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Hace unos años acarreaban fama de sustancias cancerígenas. La verdad es que dicha acusación parecía encajar. Se trataba de sustancias de síntesis artificial que, además, tenían una nomenclatura altamente sospechosa. Nada menos que una «E» seguida de un turbio número. A esto se le unió ... la publicación de un estudio que relacionaba su consumo en ratones con la aparición del cáncer de vejiga. No se necesitó nada más para redactar su sentencia.
El tiempo desmintió estas apocalípticas predicciones. El estudio no era extrapolable a humanos. Las cantidades consumidas por los ratones eran un disparate inimaginable en humanos y resultó que este tipo de sustancias eran, paradójicamente, de las más estudiadas por parte de las autoridades sanitarias antes de recibir el «ok» para su comercialización. Esto coincidió con una nueva visión de los azúcares añadidos, que sustituyeron a las grasas como los verdaderos malos de la película. Así que todos contentos, teníamos un sustituto seguro para el nuevo demonio de la alimentación.
En 2014 el Instituto Weizmann de Rehovot (Israel) publicó un estudio en la revista Nature que dio un giro de 180º a nuestra visión sobre los edulcorantes artificiales.
En concreto se fijaron en la sacarina, el aspartamo y la sucralosa. Los resultados fueron sorprendentes. Resulta que estas sustancias pasan por el tracto digestivo sin ningún tipo de transformación ni absorción y por esta razón no aportan calorías. Pero debido a esto llegan intactos hasta el intestino. Los alimentos que comemos regulan la flora intestinal y en el caso de estos edulcorantes su acción no solo no es ajena sino que llegan a cambiar la proporcionalidad de especies en dicha flora. Esto se traduce en un aumento de los niveles de glucosa en sangre y un aumento en el riesgo de padecer diabetes tipo II, es decir, propician aquello que pretenden evitar.
Una reciente publicación en la misma revista confirma estas interacciones a nivel de nuestro colon. En este caso se trata de una superbacteria. Sí, una de esas que se ríe de los antibióticos y causa miles de muertes anualmente. En concreto el «Clostridium difficile». Un supervillano que con solo nombrarlo pone los pelos de punta a cualquier intensivista de nuestros saturados hospitales. Según el artículo publicado ha sido la implementación de la trehalosa como un aditivo alimentario habitual en la dieta humana lo que ha fortalecido a los dos linajes más tóxicos de esta bacteria. Algo que podría estar detrás del aumento de infecciones de esta temible célula. La trehalosa es uno de los muchos edulcorantes artificiales que emplea la industria alimentaria en helados, galletas, embutidos... Así que resulta complicado librarse de él.
Durante muchos años hemos pensado que el problema eran las calorías. Así que si conseguíamos el mismo dulzor (o más) sin apenas calorías habríamos cuadrado el círculo. Parece ser que tras millones de años de evolución nuestro cerebro relaciona la percepción del sabor dulce con un determinado contenido calórico. Si esto no es así se produce un engaño metabólico al que nuestro cuerpo no responde demasiado bien. Es decir, nuestro cuerpo actúa como si se tratara de un alimento o una bebida calórica rica en azúcares con su munición habitual: Producción de insulina, alta actividad hepática, síntesis grasa… Pero el azúcar no está realmente de forma que hemos activado unas potentes armas fisiológicas para no dispararlas. Las consecuencias de esto deben ser estudiadas en profundidad pero no parecen nada buenas según anticipa un reciente estudio de la Universidad de Yale
Sí lo sé. Todo es un enorme lío. El azúcar añadido es un desastre pero sus sustitutos tampoco parecen de fiar. Es cierto que es necesario seguir investigando y profundizar en alguna de las ideas que en este artículo se han planteado. En plenos años veinte, del siglo XXI, nuestra dieta se parece cada vez más a un perfecto sudoku del que desconocemos sus consecuencias, donde la investigación honesta nos señala el único enfoque del que poder fiarnos.
Es posible que dicha investigación matice, en los próximos años, lo que sabemos (para bien o para mal) pero no estaría de más ir recuperando el umbral del gusto, tan alterado por dietas ricas en ultraprocesados, con un alto contenido de sal, grasas y azúcares. Una dieta basada en alimentos frescos y con un bajo contenido en edulcorantes del tipo que sean nos permitirá recuperar esa sensibilidad de nuestro paladar y que alimentos tan saludables como la verdura de temporada pasen de ser insípidos a un manjar aromático y sabroso.
Ya, parece un paso radical pero igual empezamos a descubrir que la fruta madura y de temporada no necesita nada para potenciar su dulzor o que el café, sin azúcar o edulcorantes artificiales, sabe realmente a café, toda una revelación.
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