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juan carlos barrena
Lunes, 29 de julio 2019, 23:44
Cuando acaban de cumplirse 101 años del fin de la monarquía y la abolición de la nobleza en Alemania, la casa real de los Hohenzollern trae de cabeza al Gobierno germano, las autoridades de los estados federados de Berlín y Brandeburgo y los responsables ... del patrimonio inmobiliario y cientos de museos estatales con demandas de restitución, indemnizaciones y derechos de uso de palacios y castillos de valor incalculable.
Aunque las negociaciones entre los abogados de Jorge Federico Príncipe de Prusia, tataranieto del emperador Guillermo II, y las autoridades públicas se mantienen en el mas absoluto de los secretos desde hace ya cinco años, estos días se filtró la celebración de una reunión en Berlín entre las partes implicadas que acabó sin resultados. Jorge Federico, de 43 años, y su familia reclaman indemnizaciones millonarias por el patrimonio intervenido por el estado y la devolución de decenas de miles de cuadros, esculturas, porcelanas, medallas, muebles, libros y fotografías, entre otros objetos, que consideran bienes personales de los Hohenzollern. Además reclaman el derecho de residencia gratuita en el palacio de Cecilienhof, el palacio de Lindstedt o la villa Liegniz, todos ellos situados en Potsdam, la capital de Brandeburgo, donde reside el jefe de la antigua casa real.
Una disputa que tiene visos de resolverse ante los tribunales. Hartas de la «arrogante» postura de los Hohenzollern, según palabras de un negociador estatal, las autoridades de Brandeburgo decidieron llevar ante los jueces una de las muchas demandas, una reclamación de la casa real de al menos 1,2 millones de euros de indemnización por objetos intervenidos por el Estado y la exigencia de residir en los citados palacios. Todos ellos convertidos hace años en museos y de relevancia histórica, sobre todo en lo que se refiere al de Cecilienhof, un palacio construido durante la Primera Guerra Mundial en el estilo de una casa de campo inglesa y con 176 habitaciones, que acaba de ser restaurado con un coste de 10 millones de euros. Nada más acabar la II Guerra Mundial, que puso fin al III Reich nazi, el palacio de Cecilienhof fue escenario en el verano de 1945 de la Conferencia de Potsdam, en la que el presidente estadounidense Harry Truman, el dictador soviético Josef Stalin y el primer ministro británico Winston Churchil decidieron repartirse Alemania y Europa. «La casa Hohenzollern recibirá el derecho de residencia permanente, gratuito y suscrito en el catastro en el palacio de Cecilienhof», señala la propuesta presentada a las autoridades por el heredero del trono alemán.
Una demanda impertinente, descarada y sin fundamento, opinan los políticos en Berlín y la mayoría del pueblo alemán, que no olvidan que la primera gran guerra del siglo XX fue causada por el emperador Guillermo II ni que este y Guillermo de Prusia, su hijo y príncipe heredero, fueron seguidores incondicionales de Adolf Hitler, de quien esperaban el retorno de la monarquía a Alemania y para el que hicieron campaña electoral entre los monárquicos. Y recuerdan que cuando en 1918 Guillermo II se vio obligado a abdicar e inició su exilio en los Países Bajos, las autoridades de la incipiente República de Weimar le permitieron llevarse muebles y objetos de arte para su residencia privada. Una mudanza que necesitó tres trenes con 59 vagones.
Sin embargo, los Hohenzollern se aferran a la dudosa vigencia de la legislación alemana del periodo de entreguerras, magnánima con la derrocada casa real, hasta el punto de que concedió el derecho de residencia a los hijos y nietos del emperador precisamente en el palacio de Cecilienhof, y a la ilegalidad declarada de las expropiaciones inmobiliarias realizadas en la zona de ocupación soviética tras la Segunda Guerra Mundial, en la que se encontraban precisamente Berlín y Brandeburgo y una buena parte de los 40 palacios y castillos de los Hohenzollern.
Para presionar a las autoridades regionales y nacionales, la antigua casa imperial ha suspendido 400 contratos de donación temporal de obras de arte a la ciudad-estado de Berlín, fundamentalmente piezas que se muestran en el palacio de Charlottenburg, que, de perderlas, se quedaría con las paredes vacías. En todo caso, la polémica no tiene visos de rápida resolución. Unicamente parece haber consenso en el deseo común de abrir en la capital alemana un museo dedicado a los Hohenzollern, en el que se podrían exponer también las piezas cuya propiedad se encuentra en disputa. Sin embargo, la casa real exige contar «con una adecuada e institucionalizada participación en la toma de decisiones», una demanda que no están dispuestos a aceptar ni los responsables de la Fundación Cultural Prusiana ni las autoridades culturales de Berlín.
La lista de obras de arte y objetos que reclama la casa de los Hohenzollern es casi interminable y ocupa varios archivadores. No solo cuadros de genios como Lucas Cranach, padre e hijo, o maestros del barroco como Jean Antoine Watteau, el arquitecto Karl Friedrich Schinkel o el pintor Friedrich Tischbein, sino también curiosidades como las máscaras mortuorias de los monarcas prusianos o la colección de lujosas cajitas de rapé de Federico II. Una posible devolución de esas piezas dejaría en cueros palacios como los de Sanssouci, Rheinsberg u Oranienburg y museos prestigiosos como la Vieja Galería Nacional, el Museo Histórico Alemán o el de las Culturas Europeas.
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