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Ilustración: Carolina Cancanilla
A cuatro manos: presencia en las redes sociales

A cuatro manos: presencia en las redes sociales

Txema Martín e isabel bellido

Viernes, 24 de agosto 2018, 00:47

¿Hasta qué punto es necesario estar hoy presentes en las redes sociales para comunicarse con nuestro entorno y 'existir'?

Isabel Bellido

Estar para ser

A Txema y a mí nos toca hablar, desde una perspectiva joven, de redes sociales y de nuestra dependencia o independencia de ellas (dependiendo del caso), un tema que a priori me parece manido y que me da pereza tratar, pero como escribió mi tan citada Carmen Martín Gaite, «dedicarse a hablar de la pereza es una forma de quedarse en ella», así que allá vamos. Si decidimos escribir sobre esto es porque nos apela, ¿pero a quién no, hoy en día, sea o no usuario? Ahora que me siento a escribir encuentro una nueva perspectiva: me siento bastante estafada por las redes sociales, algo que nunca habría supuesto cuando con apenas quince años me abrí un perfil en Tuenti; tampoco cuando en primero de carrera un profesor nos animó a abrirnos una cuenta en Twitter. No nos advirtió –¿lo sabría él?– de que en el mundo de la comunicación se convertiría en una tarea más de un trabajo casi siempre precario. Vale, nadie te va a despedir por descuidarlo durante quince días –sobre todo si corresponden con tus vacaciones–, pero posiblemente tu jefe te obligue a estar ahí –si no estás, no eres–, o lo haga alguien peor: tú mismo.

«Es horrible que ahora sea obligatorio ser ingenioso –virtualmente– para conseguir ciertas oportunidades»

En la autoexplotación que padecemos en estos tiempos competitivos y salvajes ahonda el filósofo surcoreano Byung-Chul Han desde su libro La sociedad del cansancio; en una versión ibérica también lo hacen Remedios Zafra o Jorge Moruno, cuyos trabajos recomiendo. Todas nuestras singularidades descritas en nuestras bios en redes se han convertido en particularidades –si verdaderamente lo son– comercializables: no solo están ahí los influencers para ganar dinero, también todos los que queremos destacar. Es genial, en este sentido, que las redes sociales se hayan convertido en una oportunidad para quien las utiliza de forma ingeniosa, pero es horrible que ahora sea obligatorio ser ingenioso –virtualmente– para conseguir ciertas oportunidades. Yo, de hecho, estoy. No me he ido. Tengo cuenta en Facebook, Instagram, Twitter. Y LinkedIn. Y seguramente en otras plataformas, aunque ahora no lo recuerde. Es horrible eso: no sé en cuántas me he registrado ya; tampoco sé qué hacer con mis fotos de Facebook, lugar digital que cada vez frecuento menos. Mi versión de 19 años me saluda desde ahí: «¿qué vas a hacer conmigo?». Ni la miro ni la borro, allí permanece. ¿Por qué lo hago? ¿Es pereza, Carmen, o es algo que tú aún no conocías porque estaba por llegar? Me da que es una cascada de imágenes que nos inundan sin remedio ni acción. Porque no tenemos tiempo. Lo peor es que ya me está pasando con Instagram. Y me seguirá ocurriendo con todas las que vengan.

Mi tibia oposición es estar a medias: no tengo la aplicación de Twitter instalada en el móvil porque no tengo memoria y no me molesto en hacer hueco para él. Casi no twitteo por ordenador porque me parece absurdo tener que dar cuenta del último artículo que he leído o de la última película que me ha emocionado. Va por rachas, aunque la mía creo que ya dura años. Lo normal es que sobre todo lo utilice para compartir mi trabajo, es decir, para darme autobombo. Precisamente por lo que he explicado arriba.

Txema Martín

La carne de Instagram

La mayor parte del tiempo estoy convencido de que no tener Facebook y ser en general poco amigo de publicar mi vida en las redes sociales ha sido una buena decisión; «no tengo Facebook» podría haber sido una de las frases que más veces he pronunciado en los últimos diez años. No importa. Para empezar, valoro la posibilidad de poder dedicar a otra cosa los 50 minutos de media se suelen destinar a una plataforma que es en realidad una gran portería virtual, con la exhibición gratuita de opiniones y de traumas, y el fomento de una concepción de la amistad superficial.

Allí los protagonistas no suelen ser los más interesantes, sino simplemente los que tienen mucho que decir. Así se pierde el misterio. Las únicas veces que me he podido arrepentir de no tenerlo vendrían ligadas al miedo a perderme fiestas, a que la gente no me felicite por mi cumpleaños o a que me resulte más difícil mantener el contacto con algunos amigos aunque, para esos asuntos, los correos electrónicos con temas ajenos a lo profesional siguen siendo mis preferidas junto a las clásicas llamadas de teléfono, que según de qué generación hablemos también se encuentran ahora en decadencia. Dentro de unos años, llamar por teléfono será un síntoma de vejez.

Lo mismo ocurre con Facebook, que tiene una tasa de abandono cada vez más importante. Con la publicidad que está teniendo últimamente, en particular desde Europa, tampoco es de extrañar. Cada vez que sale alguna información sobre alguna práctica de esta red me alegro más todavía de no formar parte. Me siento como esas personas que nunca se han fumado un cigarro viendo en la televisión una noticia sobre las muertes del tabaco.

«En los conciertos cada vez se ve a la gente más preocupada por lo que ve por el móvil que por el propio espectáculo»

No hay ninguna pretensión de radicalismo: a nadie se le puede achacar que forme parte de la red social que le salga del peine. Yo utilizo de manera diaria Twitter, por imperativo profesional más que por cualquier otra cosa, aunque reconozco que la plataforma de microblogging también me ha dado muchas alegrías y ha generado nuevos descubrimientos que han sido, por otra parte, pocas relacionadas con las personas sino con las ideas. Otras veces el odio y la mala leche que he visto me han dado ganas de borrarme, supongo que a todos nos ha pasado. También tengo una cuenta en LinkedIn que conservo como si fuera un plan de pensiones. No uso Instagram porque me parece otra esclavitud, y hace tiempo que uno decidió tener las mínimas posibles. En los conciertos cada vez se ve a la gente más preocupada por lo que ve por el teléfono móvil que por el propio espectáculo, en los restaurantes o en los museos, lo mismo. Las cosas más interesantes no tienen por qué quedar bien en Instragram. Cuando las redes sociales sirven para ofrecer a los demás una autentificación de la experiencia o un catálogo de selfies, se convierten en un coñazo.

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