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Profesor de Biología y experto en Tecnología Alimentaria
Sábado, 11 de noviembre 2023, 18:19
Cuando hablamos de hidratos de carbono lo hacemos de uno de los tres macronutrientes junto a lípidos y proteínas. Su estructura puede ser de una enorme complejidad y llegar a sostener los seres vivos más grandes del planeta (los árboles). En su composición predominan el ... carbono, hidrógeno y oxígeno. Pueden aparecer en forma de moléculas únicas o monómeros, como la glucosa o fructosa. Hasta polímeros compuestos por cientos de monómeros como el almidón o el glucógeno. Su principal función es energética, aunque pueden formar parte de la estructura de tejidos como el conectivo o el nervioso y de moléculas tan importantes como el ADN.
Nuestra relación con este macronutriente es compleja en la actualidad, pero no siempre fue así. El proceso de hominización se estira unos siete millones de años en nuestro pasado. Y dicho tiempo no fue de «vino y rosas», precisamente. La lucha por la supervivencia marcó nuestro deambular evolutivo. En esa lucha por la supervivencia, la búsqueda de la energía lo significaba todo. Tanto es así que transitamos de una dieta frugívora a una oportunista, no podíamos desechar ninguna fuente de alimento.
Nos iba la vida en ello de forma que el cerebro aprendió a recompensarnos con el sabor dulce cuando la adquisición de esa energía era, prácticamente, directa. Sí, los alimentos no saben de forma natural, sino que es el sistema nervioso de cada animal el que interpreta el sabor. Solo hay que pensar en el alimento favorito de las moscas o en que no es casualidad que muchas sustancias venenosas sepan amargo.
Es decir, que nuestro cuerpo nos recompensa con el sabor dulce y nos incita a comer todo lo que podamos. Sabemos que cuando empezamos a comer algo dulce ya no podemos parar. Estos mecanismos eran una ayuda importante en nuestra supervivencia pero en la época de la sobrealimentación y de los alimentos hiperazucarados es un auténtico problema. La industria alimentaria lo sabe y no se corta un pelo a la hora de añadir azúcar a casi todo.
Los hidratos de carbonos se encuentran en la naturaleza, de forma mayoritaria, en sus formas complejas: almidón, celulosa, lignina… y cuando aparecen en sus estructuras simples, es decir, dulces. Suelen estar rodeadas de entramados fibrosos que ralentizan su absorción. De forma que nuestro metabolismo no está acostumbrado a la absorción de gran cantidad de azúcares simples libres en el alimento y cuando este entra, prácticamente, no necesita ningún proceso digestivo, por lo que pasa rápidamente a ser absorbido y su excesiva presencia en sangre activa la secreción de insulina y los procesos de almacenamiento. Las reservas normales en forma de glucógeno no son suficientes por lo que pasan a transformarse en nuestra gran molécula de almacenamiento, las grasas. Por otro lado, si este proceso se convierte en habitual el cuerpo empieza a generar resistencia a la insulina teniendo que producir más y entrando en un círculo vicioso que puede terminar derivando en diabetes tipo II y el síndrome metabólico.
De forma que tenemos unos malos de libro. Los azúcares libres y las harinas refinadas que se comportan como si fueran azúcar. Pero como en otras ocasiones, la mala fama de unos pocos salpica a todos. Los hidratos de carbono integrados en el alimento con toda su trama intacta son una excelente opción y el principal componente de frutas, verduras y cereales integrales.
La miel se trata del único alimento, fabricado por insectos, que consume el ser humano. Se trata de un compendio de vitaminas, sales minerales y antioxidantes. Pero sobre todo de glucosa y fructosa por lo que su comportamiento en nuestro organismo es muy parecido al del azúcar del supermercado. De forma que no es una opción saludable para tomar habitualmente, ya que los posibles beneficios del zinc, hierro, vitamina B y C (que no superan el 1% del contenido) no compensan los perjuicios de un azúcar libre tan simple.
Las dietas cetogénicas o keto son aquellas que prescinden, casi, en su totalidad del consumo de carbohidratos. De forma que agotan en pocos días las reservas de glucógeno. Para seguir funcionando, nuestro organismo va a recurrir a la otra gran fuente energía que son las grasas. La metabolización de dichas grasas se va a producir, principalmente, en las células de hígado y riñones. En estas células se sintetizarán unas sustancias procedentes de la degradación de los ácidos grasos conocidas como cuerpos cetónicos. En inglés se denominan «ketone bodies», de ahí lo de dieta keto.
Ese era el objetivo: movilizar grasas. Además se produce una rápida pérdida de peso, porque al perder el glucógeno también perdemos las moléculas de agua que lo hidratan. De forma que tenemos una pérdida inicial de 3-4 kg y encima empezamos a perder grasa a partir de ese momento.
A priori parece el método ideal. Aunque esta opción nutricional se conoce desde hace muchos años y sabemos que no es ninguna panacea. A medio-largo plazo las pérdidas no se mantienen según diversos estudios publicados en la última década. Pero el perjuicio no es solo a nivel de báscula. Privar al cuerpo de lo que nos aportan frutas, verduras, cereales integrales o legumbres, no suena demasiado bien. Recordemos que es el grupo de alimentos que nos proporciona más fibra, vitaminas o sales minerales. También tienen el mayor contenido en compuestos antioxidantes y anticancerígenos.
Los hidratos de carbono no son los malos de ninguna película, aunque a la industria alimentaria le encante que sus peores versiones protagonicen muchos de sus productos. Se trata de un grupo de nutrientes fundamental cuando los consumimos en sus versiones íntegras y no refinadas. Algo completamente necesario a nivel energético y funcional en una estrategia dietética sana.
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