que estos actores pueden alterar el comportamiento de nuestro sistema inmunitario pero es la teoría higienista la que más y mejor podría explicar este desajuste de nuestras defensas en el mundo occidental. Se trata de achacar al exceso de higiene del entorno donde nos movemos la sobreactuación de nuestra policía.
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No podemos olvidar que somos el producto de millones de años de evolución y que la exagerada limpieza y los entornos asépticos solo son habituales desde hace unos 70 años. Sería algo así como tener a la sexta flota del ejército de los EEUU, preparada para luchar en los peores escenarios, amarrada a puerto durante meses o años. La falta de acción y el aburrimiento harían mella en la moral de la tropa y los transformaría en hipersensibles a cualquier circunstancia ya sea una sirena de una barco entrando a puerto o un repartidor de pizzas que se acerca por las inmediaciones. Esto desataría un ataque injustificado que conllevaría daños de diferente importancia en el propio puerto. Es cierto que esta teoría tiene algunas lagunas y pocas evidencias científicas pero estudios como el que se hizo con la población amish y que publicó el The New England Journal of Medicine, apuntan en ese dirección ya que se comprobó que los niños de estas comunidades, que estaban en contacto con animales y vivían de una forma directa con la naturaleza, padecían menos alergias que la población normal.
Como vemos tenemos relatos individuales pero carecemos de la foto de conjunto. Así que no sabemos con certeza lo que está provocando este alarmante aumento de casos. Pero eso no quiere decir que no exista toda una batería de medidas con, cada vez, mejores perspectivas.
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La introducción temprana de los alimentos es una estrategia que está dando buenos resultados y a priori va en contra de las recomendaciones tradicionales. La incorporación paulatina, en pequeñas dosis y bajo control médico es una práctica tradicional que se realiza cuando el alimento ya ha dado la cara como alergénico. Pero el tratamiento que más y mejores estadísticas revela son las vacunas y la inmunoterapia oral, estrategias terapéuticas que pueden empezar en el momento del diagnóstico aunque se trate de bebes de meses.
Este complejo problema no tiene un solo origen ni una única solución y sus perspectivas de crecimiento en los próximos años son alarmantes. Las buenas prácticas por parte de la industria alimentaria serán esenciales, pero de la sensibilidad e ingenio de la comunidad científica y de la diligencia y sentido común de los padres dependerá que este problema se encauce en vías de solución o adquiera aspecto de temida epidemia.
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