El drama de la inmigración evidencia los prejuicios y la hipocresía que rodean a este fenómeno.
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Lalia González-Santiago
Desde hace unos días me persigue el fantasma de un hombre alto, agotado, desharrapado, quizá magrebí, que saltó delante del coche en que yo viajaba con una amiga, a última hora de la tarde por una carretera secundaria. Hizo el gesto de parar y pedir un teléfono. No había nadie cerca, ni un vehículo accidentado. Asustadas, lo sorteamos. Por el retrovisor le vimos desplomarse sobre la calzada. Temblando pensé en avisar a la Guardia Civil, pero caí en que si se trataba de alguien que acababa de saltar de una patera era entregarlo al viaje de vuelta. Aún me atormenta no haber parado y confío en que alguien más caritativo y menos miedoso hiciera lo que yo no fui capaz. Hace más de una década, un grupo de marroquíes apareció por la tarde tras la verja del jardín y todos, incluido mi hijo pequeño, nos volcamos en darles comida, mantas, facilitarles transporte.
Ellos vienen ahora igual que antes, pero nosotros estamos cambiando. Oímos tambores xenófobos, hasta donde las consecuencias del odio al otro han sido más bestiales. No tan lejos, en estas playas luminosas a las que llegan cada día pateras como antaño, incluso otra vez de madera, se oyen los comentarios más despreciativos, bochornosos, cuando no frívolos, en las grabaciones de los smartphones.
No es posible permanecer indiferentes al drama de los que llegan. No es natural, no es humano. Las cifras, siempre tan frías, no esconden las vidas que se adivinan tras los ojos de los que bajan de las lanchas de rescate. Quienes los atienden hablan de un perfil del todo opuesto al que se traza: gente con más valores humanos, más agradecidos, más sonrientes pese a las dificultades sufridas, más entusiastas, más dispuestos a trabajar y llamativamente religiosos, confiados en su Dios, el que sea. Gabriel Delgado, el responsable de Migraciones de la Diócesis de Cádiz, capellán del CETI de Tarifa, cuenta que transmiten tal deseo de vivir y tantas virtudes que «nos dan mucho más de lo que reciben. Si la gente supiera su riqueza humana los vería de otra manera».
Además de ocupar los trabajos más penosos, muchas veces en condiciones irregulares, los inmigrantes, y en especial las inmigrantes, atienden a nuestros ancianos, cuidan nuestras casas, crían a nuestros hijos con afecto y dedicación. En ellas la aventura es especialmente dura. No sólo las muchachas nigerianas, atrapadas por redes de trata, violadas, cargadas con 'niños ancla', también las demás, latinoamericanas, marroquíes, que sostienen a sus familias, aquí y allá, mientras los hombres, en especial los del otro lado del Estrecho, ni buscan empleo y esperan ser servidos como reyes. Es la historia de Fátima, su vida miserable en una aldea rifeña, su lucha por salir adelante en el cinturón de Barcelona tras ser repudiada por un marido desaparecido, de Sara, su hija, que se debate entre las dos culturas, el amor a su madre y su deseo de vivir, de las que habla Najat el Hachmi, en sus novelas 'Madre de leche y miel' y 'La hija extranjera'. Dobles víctimas, del machismo de su propia cultura y del racismo más o menos larvado en la de acogida, estas mujeres precisan un apoyo especial. Tenemos un deber moral con ellas.
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Juan José Téllez
Recuerdo aquel rotundo día de mi infancia en que vi pelear a José Legrá, campeón del mundo de los pesos plumas, en una exhibición en Algeciras. Y no fue por el crochet o el célebre baile del Puma de Baracoa, sino por el color de su piel: a mis ojos cadetes era negro como un tizón, un prieto llegado de Cuba para nacionalizarse español y cantar a dúo el lalalá con Matías Prats en la televisión mulata de la niñez. Yo estaba acostumbrado a ver los musulmanes con yilaba, turbante o zaragüelles por la Marina o braseando pulpos y pinchitos en la feria, pero jamás había visto a un negro de cuerpo presente, en aquella España que decía que no era racista, quizá porque no había con quien serlo, a excepción claro está de los gitanos, ese eterno postiguito de San Rafael de nuestra diversidad escondida o prohibida durante siglos.
Hoy seguimos diciendo que no somos racistas, pero le añadimos de inmediato un pero. El de los prejuicios es el peor. Si, en aquellos días de Legrá, de Basilio o de Machín, alguien hubiera hecho una encuesta sobre nuestras preocupaciones colectivas, nadie habría hablado de la inmigración. En todo caso, nos habríamos quejado de lo contrario, de los nuestros con maleta de cartón, cestas de mimbre y boina racial camino del cinturón industrial del soberanismo, de aquella Bélgica de Balduino a donde ahora emigra Puidemont, de la Alemania del muro, donde los latinos compartían litera con turcos y con magrebíes, de la Francia de los metecos como Picasso. De ahí que sorprenda que en las primeras inquietudes de la España de hoy figure la inmigración cuando tres cuartas partes de la Península padecen una larga crisis demográfica y han visto menos negros y menos moros juntos que aquel pipiolo que yo fui.
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Cuando Manuel Pimentel ejercía de ministro de Trabajo me confesó que sus compañeros del Consejo que se mostraban inflexibles con la regularización de los extranjeros, se desvivían por intentar resolver el permiso de residencia a su servicio doméstico. Sus señorías, como buena parte de nuestro pueblo soberano, creen que ha vuelto Tarik cuando doscientos desesperados saltan las concertinas de Ceuta o de Melilla y truena que viene el lobo en las gacetillas mediáticas y en la tribuna de oradores. Pero nadie identifica con ese supuestamente peligroso censo a Graciela, la sudaca a la que confiamos lo que más queremos, a nuestros hijos y a nuestras madres; ni Abdul, el de la carnicería halal que preside este año nuestra comunidad; ni Fátima, que vino huyendo de los fundamentalistas y se encontró con el fundamentalismo de los que creen no serlo; ni Zhang, que nos caía mal cuando abrió un bazar chino en la antigua tienda de desavíos hasta que nos dimos cuenta de que seguía siendo una tienda de desavíos; ni Yelena, la pivot, la hija de la rusa que a este paso acabará en la sub-21; ni Cheïk, el senegalés que puso un restaurante étnico y tuvo que cerrarlo cuando la crisis nos mordió a todos. Ninguno de ellos es ya un número, sino una historia, un saludo en el hueco de la mañana, una discusión nimia, una amistad fija discontinua. Ya son cualquieras. O, mejor, son distinguidos miembros de la raza humana.
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