irma cuesta
Martes, 28 de mayo 2019, 00:28
A Theresa May y Jeremy Corbyn los separa, además de otras muchísimas cosas, el largo de dos espadas. Esa es la distancia que existe entre la bancada del Gobierno británico y la de la oposición; el espacio que ocuparían sus armas si a ambos, ... en el fragor de la batalla, les diera por desenfundarlas. En la Cámara de los Comunes (en realidad en todo el palacio de Westminster), la imponente sede de la maquinaria política británica, nada es fruto de la casualidad. Ni el color verde de las tapicerías, ni la mesa situada en el epicentro de la sala, ni los libros que descansan sobre ella, ni la distancia que separa al primer ministro de su archienemigo: el jefe de la oposición.
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Lo de separar a los contrincantes, que hace siglos se consideró una buena medida de precaución, es hoy una de sus muchas señas de identidad. Los británicos han hecho de esa proximidad (3,96 metros) –algo impensable en lugares como España, donde la bancada de la oposición está a años luz de la del Gobierno, y donde los señores diputados hablan desde la tribuna–, una virtud. Y es que, aunque es posible que estar tan cerca ayude a calentar el ambiente, también sirve para recordarles que todos son soldados de un mismo ejército.
Los analistas, mucho más académicos, hablan, incluso, de que la peculiar conformación de la Cámara de los Comunes ha jugado como factor coadyuvante en la conformación del tradicional sistema bipartidista de las islas. Ahora, cuando los informativos abren con las imágenes de sus señorías tratando de salir del atolladero en el que se encuentran desde que decidieron que abandonar Europa era una buena idea, es el momento de analizar ese mundo sembrado de tradiciones.
Lo primero que llama la atención a cualquiera que no sea súbdito de Isabel II es el tamaño de la sala. Teniendo en cuenta que la integran 650 diputados, que representan el mismo número de distritos de todo el Reino Unido –Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte–, y que solo hay 427 asientos, está claro que la Cámara desde la que Winston Churchill llamó a resistir ante la adversidad hace tiempo que se quedó pequeña. Es tan pequeña que, cuando los debates son importantes, y por tanto concurridos, a muchas de sus señorías no les queda más remedio que permanecer de pie.
Eso sí, los miembros del Gobierno, que ocupan los asientos situados a la derecha de la presidencia, y los de la oposición situados en el flanco izquierdo, tienen asientos fijos. De un lado, los que dirigen el país; del otro, el líder de los que aspiran a hacerlo rodeado de lo que se conoce como Gabinete en la Sombra, un selecto club formado por el grupo de parlamentarios que marcan de manera individual a cada uno de los miembros del Ejecutivo en cada una de sus respectivas carteras.
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John Bercow, el hombre que preside la Cámara de los Comunes, famoso por muchas cosas, incluidas sus corbatas, eligió una en azul, blanco y rojo (los colores de la bandera) para decirle al Gobierno de Theresa May en su momento que no podrá volver a presentar en la Cámara el acuerdo de salida de la Unión Europea porque las reglas no permiten votar una misma moción dos veces en la misma legislatura. El Primer Parlamentario de Gran Bretaña, que es así como se le llama formalmente, es un hombre, además, increíblemente peculiar y enormemente importante que tiene, entre otros privilegios, el de vivir en el palacio de Westminster.
Muy popular por su manera de llamar al orden a sus señorías (los vídeos con sus gritos de ¡ordeeeeer! se han hecho virales), Bercow lleva en el cargo desde 2009. A pesar de las críticas, ha sido quien ha permitido que sus señorías dejen de llevar corbata cuando el diputado Jared O'Mara, aquejado de una parálisis cerebral, anunció que no podía seguir llevándola. También quien decidió guardar bajo llave su peluca blanca y sacarla solo en las grandes ocasiones. Pero, además de controlar lo que ocurre en la sala e impartir disciplina, el 'speaker', el nombre con el que los británicos conocen al presidente de la Cámara, es quien, en primera instancia, cuando los parlamentarios votan gritando 'sí' o 'no', intuye –según volumen– cuál es la opción más apoyada. Luego, si el resultado no está claro, votan sus señorías. Pero nada de apretar un botón o levantar la mano. Salen de la Cámara y se reparten por dos pasillos anexos, el del 'sí' y el del 'no', y allí se hace el recuento.
Aunque varias veces han intentado destituirle, acusado por sus antiguos compañeros de partido, los conservadores, de favorecer al enemigo y, por este, de respaldar a los suyos, ha logrado permanecer en el cargo. Hace meses, cuando un parlamentario le recriminó: «¿No es cierto que en su coche lleva una pegatina donde puede leerse Bollocks to Brexit! (a la mierda con el Brexit)? Él, sin inmutarse, contestó: «La pegatina en cuestión está en el parabrisas del coche de mi mujer. Ella tiene derecho a expresar su punto de vista: esa pegatina no es mía y aquí se acaba la historia». Y se acabó.
«La Cámara de los Comunes, como todo Westminster, es un lugar lleno de fantasmas; una suerte de museo que transmite aún la idea del imperio y en donde muchos parecen seguir todavía en la II Guerra Mundial», afirma David Mathieson, exasesor del ministro de Asuntos Exteriores Robin Cook entre 1996 y 2002. Después de haber pasado diez años trabajando en el palacio, lo define como «el mejor club de caballeros de Londres» y asegura que, aunque la mayor parte de los parlamentarios jóvenes llegan exigiendo un cambio, el traslado a un lugar más acorde con los tiempos, lejos de las reminiscencias de una época que ya no existe, pronto cambian de opinión. «A los cinco años no lo ven tan mal y a partir de entonces comienzan a venerarlo tal y como cientos de diputados han hecho antes. Ya lo dijo Churchill: 'Formamos nuestros edificios; después de eso, ellos nos dan forma a nosotros'».
La mesa existente en este escenario está repleta de cosas que separan a ambas bancadas. Todo, absolutamente todo lo que descansa sobre ella, tiene un significado por el que los compatriotas de Nelson sienten un respeto reverencial.
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Desde las dos cajas, una colocada frente a la bancada del gobierno y la otra frente a la de la oposición, hasta la colección de libros que las separan, pasando por lo que tienen en su interior. La más próxima a los bancos del Gobierno guarda libros sagrados de diferentes confesiones y sobre ella realizan los juramentos los nuevos parlamentarios; la que está frente a los bancos de la oposición contiene una Biblia que se salvó del bombardeo alemán que destruyó la Cámara de los Comunes el 10 de mayo de 1941, durante la II Guerra Mundial. De hecho, las cajas actuales son una réplica de las originales, que también se destruyeron en el mismo bombardeo y que Nueva Zelanda regaló al Reino Unido tras la reconstrucción del parlamento.
Luego está el cetro dorado que desde el siglo XVII representa la autoridad real. Cada día es cuidadosamente colocado en la mesa que preside la Cámara y, sin él, los miembros del Parlamento no tienen permiso para reunirse ni para aprobar leyes. Es más, nadie puede tocarlo excepto el personal autorizado. Lo más curioso es que el monarca tiene prohibida la entrada en la sala desde que, en 1642, al rey Carlos I se le ocurrió irrumpir en una sesión y decirles a sus señorías lo que debían hacer.
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Aunque desde hace unos años no es obligatorio llevar corbata, las camisetas de los equipos de fútbol, las gafas de sol, las gorras, los perros (excepto los lazarillos), los uniformes militares, los jerseys de cuello alto y los pantalones cortos están entre las cosas totalmente prohibidas.
Así de tajante es ese micromundo en el que tampoco se puede fumar, aplaudir, lucir condecoraciones o llevar las manos en los bolsillos; en donde no es raro escuchar hablar en tercera persona y tratar de 'honorable caballero' (o dama) a los miembros de la oposición, y de 'honorable amigo' a los del mismo partido.
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También se considera inaceptable utilizar adjetivos como traidor, cerdo, rata o hipócrita y, digan lo que digan sus señorías, solo pueden hacerlo en dos idiomas: inglés, por supuesto, y ¡francés! De hecho, el 'speaker', la persona que ocupa el cargo que aquí se asemejaría al del presidente del Congreso, lanza un solemne: Soit fait come il est desiré (algo así como: Que así sea), cada vez que se aprueba una ley.
Llegados a este punto, la pregunta es ¿por qué tienen tanto peso las tradiciones políticas? Expertos como el doctor en Historia Juan Luis Fernández hablan de tres razones: continuidad institucional, compensación a la modernidad y nostalgia imperial. «El país no ha sido invadido nunca desde 1066. La última guerra civil es del siglo XVII. La actual soberanía del Parlamento data de la Revolución Gloriosa de 1688. Van ya por el 57º parlamento desde 1801. Tienen primer ministro desde Robert Walpole hace dos siglos y todos los cambios políticos han sido reformas y ajustes graduales. Sin duda, eso marca. Por otro lado, insistir en los rituales es la manera de compensar simbólicamente los graves trastornos de la vida cotidiana derivados de la rápida industrialización y urbanización. Y, por último, la inercia estética de haber sido un Imperio, con su pompa y circunstancia», afirma Fernández tratando, aunque nos resulte complicado, de que consigamos entenderlos.
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