La gastronomía ha adquirido en los últimos años el estatus de arte. Pero la cocina moderna se asienta en siglos de tradiciones.

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Lalia González

Madre

Hace años, cuando despuntaba esto de la nueva cocina, y aún se le llamaba en francés, 'nouvelle cuisine', un gastrónomo reconocido me advirtió, ... en un acto de presentación de los vinos de Aragón en Barcelona, acerca de los 'productos exclusivos'. «Yo mismo –me dijo– elaboro cada día uno con los mejores materiales, que busco en lugares escogidos y selectos, que proceso con las más cuidadas técnicas. Y al final del día, tiro de la cadena».

Mis queridos amigos gourmets me querrán matar por esta 'boutade' tan escatológica. Sé que es más bien grosera, pero en la escalada por el más allá en la cocina se han hecho tantos escarnios que bien vale para situar el tema. Cuánto rollo, qué de cantamañanas hemos tenido que soportar. De hecho, y por lo que leo, ahora lo más 'cool' es la cocina tradicional, los platos de cuchara, la receta de la abuela. Nadie hace lentejas en su casa, dicen, por eso se piden en el restaurante.

Mis descendientes nunca me agradecerán bastante que en sus casas ningún padre o madre aplastará al otro cuando quiera lucirse en la mesa con un «esto lo hacía mejor mi madre». En mi descargo he de decir que tuve mi época esforzada, pero alguno de mis hijos la atajó con un contundente «mamá, déjate de recetas». Sin un público amable y dispuesto no es posible que florezca el talento.

No obstante, me gusta la cocina en muchos sentidos. El primero, en su dimensión humana, que funciona para unir, celebrar y compartir. Es el sentido mítico del ágape. Me fascina su fuerza cultural, su capacidad para evocar, por medio del gusto, otras costumbres, paisajes, ideas, hasta literatura. Me volví loca hasta dar con la receta, de la 'tiròpita', una empanada griega con queso que un personaje de Petros Markaris usa para envenenar a sus víctimas. La hice, pero sin ninguna sustancia extraña, aclaro.

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Me interesa su dimensión económica, su atractivo turístico, el nivel profesional y de negocio, incluso el fenómeno sujeto a la moda y hasta su sentido profundo de sensualidad. Creo que hay mucha gente honesta que inventa, y bien, y que tiene gusto por la calidad, gente que llega a hacer del acto de comer (engullir) un grado de civilización (degustar).

La sabiduría de la cocina se asienta sobre el talento femenino, pero son los hombres los que hacen alarde de ella

Pero para las mujeres en general la exaltación cocinera es una metáfora de nuestra vida, un 'mansplaining' en toda regla. La sabiduría de la cocina se asienta sobre el talento femenino, pero son los hombres los que hacen alarde de ella, dan lecciones y la elevan a categoría. Han inventado... lo que ya se sabía. Como el Adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras, de Les Luthiers, que fundó Caracas. Que ya estaba fundada.

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Frente a tanto oropel y ceremonia, yo veo detrás de la cocina moderna a generaciones de mujeres cansadas, ocupadas en alimentar a los suyos, cada día, con lo que tenían a mano, y que terminaban por hacer de ello un arte. Sin pretensiones. Luego llegaron los hombres, que son los expertos, claro.

Juan José Téllez

Una de huevos a la flamenca

Qué se hizo de las tapas de huevos a la flamenca, se preguntaba no hace muchos años Antonio Burgos, en un 'ubi sunt' que también debería incluir sin duda los huevos rellenos, el hígado encebollado, la ensaladilla rusa y otros clásicos populares. Nos falta un Jorge Manrique que entone las coplas a la muerte de las papas aliñadas, los chicharrones, el serranito y los castizos bocadillos de calamares.

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Cuando las hamburgueserías gringas, muy a finales de los 70, desembarcaron en España con el mismo denuedo que los marines que hincaron la bandera de las barras y estrellas en Iwo Jima, se dieron cuenta que era muy difícil competir con la carrillada ibérica, la carne empanada y los filetes rusos. Así que depuraron sus calidades hasta consolidarse en el mercado, pero siempre con un cierto complejo de plato de segunda mesa. Sorprende, sin embargo, cómo el diseño ha matado en muy poco tiempo a la estrella de los fogones. El tataki reina definitivamente sobre las freidurías y el ceviche arrasa en el país de los boquerones en vinagre y el pulpo aliñado. Cualquier día pediremos tartar de cerdo en lugar de una ración de jamón ibérico.

La culpa de todo esto se relaciona, sin duda, con la crisis económica de 2008, que aquí la reconocimos tres años más tarde y en vez de caer Lehman Brothers cayó el gobierno de Zapatero. Cuando España no sólo iba bien sino que tirábamos las casas y las hipotecas por la ventana, los chefs se multiplicaban como si fueran 'gremlins' y pasamos de los mesones a la guía Michelín incluso mucho antes de que las televisiones sustituyeran a las mamachicho por un ejércitos de cocineros de distintas edades y condición.

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El tataki reina en las freidurías y el ceviche arrasa en el país de los boquerones en vinagre

Eran restaurantes con posibles, las casas de las visas voladoras, donde cualquier fumée de tortilla con papas, que diría Els Joglars en el Retablo de las Maravillas, intentaba imitar al Bulli, sobre todo en su carta de precios. El desplome de nuestra economía estuvo a punto –y a veces lo consiguió– de cerrar esta división balbuceantes de nuestra hostelería que, en el inevitable DAFO de la supervivencia, supo encontrar una oportunidad en donde tan sólo había dificultades. Así nacieron los gastrobares: el pez limón le echó un pulso definitivo a los bolos. Y si conocí a una familia china que mantuvo la selecta clientela de un bareto tradicional de La Macarena, en Sevilla, alternando los rollitos de primavera con las albóndigas, hasta los japoneses bajaron el 'ranking' de sus precios y se hicieron inexplicablemente asequibles.

Ante semejante competencia, a la que habría que añadir la de los kebabs y las pizzerías o las franquicias que juegan a ser ventas del camino sin guitarra machadiana, los huevos a la flamenca no se encuentran ya a pedir de boca. La marca España, si es que sigue existiendo algo semejante, debería preocuparse de estas cuestiones fundamentales y no de zarandajas sin importancia como el soberanismo catalán o el más temible fin de la canción del verano a manos del reguetón.

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