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El blanqueamiento de la perversión no es algo nuevo, tiranos y regímenes políticos de todas las épocas han utilizado la propaganda para edulcorar sus aviesas intenciones. Hoy en día, tras el victimismo, el buenismo y lo políticamente correcto se esconden toda una serie de intereses ... que nada tienen que ver con el bien común. De hecho, el fenómeno es tan habitual que desde nuestra infancia intentan advertirnos con infinidad de cuentos infantiles, solo hay que recordar «el lobo con piel de cabritillo».
La industria alimentaria no iba a ser menos y puestos a blanquear nada como intentar mejorar la publicidad del súper-villano de la familia. Hoy en día el 80% de los productos que se venden en un supermercado son procesados o ultraprocesados. La motivación por parte de la industria es obvia. Materias primas baratas, largos periodos de caducidad, gran aceptación por parte del consumidor, enormes márgenes de beneficio… El problema ya lo sabemos: nutricionalmente suelen ser un desastre con ingredientes y procedimiento tecnológicos que en nada favorecen una alimentación equilibrada. De esta realidad es consciente cualquier consumidor mínimamente informado, sobre todo de la presencia de componentes como el azúcar hasta en la sopa, literalmente.
De las maldades del azúcar hay poco que añadir desde que algunos especialistas en nutrición se atreven a denunciarlo, la presente sección de divulgación incluida. Por esta razón, su ausencia se puede convertir en la mejor opción para adecentar la larga lista de antecedentes penales que acumulan nuestros protagonistas. Un reclamo irresistible que merecerá grandes letras en los coloridos envases de dichos productos. Pero cabe preguntarse si este acto de constricción es suficiente para indultar a nuestros sospechosos habituales.
Veamos que suele hacer la industria para poder exhibir sus bondades. Lo primero es sustituir la sacarosa (el azúcar normal) por alguna sustancia con suficiente poder edulcorante de forma que el consumidor no note demasiado la diferencia. Para esto hay varias opciones. En primer lugar, tendríamos los edulcorantes artificiales como el ciclamato, el aspartamo o la sacarina. Son prácticamente acalóricos y tienen una gran capacidad de endulzar, pero a veces su sabor no encaja bien con las formulaciones de la industria como es el regusto metálico de la sacarina. Otra opción son los polialcoholes de los azúcares como el sorbitol, manitol o xilitol. Conservan gran parte de su dulzor y su absorción intestinal es muy baja por lo que apenas aportan calorías. Una opción que últimamente está consiguiendo adeptos es la estevia, la avala su consumo durante siglos en Sudamérica y al provenir de una planta parece que su idoneidad está fuera de toda discusión pero lo que realmente consumimos en España son glucósidos de esteviol, un producto muy transformado y que está generando dudas entre los investigadores.
Estas sustancias son seguras y se pueden consumir en las cantidades diarias recomendadas pero eso no quiere decir que el producto ultraprocesado alcance la santidad. De hecho, estos mantendrán ingentes cantidades de ingredientes como aceite de palma, glutamato monosódico, harinas refinadas y todo tipo de aditivos. El problema es que ahora generarán una falsa percepción de producto sano incitándonos a consumir más de ese artículo y de otros parecidos; es el conocido como efecto «halo».
Otro inconveniente es habituar nuestro cerebro al sabor dulce que nos proporcionan estos edulcorantes alternativos. Este sabor activa el mecanismo de recompensa de nuestro sistema nervioso central segregando dopamina en diferentes áreas y generando una dependencia, cada vez mayor, a dicha sustancia y un umbral de dulzor que no parará de crecer. Como consecuencia buscaremos alimentos que nos alivien dicha necesidad. El problema es que los alimentos con azucares simples disponibles suelen pertenecer a la lista de los chicos malos.
Debemos de condenar y condenamos a los productos ultraprocesados por mucho que hayan maquillado su apariencia y limado sus garras. Además, ese lavado de cara no le sale precisamente barato al consumidor: los productos procesados «sin azúcares añadidos» suelen ser entre un 40% y un 60% más caros que sus versiones originales. Algo que no se corresponde, en absoluto, con un incremento de gasto en materias primas por parte de la industria.
Esta sentencia puede generar un vacío en alma pensando que debemos renunciar a todo aquello que nos endulce el paladar. Nada más lejos de la realidad: la fruta puede contener azúcares en proporciones nada desdeñables pero al ser consumida con su pulpa y fibra la absorción intestinal es mucho más regulada y no va a provocar ninguno de los desastres metabólicos que los azúcares libres suelen perpetrar como los problemáticos picos de glucosa en sangre.
Sí, es lo de siempre, pero pocos consejos mejores como el de que la fruta madura de temporada sea la golosina habitual en casa.
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