Vivimos una época en la que todo lo que suene a tecnológico tiene carga de sospecha. Si encima esa tecnología es aplicada a lo que nos comemos, el reproche social puede ser mayúsculo.
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Vale que los productos ultraprocesados invaden los lineales de los supermercados y ... esto es una pésima noticia, porque son alimentos que suelen ser un compendio de harinas refinadas, azúcares, indeseables grasas y exceso de sal. Pero esto no nos puede hacer pensar que cualquier manipulación del alimento es una perversión del mismo. Si ha existido una pieza clave en la evolución humana esta ha sido la transformación alimentaria.
Si algo marcó nuestra evolución como prehumanos fue nuestro incremento constante en el consumo de energía. La principal razón de esta mayor necesidad calórica fueron nuestros continuos cambios anatómicos. Cada vez éramos una especie de mayor tamaño, pero el principal problema es que íbamos potenciando el desarrollo de un órgano que necesita más energía que un Ferrari subiendo una cuesta. Ese órgano era el cerebro y sus cifras impresionan: un cerebro humano consume más del 20% de la energía total diaria con solo un 2% del peso corporal.
Procesar los alimentos y cocinarlos incrementaba enormemente nuestro acceso a la energía que atesoran. Muchos cereales, tubérculos o legumbres son directamente indigestos para nosotros en crudo, cuando no tóxicos. Algo que cambia radicalmente si les aplicamos calor. Así, una patata cocida es 20 veces más digerible que una cruda.
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El crudiveganismo o determinadas variantes de las dietas paleo otorgan todo tipo de propiedades, algunas casi mágicas, al hecho de digerir los alimentos crudos. El argumento es sencillo: hace seis millones de años, nuestros antepasados frugívoros no cocinaban los alimentos; de forma que es lo más natural y, en consecuencia, lo más sano. Los alimentos crudos no alteran su composición y no pierden sus vitaminas ni desnaturalizan sus enzimas. Esto se extiende, incluso, a la bebida. Leche cruda o aguas sin tratar también son una maravilla para los seguidores de estas corrientes.
Esto afecta también a nuestras mascotas. Corrientes como la dieta BARF promulgan que lo mejor para nuestros perros y gatos son los alimentos crudos, dando por hecho que los dueños conocen la mejor proporción de nutrientes para estos y que sus sistemas digestivos siguen exactamente igual que cuando eran lobos o felinos salvajes. También que son inmunes a los microorganismos y que, cómo no, todo perro que se precie se pirra por un buen hueso.
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La otra pata que explicaría la moda de lo crudo sería la del sabor. Tartares, ceviches, tortilla de Betanzos, piezas de carne a las que solo se les presenta la sartén… Aquí entramos en el terreno de los gustos personales e incluso de cierto elitismo gastronómico. Algo que se inició con la cocina japonesa y que no para de aumentar.
Lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor solo es válido para los nostálgicos y los romanos del siglo V. Rememorar la supuesta dieta de un primate antropomórfico de hace millones de años para implementar nuestras necesidades actuales es pintoresco y absurdo, porque esas necesidades han cambiado y nuestra fisiología también. Ninguna de las civilizaciones conocidas, por primitivas que fueran, prescindió de los tratamientos térmicos en su alimentación. Ya he comentado la mayor disponibilidad energética, pero también suponía atesorar más tiempo libre. Hay mamíferos que necesitan comer muchas horas al día para ser capaces de extraer la energía suficiente de los alimentos o acompañar las digestiones de prolongadas siestas para poder procesar la indigesta pitanza. Los koalas o elefantes son buenos ejemplos, pero también hay primates que emplean más de siete horas diarias en llevarse cosas a la boca.
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Pero si hay un argumento de peso para mirar lo crudo con cuidado, y más en verano, es el de la seguridad alimentaria. Pensemos que los alimentos suelen ser sustratos perfectos para el desarrollo microbiano y este, si se dan las condiciones adecuadas, puede ser exponencial.
Alimentos como el huevo nos ponen en alerta con respecto a la elaboración de mahonesas, pero por alguna razón no vemos el mismo peligro en los pinchos de tortilla medio crudos que pueden llevar tiempo en la barra del bar con una colonia de salmonella, la mar de feliz, en su interior.
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Los ceviches o tartares tampoco suponen una especial preocupación. ¿De verdad es un plato para pedir en cualquier sitio aunque no conozcamos la devoción que tiene dicho local por respetar la frescura de los alimentos y la cadena de frío, por ejemplo?
Carnes cada vez más crudas sin ni tan siquiera conocer el estado higiénico del cuchillo con el que se cortan las piezas. O hamburguesas poco hechas, cuando pocos alimentos son más susceptibles de contaminarse que la carne picada, ya que multiplica la superficie susceptible de ser contaminada.
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Pescado crudo en la infinidad de opciones que Oriente nos ofrece (sushi, nigiri, sashimi…) no estaría de más ver si cumplen la normativa sobre anisakis, las medidas de higiene de sus manipuladores o el tiempo de vida de las piezas de pescado una vez descongeladas.
Una vez que nos libramos de pensamientos mesiánicos entorno a la comida cruda que reivindican el pasado glorioso de nuestros estómagos entorno a una serie de patrañas podemos racionalizar su consumo, porque es cierto que algunas sugerencias gastronómicas son pura delicia. Pero no estaría de más confiar dichas elaboraciones a locales de nuestra absoluta certidumbre y cocineros con una formación solvente en seguridad alimentaria.
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Escherichia, samonella, listeria o campylobacter son bacterias de lo más naturales sin conservantes ni colorantes pero que en determinados casos pueden llegar a ser mortales. Así que sería sensato situar el elogio a lo natural en su correcto lugar y no en una verborrea demagógica de cuatro indocumentados que pueden costar muchas vidas.
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