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Salvador Salas
¿Cómo se nos ocurrió empezar a comer marisco?

¿Cómo se nos ocurrió empezar a comer marisco?

Llegó a ser un alimento para pobres que no valía ni lo que costaba sacarlo del mar, así que no era de extrañar que terminara como abono

Domingo, 5 de enero 2020, 00:30

En navidad son los más buscados. Dentro del término «marisco» entra, prácticamente, cualquier invertebrado marino que nos echemos a la boca, aunque dominan moluscos y crustáceos. Estos últimos pertenecen a los artrópodos cuyo nombre en latín nos informa de la costra que los recubre.

Aunque siendo sinceros, son un rato feos. ¿Quién no se ha servido de la sentencia «cuñadista», antes de dar buena cuenta de un fruto del mar, de que «no tenía que tener hambre el primero que le dio por comerse uno de estos»?

El Homo oportunista

El proceso de hominización fue muy complejo y plagado de buenas y malas decisiones. Lo cierto es que esos grupos de prehomínidos, que se bajaron de sus árboles debido a un cambio climático en el África ecuatorial, tenían todas las papeletas para extinguirse. Hace unos 10 millones de años, el Valle del Rift africano comenzaba a abrirse y eso lo cambiaría todo. Las nubes del Índico ya no llegaban y lo que era una tupida selva pasaba poco a poco a convertirse en una sabana; las poblaciones de primates atrapadas en esta trampa lo tenían mal o muy mal. De entre las enormes peripecias que se tuvieron que desarrollar para la jugada les saliera bien, la del cambio de dieta era de las importantes.

Convertir a un animal eminentemente frugívoro en omnívoro debió de requerir años y una urgente sensación de necesidad. Lo de omnívoro es una forma de hablar elegantemente científica, pero de lo que se trataba era de ser oportunista, de no desperdiciar ninguna de las calorías que te ofrecía la naturaleza por muy repugnante o vomitivo que fuera el envase. Esto se tradujo en ser carroñeros mucho antes que cazadores y en intentar darle un bocado a cualquier bicho o cosa que tuviera aspecto de comida incluido lo que salía del mar.

Pruebas en la historia

Podemos imaginar que el proceso de ensayo-error sería arduo y complicado. No pocos caerían muertos por intoxicaciones pero paso a paso el conocimiento se fue transmitiendo. Son numerosos los restos de conchas y exoesqueletos de crustáceos encontrados en cuevas y asentamientos prehistóricos. La importancia de este alimento en nuestro desarrollo está todavía por determinar, pero no sería de extrañar que ocupara un papel preponderante debido a su alto contenido en proteínas.

Las crónicas romanas y los lienzos medievales atestiguan su consolidación como opción alimenticia en épocas más recientes. El propio Emperador Carlos V tenía un correo diario de ostras frescas para su retiro en Yuste, algo que su acusada gota no agradeció en exceso.

Naturalezas muertas como la Willem Claesz Heda, donde aparece una bandeja de ostras, o la de Abraham van Beyeren, en la que destaca un bogavante, muestran que la pintura tampoco fue ajena.

Alimento para pobres

Los primeros colonos europeos que llegaron a Norteamérica se encontraron una enorme cantidad de langostas en sus costas; de hecho, eran tan abundantes en Canadá y Nueva Inglaterra que se llegaban a acumular en las playas de la colonia 'Massachusetts Bay' en montones que alcanzaban la altura de las rodillas. Se consideraban indeseables y un estorbo para la pesca. Su principal salida comercial era como alimento para el ganado; no en vano eran conocidas como las «cucarachas del mar». Los menús de las prisiones del siglo XVIII y XIX estaban cuajados de platos con langosta y la servidumbre exigía que no se le diera de comer langosta más de tres días a la semana.

En España no era muy diferente. Zonas como Galicia producían mucho más de lo que se consumía. Era un alimento para pobres que no valía ni lo que costaba sacarlo del mar, así que no era de extrañar que terminara como abono. El escritor Álvaro Cunqueiro decía que el mejor vino para acompañar el marisco era el de Betanzos, porque las parras crecían en tierras abonadas con nécoras, centollos y percebes.

Alimento para ricos

Esta situación se extendió ya entrado el siglo XX. En EE UU la langosta se empezó a enlatar consiguiendo que la población de interior conociera su sabor, el turismo en la zona de Maine también la dio a conocer y el consumo por parte de actores de cine terminó por catapultarla a la fama y al disparate pecuniario.

En España la cosa tuvo menos glamur. La Iglesia proclamó la Navidad fiesta solemne con vigilia de ayuno y abstinencia, obligando el día anterior a hacer una sola comida y sin carne. En las zonas de interior era un problema, pero en las zonas costeras se optaba por buenos pescados y mariscos. España no tenía infraestructuras para trasladar de forma masiva los productos del mar al interior.

Los años de plomo de la postguerra daban duro y la mayoría de las familias no estaban para ni el más ligero de los dispendios. La llegada de los 60 cambió el paso: España era el país que más crecía económicamente tras Japón, las vías de comunicación se mejoraron y apareció el transporte refrigerado. Cóctel perfecto porque la prohibición de la iglesia, de comer carne, se mantuvo hasta el 66. Lo demás se lo pueden imaginar: modas, consumo masivo, escasez de producto y subida de precio.

Saber que hoy pagamos un dineral por lo que hace tan solo unas décadas servía de abono puede encender a más de uno en la cola de la pescadería, pero igual sirve de consuelo pensar que nosotros estemos haciendo algo parecido con los manjares del futuro. No, no me refería a un extraño abono que estemos utilizando en la actualidad, pero si a multitud de bichos que hoy en día solo nos despiertan asco, antipatía o deseos homicidas. Sí, los insectos.

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