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Los primeros registros sobre el escorbuto se pierden en la memoria de los tiempos y es imposible datar un origen exacto. Existen crónicas compatibles con esta enfermedad en la época del antiguo Egipto y son incuestionables los testimonios que nos quedan de la Grecia de ... Hipócrates. De hecho su presencia era más que habitual en guerras y asedios de todo tipo pero lo cierto es que su importancia se diluía una vez superada la época de crisis y se achacaba al hacinamiento, impureza del aire o falta de higiene. Su problemática innegable se visualizará a partir de los grandes viajes por mar que se inician en el siglo XV. Algún escrito sitúa a nuestro protagonista en los barcos de Vasco de Gama pero, sin duda, la aparición estelar será en la primera circunnavegación de la Tierra de Magallanes y Elcano.
Se cumplen cinco siglos de la partida de una de las mayores aventuras que ha conocido la humanidad. Una epopeya difícilmente comparable a ninguna otra que enfrentó innumerables vicisitudes como así atestiguan los datos de salida y llegada: unos 260 marinos y 5 naves por 18 supervivientes y un único barco. Es época de conmemorar semejante gesta, aunque llama la atención celebraciones como la de Portugal, país que hizo todo lo que estuvo en su mano para que dicho viaje no progresara ya que ostentaba el monopolio del chiringuito de las especias y no estaba dispuesto a compartirlo. Y es que ese fue el objetivo del viaje, conseguir llegar a las islas de las especias (las Molucas) por una ruta diferente a la de los portugueses.
Magallanes se encargó de convencer al emperador Carlos de que dichas islas se encontraban en la zona española según el tratado de Tordesillas y como la redondez de la Tierra ya se intuía, parecía un buen plan trazar una ruta por el oeste sin necesidad de entrar en conflicto con los portugueses en el este.
En el desarrollo del viaje acontecieron todo tipo de problemas. El ensayo y error para encontrar una ruta hacia el Pacífico fue una constante donde no faltaron los motines y las deserciones. Hallar una vía de salida por el laberinto que supone el «estrecho de Magallanes» significó un enorme reto en medio de terribles condiciones climáticas. De modo que cuando se encontraron de frente con el Pacífico todos respiraron aliviados pero, obviamente, no sabían a lo que se enfrentaban. Estaban a punto de navegar por el mayor océano de nuestro planeta sin la preparación, los suministros ni los buques mínimamente necesarios para culminar con éxito dicha hazaña.
Las penurias que tuvieron que vivir a bordo, durante más de 3 meses sin atisbar tierra, son difícilmente imaginables aunque nos podemos asomar ligeramente a la realidad que soportaron gracias a que uno de los 18 hombres que sobrevivieron fue el cronista de la expedición Antonio Pigafetta. «La galleta que comíamos ya no era más pan sino un polvo lleno de gusanos que habían devorado toda su sustancia. Además, tenía un olor fétido insoportable porque estaba impregnada de orina de ratas. El agua que bebíamos era pútrida y hedionda. Por no morir de hambre, nos hemos visto obligados a comer los trozos de cuero que cubrían el mástil mayor a fin de que las cuerdas no se estropeen contra la madera... Muy a menudo, estábamos reducidos a alimentarnos de aserrín; y las ratas, tan repugnantes para el hombre, se habían vuelto un alimento tan buscado, que se pagaba hasta medio ducado por cada una de ellas... Y no era todo. Nuestra más grande desgracia llegó cuando nos vimos atacados por una especie de enfermedad que nos inflaba las mandíbulas hasta que nuestros dientes quedaban escondidos...».
Para la síntesis del colágeno, una de las proteínas más importantes de nuestro cuerpo, las células deben poder hidroxilar (introducir un grupo hidroxilo «OH») dos aminoácidos la lisisna y la prolina. El enzima que realiza dicha función necesita la vitamina C o ácido ascórbico como coenzima y su carencia impide culminar con éxito la formación de colágeno. Algunos de los síntomas que pueden aparecer son: Encías esponjosas, a menudo provocando la pérdida de dientes, hemorragia de todas las mucosas y en las encías, palidez, ojos hundidos, reapertura de cicatrices curadas y separación de huesos fracturados, hemorragias nasales y finalmente la muerte.
Estos síntomas se convirtieron en una verdadera maldición para los marinos que se aventuraban allende los mares. No hay cifras absolutas pero el número de fallecidos se debe contar en cientos de miles. Una cura casi milagrosa
James Lind es la persona que tradicionalmente ha ostentado el mérito de descifrar el misterio. En 1747 a bordo del «HMS Salisbury» se dispuso a realizar uno de los experimentos más importantes de la historia. Tras 8 semanas de navegación el escorbuto empezaba a cebarse con la tripulación, Lind cogió a 12 marineros afectados y los dividió en 6 grupos de 2 personas cada uno.
A cada grupo le suministró un posible remedio diferente en su dieta diaria. El científico intuía que la solución se podía encontrar en los ácidos así que los suplementos fueron: sidra, elixir vitriólico (ácido sulfúrico diluido), vinagre, agua de mar, dos naranjas y un limón, o una mezcla purgante. Como podemos intuir solo el grupo de los cítricos mejoró, pero fue tal su recuperación que pudieron volver a sus quehaceres diarios. La importancia es doble tanto por las conclusiones del experimento como por el método sistémico y de control de variables que se utilizó en su diseño (sujetos en iguales condiciones comparando igual con igual) algo prácticamente nuevo en su época.
Lo cierto es que Lind no fue el primero en utilizar naranjas o limones como posible solución a «la peste de las naos». Dicho remedio fue aplicado anteriormente por franceses, portugueses o españoles. En los años 80 del siglo XX se encontró en el Archivo de Indias de Sevilla un documento que demostraba que el tratamiento con naranjas y limones era habitual a principios del siglo XVII tanto en el «Galeón de Manila» como en las flotas españolas que allí operaban. Además tras los experimentos del escocés la marina británica todavía tardaría medio siglo en implementar la utilización de zumos de cítricos, entre otras cosas, porque al calentarlos para que no se pudrieran estos perdían sus efectos.
No fue hasta que un discípulo de Lind, el investigador Gilbert Blane, observó que añadiendo un poco de alcohol destilado (ron o ginebra) el zumo conservaba sus propiedades. Todavía quedaba mucho para el descubrimiento de la estructura de la vitamina C y sus propiedades y como en otras ocasiones la ciencia tuvo que avanzar a base de rumores, escritos antiguos, ensayos salvajes pero sistemáticos, más errores que aciertos y algún que otro lingotazo de ron y ginebra.
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