Cuando aún no le habían puesto nombre, Pepa regaba tanto las flores del balcón que el peso del agua y la humedad derrumbaron la cornisa del edificio donde vive.
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Cuando aún no le habían puesto nombre, Pepa «la lio» en el aeropuerto de San Petersburgo porque en el control de seguridad quisieron que se quitara los zapatos y dejara allí unas tijeritas de su bolsa de aseo.
Cuando aún no le habían puesto nombre, Pepa se despistó en pleno Martes Santo y su marido consiguió dar con ella porque la convenció, vía móvil, de que se metiera en la procesión con las promesas del Cristo que bajaba por la Alameda.
Cuando aún no le habían puesto nombre, Pepa paraba en todas las farmacias de su barrio para que le dieran «pastillas, pastillas», porque «le picaba mucho la lengua».
Ahora que le han puesto nombre, Pepa se pasa el día regando flores, pero de otra manera. Lo hace a lápiz, despacio. Azul para los pétalos y rojo para las alas de los pájaros. Ahora que le han puesto nombre, Pepa es como ese folio en blanco con garabatos, porque desde hace una década es paciente de alzhéimer y una de las 22.000 personas de la provincia de Málaga diagnosticadas en el amplio catálogo de las demencias; la más común, la de Pepa.
Ahora que le han puesto nombre, hay que dar el otro nombre de esta historia. El de José, su marido, que trata de enderezar los trazos de una jubilación que no es la que había soñado para los dos.
José es José Villalobos Pavón y Pepa es Josefa Porras Domínguez. El toda-la-vida-juntos, en su boca, se entiende mejor que el diagnóstico, porque él la ha querido «desde siempre». «Nos criamos casa con casa en nuestro pueblo, Coín, y a los 13 años ya habíamos empezado a echarnos el ojo... Nuestras madres, además, eran primas hermanas», dice José, ya cumplidos los 80, para envolver los contornos de una historia construida con «mucho trabajo» por salir de un destino que lo ataba por familia al campo, pero al que dio alas gracias a una carrera forjada a sacrificio como técnico especializado en transporte de Iberia.
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José tiene ganas de hablar. «Me sirve de terapia», susurra mientras se acomoda en el sofá del hogar que construyó con Pepa, después de un par de escalas en Madrid y Barcelona, en la zona del Materno. José tiene las articulaciones «machacaíllas» y gasta rodillera para anestesiar el dolor físico. El otro lo lleva esculpido en sus ojos, azules y profundos como los pétalos de las flores de Pepa. «Se me abre un hueco aquí en el pecho –se lo golpea– cuando la veo así. Con lo que ella ha sido...», se rompe José, que no acaba de salir de una depresión que le diagnosticaron después del confinamiento.
El de Pepa fue doble: primero por el encierro, pero sobre todo porque aquello cortó su rutina, vital para frenar la enfermedad; y con ella los avances que iba haciendo en su terapia en el centro de día de la Asociación de Familiares de Alzheimer (AFA). El efecto devastador de esos meses en casa la encerraron entre cuatro paredes, pero también en sí misma. «Esto fue la guerra», resume José. La artillería pesada vino con la neumonía que le diagnosticaron a su mujer el pasado mes de noviembre.
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Cuando salió del hospital, 24 días después, se había olvidado hasta de andar.
Pepa también tiene ganas de hablar, pero los pensamientos salen desordenados.
–«Pepa, ¿cuánto me quieres?», le pregunta José cuando aparece por el salón en silla de ruedas, después del aseo delicado de su hija Ana y de su cuidadora de ayuda a domicilio, Patri.
–«Las arrobas que pesas», contesta ella, escueta.
Pepa lo mira como si nada. José a ella, como si todo.
«A mí aún me reconoce, tiene cogidos todos mis movimientos por la casa. Mira, es levantarme por la noche al baño y sentir mis ruiditos y enseguida empieza '¡José-José-José!'», explica entre la punzada y el alivio íntimo de saber que aún no se ha roto del todo ese cordón umbilical. Tampoco con sus hijos, Ana, Juan Antonio y Fina; ni con sus cinco nietos, entre 24 y 13 años, que la anudan a este lado aunque, por el otro, la madeja de recuerdos vaya haciéndose cada vez más difusa.
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De delante a atrás, la enfermedad aplasta la memoria reciente y deja espacios de luz en la remota, devuelve a los pacientes a la infancia y convierte a miles como José y sus hijos en padres de sus esposos y en padres de sus padres. Ese camino atroz lo recorren ellos en familia, arropados por colectivos imprescindibles como AFA y acudiendo a terapia psicológica, donde José encuentra apoyo pero no consuelo. «Me dicen que intente tener vida, que me distraiga, que no puedo estar las 24 horas pendiente de ella. ¿Qué vida, si ella lo es todo?», solloza mientras su hija lo rodea por los hombros. «Para él, todo esto ha sido muy duro. En el confinamiento no podíamos ni venir, estábamos toda la tarde mis hermanos y yo conectados con ellos por videoconferencia; pero él no tuvo respiro», explica Ana, malabarista con Juan Antonio y Fina para que, además de sus propias casas-trabajos-hijos, sus horarios cuadren con los de una casa donde el reloj hace tiempo que paró en seco.
El respiro en lo peor de la cuarentena lo puso Carmelina, una vecina de las de toda la vida que se había pasado la mitad de la suya trabajando en AFA y que cada tarde subía a atender a Pepa y a cuidar al que la cuidaba. «Tiene las llaves de casa y, ay, cada vez que abría la puerta...», recuerda José girándose hacia la entrada porque hoy, sábado por la mañana, sube como siempre a darles los buenos días. Carmelina le da un apretón cálido y profundo en el brazo y enfila la salita donde Pepa acaba de desayunar. La visita, con ella, invita a la fiesta. «¡Hola don Pepito, hola don José!...», cantan las dos dando palmitas mientras el esposo mira el enorme cajón de cuentos, puzzles y fotos familiares con los que trataron de alejar el momento de esa vuelta atroz y antinatural a la infancia.
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En los álbumes, la Pepa elegante y coqueta; la Pepa que iba «todas las semanas a repasarse a la peluquería porque le gustaba estar perfecta»; la Pepa madre que supo administrar la educación y el dinero en el hogar para que los tres hijos tuvieran sus «buenas carreras»; la Pepa abuela que disfrutaba de los cruceros familiares y la Pepa esposa que cada año bailaba hasta las mil con su marido en las Nocheviejas de los hoteles de la Costa porque los hijos se hicieron mayores y, al fin, les tocaba a ellos. Hasta que tocó lo otro.
jOSÉ vILLALOBOS
Esposo y cuidador
aNA vILLALOBOS
Hija y cuidadora
Hoy, José sólo se permite algunas escapadas semanales al chalé con huerto que construyó con sus manos en Coín para abonar la merecida jubilación en compañía de Pepa. Merengue enfermizo, también se distrae a ratos con los partidos de fútbol que ve en la tele. «Mi hijo me puso una para mí en el dormitorio, porque llegó un momento en que a ella le molestaba todo. No me dejaba...», para en seco José, revuelto desde hace semanas porque lo han (casi) convencido de que ya no puede estar solo con ella por las noches. «Y yo no quiero, no quiero, yo todavía la puedo cuidar», protesta sin conseguir que el cuerpo y los achaques acompañen su discurso. Aunque su ánimo no falla, las rodillas y el cansancio acumulado sí lo hacen.
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Por el momento, en casa se apañan entre él, los hijos, Carmelina y Patri, la joven de ayuda a domicilio que desde hace cuatro meses cubre los fines de semana y para la que José y Ana piden hueco en estas líneas. «Es una pena que chavalas con vocación y entrega como la suya no tengan opción de acceder a una plaza de FP porque no se ofertan», lamenta Ana, que como profesora en un centro público en Fuengirola ve a diario cómo a Patri, y a cientos como ella, se le cierran todas las puertas.
También José pide favor «para decir a otros que estén mi situación que existe la posibilidad de pedir una tarjeta de cuidador en el centro de salud, porque hay gente que no lo sabe y eso ayuda mucho a la hora de ir al médico, al hospital o hacer gestiones». Enseña el cartoncito gastado, como si fuera necesario acreditar en un papel eso que lleva envolviendo y asfixiando todas y cada una de sus rutinas diarias, antes sencillas. «Mi padre tendría que ser también asesor», añade su hija ensanchando aún más el perfil de un hombre que no ha parado de cuidar de lo suyo pero tampoco de buscar soluciones y pelear por los que vengan detrás, asustados y perdidos como él lo estuvo.
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Lo que viene ahora, el día 2 de octubre, es el 80 cumpleaños de Pepa. Hace un año, antes de la neumonía y de la máquina de oxígeno las 24 horas, hubo fiesta familiar en la casa de Coín y Pepa sonreía a su manera en la foto que sostiene José entre sus manos. Hubo globos de colores, bizcocho casero y una pequeña coronita para Pepa. También un ramo de flores naturales que ella abrazaba a su pecho. «Este año no sé, no sé...», se quiebra Ana al mirar a la madre que es hoy la hija. El esposo que es hoy el padre sí sabe cómo soplará las velas al lado de Pepa: levantarla, asearla y desayunar juntos el bollo de leche que reserva cada mañana para ella. Recordarle que la quiere, como cuando tenían 13 años y ya se habían echado el ojo. Que ella se habrá olvidado, pero él no. Y darle sus flores. En un dibujo, para que las riegue de azul.
La comunidad científica conmemora hoy, 21 de septiembre, el Día Mundial del Alzheimer calibrando aún los efectos devastadores que ha tenido la pandemia del Covid en unos pacientes que por su enfermedad de base se enfrentan a su propio aislamiento y que de la noche a la mañana vieron cómo se cortaban rutinas y talleres de estimulación, básicos para frenar el avance de la dolencia.
En cifras, se calcula que en la provincia de Málaga viven unas 22.000 personas afectadas por algún tipo de demencia; la más común, el alzhéimer. La estadística escala hasta los 1,2 millones de pacientes en España, aunque la huella de esta enfermedad afecta a unos cinco millones de personas si se tiene en cuenta a las familias de los enfermos o cuidadores más o menos directos, un colectivo donde las patologías vinculadas al estrés o la depresión «se han disparado» por el efecto de la pandemia.
El dato estremecedor en unos y en otros lo aporta el geriatra José Antonio López Trigo, que ha estado en primera línea de consulta incluso en lo peor del encierro y que ahora, pasado ya lo peor de la crisis sanitaria, es capaz de emitir un diagnóstico ajustado: «Desde el pasado mes de marzo y abril, el 80% de los pacientes con demencia que he atendido han experimentado regresiones por encima de lo esperado». Y añade: «En el alzhéimer, la pérdida de habilidades suele ser lenta, pero ahora la caída está en vertical». Con respecto a los cuidadores, el doctor López Trigo tampoco se anda con rodeos: «Ha sido una pandemia dentro de otra pandemia. La debacle total».
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