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Marta san Miguel
Jueves, 19 de enero 2023, 09:51
A las cuatro de la mañana de la madrugada del martes, José Ignacio Pardo de Santayana se asomó a la ventana de su casa y tuvo un «momento de debilidad». Ante él, en vez de ver la estampa de árboles, tejados y rejas del zoo ... que abrió en 1977, veía un torrente de agua que discurría rabiosa, como vomitada. No solo era nueva la visión, también el ruido. El silencio habitual que hay en ese valle kárstico a orillas de Santillana, quizá roto por algún sonido animal de las 300 especies que habitan en el recinto, se vio sustituido por el ruido del lodo y el agua chocando contra los árboles, contra las casetas de los simios, donde los orangutanes de Sumatra esa noche no podrían dormir, aupados «en lo alto de sus habitaciones» sin poder moverse, mientras debajo el agua subía centímetro a centímetro. Afuera, el recinto donde juegan a diario era un lago que dejaba a la vista la punta de varios mástiles y lianas, como si hubiera debajo un velero naufragado. Los monos de América del Sur (titis, pequeños ejemplares nerviosos y peludos) habían sido realojados por parejas en una zona habitualmente destinada a cuarentenas, pero a los orangutanes no podían sacarlos de allí. Y José Ignacio lo sabía. Y por eso no podía dormir. Y por eso ese momento de debilidad que aún este miércoles le duraba en los ojos: «Si se mueren los orangutanes, cierro el zoo».
José Ignacio habla mirando el cauce del arroyo Ojo Negro que ahora baja ante él un poco más tranquilo. Tras realojar decenas de animales, entre los recintos embalsados nadan ahora los patos, y donde deberían caminar los visitantes, chapotean aves que han encontrado un nuevo hábitat dentro del perímetro del zoo de Santillana. La normalidad se abre paso aunque pise sobre el barro, pero la riada ha dejado una marca en el recinto de los orangutanes (más de un metro de altura). En mitad de la estancia, un enorme ejemplar está cubierto con una manta y mira a través del cristal como si tuviera frío. ¿Se la han puesto ellos? «Qué va, se la pone él mismo», dice su cuidador, que abre un yogur natural y se dirige a la otra estancia donde dos crías se descuelgan de las barras superiores y, sin tocar el suelo que horas antes estaba anegado, comen a cucharadas.
«No se dan cuenta de que si se mueren, seríamos noticia a nivel internacional y Cantabria quedaría a la altura del betún porque son siete orangutanes de Sumatra de los 180 que hay en todo el mundo en cautividad», dice Pardo de Santayana. «Son los únicos que hay en España y aunque seis han nacido aquí, el resto no son nuestros, sino depositados por la Comunidad Europea para que los tenga yo y los cuide. Si se me mueren a mí ahogados por culpa del Gobierno regional y la Confederación Hidrográfica, quedan a una altura a nivel europeo como si hubiesen tirado una bomba». ¿Entonces habla de negligencia? «Lo he dicho muchas veces, si se mueren no os imagináis cómo quedamos Santillana, Cantabria, España a nivel internacional». La singularidad de estos ejemplares, la mitad de ellos nacidos en Santillana, se une a la realidad de que un cententar de animales tuvo que ser realojado para evitar males mayores. En su forma de actuar hay cierto entrenamiento forjado a base de mirar las estadísticas y el río («más bien regato, dicen ellos) que tienen delante de casa.
No es la primera vez que el arroyo Ojo Negro se desborda. Pero esta ha sido «la peor inundación» desde hace 46 años. «Lo que tememos es que siga lloviendo, y que siga lloviendo sobre la inundación ahora que ha bajado un poco». Maribel Angulo, en botas y anorak, se frota las manos mientras los operarios reparten comida entre los animales que este miércoles ya podían pisar el suelo de sus jaulas y han podido bajar de los árboles donde estuvieron encaramados durante horas. «Los animales están todos bien, hemos perdido la comida que estaba almacenada y se han estropeado las instalaciones, pero lo peor, dice, es el rastro del desastre. «La capa de barro que cubre ahora todo el recinto ya no nos lo quitamos en no sé cuantos meses, seguramente que en primavera todavía salen las hojas nuevas de los avellanos y salen con el barro de la inundación», dice tirando de humor negro, o más bien marrón, el tono que tiene el agua y el suelo por donde deben de pasar los visitantes y que ahora succiona la suela de las botas de quien se atreve a pisar. ¿Reabrir? «En cuanto todo esto esté limpio» dice el matrimonio. «Lo que más necesitamos es que venga la gente», dicen, y creen que para este fin de semana podrán abrir sus puertas para recibir a los visitantes. Justo después de una campaña de Navidad en la que denuncian el «daño» que les hace que el Gobierno regional «regale entradas gratis a Cabárceno».
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