ANTONIO PANIAGUA
Domingo, 4 de agosto 2019, 00:18
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Hay gente para todo. La hay que siembra el campo de cadáveres humanos para estudiar los fenómenos que acontecen en su descomposición. Y hay gente que decide donar su cuerpo a la ciencia con la mejor de las intenciones y acaba siendo alimento de carroñeros o abono que da esplendor a la hierba. Ninguna de las dos cosas es una broma macabra. El lector se preguntará qué clase de investigadores son esos que van llenando de difuntos las praderas en vez de ayudarlos a que reciban sepultura para descansar en paz. Pese a su aparente excentricidad, estos hombres de ciencia que observan la corrupción de la carne con detenimiento son individuos respetables. De hecho, pertenecen a un laboratorio de antropología forense a campo abierto de la Universidad del Sur de Florida (USF), que funciona desde 2017 en el condado de Pasco, a unos 35 minutos en coche de la ciudad de Tampa. Los lugareños, que no se andan con zarandajas, llaman a este banco campestre de pruebas 'granja de cadáveres'.
Un reportero de la BBC ha visitado el lugar y lo primero que ha llamado su atención ha sido la lozanía de los arbustos a cuya vera reposan los despojos humanos. Sin embargo, el hedor desmiente en seguida cualquier estampa bucólica. Además del mal olor, los curiosos son asaltados de pronto por una sensación desagradable: un repentino escozor en los ojos les hace lagrimear. Todos estos malos efluvios emanan en un ambiente agobiante cuando el termómetro marca 30 grados y el aire, húmedo y denso, parece concentrar las miasmas.
En poco más de una hectárea están esparcidos restos de quince cuerpos. Unos yacen sin ropa, otros cubiertos por un plástico azul. Más allá se adivinan montículos que encierran cadáveres enterrados, mientras que los menos afortunados se hallan a la intemperie. «Cuando alguien muere hay muchas cosas ocurriendo a la vez –declara a la cadena británica Erin Kimmerle, directora del Instituto de Antropología Forense de la USF–. Ocurre desde la descomposición natural hasta la llegada de insectos y cambios en la ecología».
Dentro de la comunidad científica hay escépticos y otros que van más lejos e impugnan abiertamente la iniciativa. No solo por la falta de asepsia, sino porque la investigación hace trizas el tabú sobre la muerte y el homenaje a la memoria de los antepasados. Por añadidura, cuestionan que este tipo de estudios desvele aspectos desconocidos del proceso de descomposición.
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Los vecinos más próximos al pudridero echan pestes del experimento, si bien los científicos de la USF recurren a su jerga para presentar su tarea como algo aseado y nada tétrico. En vez de 'granja de cadáveres', ellos prefieren hablar de 'cementerio forense' o 'laboratorio de tafonomía', la ciencia que se ocupa del estudio de lo que le ocurre a un ser vivo después de su fallecimiento.
Las granjas de cadáveres parecen un invento exótico, pero en Estados Unidos, donde hay hasta siete, no lo son. Es más, ha cundido el ejemplo y este tipo de recintos se han replicado también en Canadá y Reino Unido. Entre las utilidades de la labor desarrollada por el equipo de la USF figura la de aumentar el acervo para dilucidar crímenes y mejorar las técnicas de identificación de personas.
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A la luz de sus hallazgos, Kimmerle asegura que el cuerpo de un muerto pasa por cuatro etapas después de su defunción. Primero baja la temperatura del cadáver y la sangre deja de regar determinadas partes del organismo. Luego, durante la 'descomposición temprana', las bacterias consumen los tejidos y cambia el color de la piel. A continuación, en la 'fase avanzada' se acumulan los gases, el cuerpo se hincha y se rompen los tejidos. Al final, lo que antes eran piel y vísceras se esfuman y queda el esqueleto al desnudo. A veces, la humedad y otros factores hacen que el cuerpo se momifique.
En el cementerio forense, algunos cadáveres están protegidos por jaulas para evitar el ataque de carroñeros como buitres y zarigüeyas. Otros, sin embargo, están expuestos a la voracidad de las alimañas. Al lado de forenses trabajan codo con codo geólogos y geofísicos que toman muestras del suelo, el agua, el aire y la vegetación para analizar la influencia cadavérica en el medio ambiente. Su propósito es saber de qué modo un cuerpo corrupto libera sustancias que cambian las propiedades del entorno.
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La historia de estos lugares comenzó en 1969, año en que el director de la Oficina de Investigación de Kansas andaba necesitado de asesoramiento. Buscaba a alguien que pudiera determinar cuándo se había producido el sacrificio de una res por un grupo de cuatreros. Por aquel entonces, el robo de ganado estaba a la orden del día y suponía un próspero negocio. Los ladrones de ganado ultimaban a los animales en las granjas, los abrían y los destazaban sobre el terrero. Con cientos de acres a su cargo, los rancheros tardaban varios días en descubrir las vacas muertas de su hacienda. Si presentaban una denuncia, la Policía se mostraba inerme. Sin saber con precisión cuándo se había producido el sacrificio, no había nada qué hacer.
Los ganaderos pusieron su mirada en William Marvin Bass III, el hombre idóneo para culminar el desafío. Bass era profesor de Antropología Forense en la Universidad de Kansas y de vez en cuando echaba una mano a las fuerzas del orden en la identificación de restos óseos humanos. Bass, no obstante, lo ignoraba todo sobre el ganado. La cuestión se olvidó, pero de nuevo se acordaron de él cuando en 1971, mientras ejercía como docente de la Universidad de Tennessee, al forense se le pidió su concurso para ejercer su labor en ese Estado. No había que precisar el momento del óbito de una res, sino de una persona.
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De nuevo acechaban las dificultades. El forense estaba acostumbrado a la aridez y el calor de Kansas, que en nada se parecía a la humedad de Tennessee. Delante de un fiambre, Bass se sumía en el desconcierto. Con todo, el hombre no se amilanó e hizo una petición audaz a su decano. «Necesito un terreno en el que poder poner cadáveres humanos». Así nacieron las famosas 'granjas de cadáveres', que hoy se antojan imprescindibles.
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