Profesor de Biología y experto en Tecnología Alimentaria
Lunes, 21 de agosto 2023, 00:10
La actual guerra de Ucrania ha sacado a la palestra un sinfín de debilidades de la geopolítica en general, y de Europa en particular. La que más ha llamado la atención ha sido la energética, pero la alimentaria debiera preocuparnos, al menos, con la misma ... intensidad.
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Ucrania es uno de los graneros del mundo y no de cualquier cereal, sino de uno del «big Three» (ya, lo he cogido prestado del tenis, permítanme la licencia): trigo, arroz y maíz.
Podemos tener la tentación de minusvalorar la importancia de estos humildes granos, de hecho, lo hacemos con la agricultura en general. Sé que llama más la atención la crisis de los semiconductores pero, ¿cuántas civilizaciones, históricamente, han caído por una crisis de semiconductores? Mejor no lo preguntamos en el caso de las gramíneas.
La agricultura solo representa un 1,3% del PIB europeo al que se dedica menos de un 1% de su población. Estos números pueden distraernos de su verdadera importancia, porque recordemos que más de 8.000 millones de personas pretenden comer todos los días y que el «big three» aporta el 42,5% de las calorías totales a nivel mundial.
Hace unos 10.000 años a alguien se le ocurrió la posibilidad de plantar una variedad tosca de gramínea, concretamente del género Triticum. Tras 2.500 años de ensayo y error y miles de generaciones escogiendo los mejores granos para replantar, apareció el trigo tierno. Esto sucedió en la zona de la actual Irak y supuso la mayor revolución de nuestra historia. Propició el asentamiento de la población y la creación de superávit alimentario, de forma que no todo el mundo tenía que dedicar el día entero a buscar qué echarse en la boca. Se desarrollaron los oficios y las estructuras sociales. Incluso las guerras para poder quitarle ese grano que tenían almacenado el vecino de al lado. Las grandes civilizaciones se asentaron en zonas fértiles para poder cultivar. Tigres y Éufrates o el valle del Nilo demarcaron las civilizaciones sumerias y egipcias.
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En los valles del río Amarillo y el Indo apareció un proceso similar pero con el arroz como protagonista y un poco más tarde, pero con el mismo afán transformador, un primitivo maíz aparece en la zona de Mesoamérica. La evolución de este último es verdaderamente notable, poco que ver el actual maíz con la primitiva planta silvestre de la que proviene.
Este tipo de plantas acumulan una energía extraordinaria en sus semillas, principalmente en forma de almidón. Convenientemente almacenada y procesada en forma de harinas, el ser humano podía hacer lo propio y afrontar épocas de penuria, pero la dependencia casi total de un monocultivo nunca fue una buena decisión estratégica.
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El propio Imperio Romano tuvo infinidad de problemas cuando sus envíos de grano eran bloqueados, especialmente desde Sicilia o el norte de África. Sabemos que civilizaciones enteras se tambalearon en la zona de Oriente Medio y la actual India por el bloqueo de sus canales o la salinización de sus suelos.
En América no fue diferente. Existe un rosario de pueblos que desaparecen sin dejar rastro, pero donde se sospecha que los problemas en el cultivo del maíz no tuvieron que ser una circunstancia menor. Enormes poblaciones como las que se asentaban en la impresionante Teotihuacan colapsan y otras como la maya se diluyen en el espesor de la selva. En esta última parece ser que un virus del maíz tuvo un notable protagonismo.
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Pero esto no es cosa del pasado remoto: en la Europa medieval los veranos húmedos eran sinónimos de grandes hambrunas. Los hongos afectaban al trigo almacenado y arruinaban cosechas enteras. La Revolución Francesa también fue un problema de pitanza (entre otros). Y la Primavera Árabe, de hace dos días, no abandonaba reivindicaciones tan antiguas como la de tener un plato que comer a diario.
Malthus fue un economista del siglo XVIII que anticipó un desastre que no llegaría a ocurrir. En su libro 'Ensayo sobre el principio de población', afirmaba que la población se incrementaba en progresión geométrica y los alimentos, en el mejor de los casos, lo hacían en progresión aritmética. De forma que todo, en algún momento del siglo XIX, colapsaría.
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Esto sabemos que no sucedió y el motivo es el ingenio humano para mejorar la productividad. Ya en la antigüedad los sumerios se dieron cuenta que los cultivos que recibían algo de agua eran más vigorosos que los de secano. La selección de semillas generación tras generación también fue algo trascendental.
Pero la primera revolución se produce en la Inglaterra de la Revolución Industrial, cuando en un periodo aproximado de un siglo se dobla la producción de trigo por hectárea gracias a la mecanización y la rotación de cultivos.
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A principios del siglo XX esto dio un espectacular salto con la incorporación de fertilizantes de forma masiva gracias a la síntesis química de compuestos con nitrógeno metabolizable por las plantas.
Todos estos avances iban a converger en la segunda mitad del siglo XX en la llamada Revolución Verde, con el claro protagonismo del agrónomo Norman Borlaug. Este científico mejoró la planta de trigo hibridando diferentes especies; es decir, mezcló características que se complementaban en una nueva variedad de trigo que aprovechaba como ninguna hasta la fecha los avances técnicos. Esto le valió el premio Nobel de la Paz. La industria se mostraba imparable, pero la factura por tensionar la naturaleza a base de monocultivos, regadíos, abonos, pesticidas… ha ido creciendo y tomó visos de ser inviable.
La Revolución Verde aplicada al maíz, arroz y trigo provocó un aumento de producción del 275%, 194% y 400%, respectivamente. Estas espectaculares cifras están teniendo una cara B en forma de agotamiento de recursos, aparición de nuevas plagas, contaminación… La revolución pendiente debe integrar estas espectaculares producciones en un desarrollo sostenible. En un planeta cada vez más tensionado por el cambio climático y por los 10.000 millones de habitantes que se esperan para 2050, se deben encontrar soluciones para que los procesos productivos sean coherentes con los ecosistemas. Más desequilibrio no va a ser viable. Igual es momento de replantearlo todo incluyendo la posibilidad de aumentar el selecto club del «Big three».
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