Un usuario lee el contenido de la etiqueta de unos productos del supermercado. Fotolia

¿Cómo defenderte del etiquetado alimentario?

Las etiquetas de los alimentos pueden pasar de ser una aliada del atribulado ciudadano de a pie a un instrumento de confusión al servicio de las grandes corporaciones

Javier Morallón

Profesor de Biología y experto en Tecnología Alimentaria

Sábado, 9 de marzo 2024, 16:33

Hay buenas ideas que pueden ser pervertidas y también abundan los lobos con piel de cordero. Pero lo más dañino, si de confianza hablamos, serían los policías que se corrompen. Que aquello que te tiene que proteger sea lo que te engañe o dañe, aprovechando ... tu credulidad, es un sabotaje en la línea de flotación de cualquier sociedad. Aunque tampoco tenemos que exagerar si tan solo hablamos de alimentos. ¿Seguro?

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El etiquetado alimentario es, se supone, una salvaguarda para los consumidores. Una suerte de innumerables decretos y órdenes que se renuevan para proteger al eslabón más débil de la cadena alimentaria. Pero claro, hecha la ley hecha la trampa. Dicha normativa puede ser retorcida y estirada hasta sus límites, pasando de ser una aliada del atribulado ciudadano de a pie a un instrumento de confusión al servicio de las grandes corporaciones.

Lo básico

En cualquier etiquetado alimentario nos podemos encontrar dos secciones básicas: el listado de ingredientes y el cuadro de nutrientes. En muchas ocasiones, es este último el que miramos con más detenimiento. Parece más técnico y nos da información concreta en gramos y porcentajes. También nos habla de de la cantidad de macronutrientes (proteínas, carbohidratos y grasas) con las vitaminas y sales minerales. Pero, paradójicamente, puede ser el que más nos confunda o consiga blanquear una mala opción nutricional.

Pensemos en un croissant de fabricación industrial. Si miramos el cuadrante nutricional, su porcentaje de macros puede ser muy similar al de una dieta estandarizada (en torno al 50% de carbohidratos, 20% de grasas y 10% de proteínas). De forma que nos llevamos a casa una bolsa de un kilo con la conciencia sosegada y con la tranquilidad de tener solucionadas las meriendas de la semana. Una simple mirada al listado de ingredientes nos habría alertado del disparate nutricional: harinas refinadas, una enorme cantidad de azúcar, aceite de palma…

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El listado de ingredientes puede ser nuestro gran aliado. Y está ordenado de forma decreciente de manera que el primer ingrediente de la lista es el que más porcentaje tiene. Esto nos facilita la decisión. Si vemos que el cacao en polvo para la leche tiene como primer ingrediente el azúcar es que aquello es un desastre en cuanto a su composición. De hecho, este tipo de productos suele tener en torno al 70%, algo así como azúcar coloreada. Una inocente crema de verduras también puede alertarnos si el primer ingrediente que asoma por el listado es la nata.

Trampas por todos lados

Ingesta de referencia. Se trata de unos valores en torno al consumo recomendado en los diferentes nutrientes que componen los alimentos. El problema es que en algunos casos se trata de cantidades completamente desfasadas en base a la evidencia científica. Obviamente, esto le da igual a la industria alimentaria que las va a utilizar si ve que le conviene. Un ejemplo es la cantidad de azúcar, cantidad que sabemos que cuanto menos mejor y en todo como máximo 25g al día según la OMS. Pero uno de estos índices eleva dicho límite a 90g (un disparate); de esa forma, un refresco de cola puede indicarnos que un vaso de 250 ml con 27g de azúcar representa tan solo un 29% de la ingesta diaria recomendada. De locos.

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Porciones. A veces el etiquetado nos da valores en referencia en porciones. Esas porciones son las que el fabricante estima para redondear la estrategia y las vincula a los índices de referencia. Por ejemplo: una crema de cacao que es casi todo azúcar y aceite de palma puede aparecer muy blanqueada si nos dan los datos en base a una porción de 15g. Sabemos que esa porción es irreal, pero si además utilizamos los 90g de azúcar como límite diario, nos sale un porcentaje del 9%. Algo completamente equívoco en un producto que tiene, realmente, un 57% de azúcar.

Nombres confusos. Chocolatinas con la palabra «bueno», galletas con la denominación «digestive», leches con afirmaciones del tipo «mañanas ligeras», preparados lácteos con «corazones contentos»... Todas estas denominaciones son gratuitas y no comprometen a nada, pero si pueden generar confusión en el desorientado consumidor.

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Sello ecológico. El azúcar, los cereales refinados o las galletas pueden tener el sello de ecológicos y eso no los convierte en buenas opciones.

Sellos de calidad diferenciada. Denominación de origen protegida, indicación geográfica protegida o especialidad tradicional garantizada son informaciones acerca del origen, ingredientes o métodos de elaboración. Pero habrá que ver si se trata, realmente, de alternativas saludables. Un trozo de turrón no es una buena elección en la merienda por mucha denominación de origen que tenga.

Algunas ideas claras

- Priorizar alimentos sin etiquetas. Es decir, más mercado y menos supermercado. Una berenjena no puede presumir de su espectacular composición y unos sospechosos cereales de desayuno exhiben músculo de forma impropia.

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- En la etiqueta, mirar antes la lista de ingredientes que la tabla nutricional... y cuantos menos mejor.

- Las cantidades y porcentajes tienen que estar en referencia a 100g. Las porciones que marca el fabricante ni mirarlas,

- A menor procesamiento, mejor. Hay que fijarse en lo lejos que está el producto del alimento original (tomate triturado, tomate frito, kétchup)

- Llegar con el trabajo hecho. Nada como mirar los ingredientes antes en casa de los diferentes productos (las aplicaciones de los supermercados lo permiten).

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- En determinados pasillos ni entrar. La zona de las galletas o de la bollería industrial es directamente prescindible. Mejor ni pisarla para evitar malas decisiones.

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