En este comedor escolar no hay comida de rancho, ni bandejas, ni regañinas a la hora del almuerzo. Aquí los niños no hacen pucheros a la hora de comer, no se quejan ni repiten a modo de letanía: «No me gusta», «no quiero ... más» o «no tengo hambre». Aquí, todo entra por los ojos y huele que alimenta. Tampoco hay prisas. Todo invita a disfrutar de un menú que se sirve en platos de cristal y siguiendo el orden de un primero, segundo y postre. Por supuesto, basado en la dieta mediterránea y con frutas y verduras de temporada, muchas de ellas ecológicas y de kilómetro cero que proporcionan proveedores locales.
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Todo está estudiado para que comer sea un placer y no un mero trámite con el que el colegio tiene que cumplir. Hasta la decoración se cuida: paredes pintadas en color crema, techo insonorizado para amortiguar el griterío infantil y un enorme vinilo con la imagen de un frondoso bosque, entre cuyos árboles se filtran los rayos del sol, para relajar el ambiente. «Aquí el comedor es el espacio más importante del colegio. No es la 'clase I' ni la clase II'; es nuestro comedor, como lo puede ser el de nuestra casa. Quizá alguien piense que estudiar Lengua y Matemáticas es lo más importante, pero yo creo que saber comer es fundamental en la vida y hay que aprender a hacerlo bien desde que nacemos», defiende Joaquín Marzá, director del Colegio Manuel Riquelme de Hurchillo, una pedanía del municipio alicantino de Orihuela.
Joaquín Marzá. Director
Pilar Baldó. Cocinera
Este centro público acaba de recibir el Premio Nacional de Alimentación Escolar, que concede anualmente el Ministerio de Sanidad y Consumo, por su proyecto 'Sabor de vivir'. No tiene dotación económica, pero después de 12 años trabajando en él, Marzá siente que le han tocado el Gordo, la Primitiva y la Bonoloto, «todo a la vez», bromea este profesor de Lengua Castellana en sexto curso de Educación Primaria. «Este reconocimiento demuestra que íbamos por el buen camino, pone en valor el trabajo de nuestro comedor y valora el estilo de vida saludable que queremos enseñar a nuestros alumnos», declara.
Pero nada de esto hubiera sido posible sin Pilar Baldó. «Ella es el 'alma mater', la que le pone corazón a todas esas comidas para que, además de ser nutritivas y saludables, estén ricas», asegura Marzá. La fichó nada más abrir el comedor escolar hace 12 años, cuando trabajaba con su marido en un restaurante próximo al colegio, al que acudía «por sus platos caseros». A Pilar nunca le gustó el bar y en aquella propuesta vio una oportunidad. Hoy, a sus 65 años y a punto de jubilarse, no se imagina sin sus «chiquitos». «Los conozco a todos, al que come y al que no, y por qué ocurre. Sé cuál es la comida favorita de los 140 y si hay algo que les gusta menos, busco la manera de hacérselo más agradable. Ocurre con el pescado, pero yo les hago una salsica con un poquito de Danone y perejil picado y da gusto ver cómo se lo comen».
En este comedor no hay sitio ni para fritos ni para procesados. La empresa Catering 45 les proporciona los alimentos y una nutricionista diseña los menús para que sean equilibrados. El resto corre a cuenta de Pilar. A diario se come fruta y verdura de temporada; pescado y legumbres, una o dos veces por semana, y el yogur, solamente un día. Los miércoles, los más pequeños se hacen su propio zumo de naranja en clase, y, periódicamente, prueban platos típicos de otras regiones gracias al proyecto 'Viajando por España'.
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La jornada que hay lentejas es una fiesta. «Les encantan. Yo les echo muchas verduras, pero para que no se las encuentren, las trituro, las paso por el chino y quedan cremositas como a ellos les gusta», detalla Baldó. Su cocido no se queda atrás. «A veces me llaman al comedor para decirme que les recuerda al de su abuela y no sabría cómo explicarle la satisfacción que siento cuando desde la cocina escucho a los pequeñines volverse locos de alegría cuando ven que ese día hay puchero», relata.
Enormemente orgullosa por este reconocimiento, Pilar insiste en que la receta de su éxito no es secreta, «solo tener ganas, ponerle mucho cariño a lo que se hace y, sobre todo, dedicarle el tiempo que haga falta al cocinado. Las cosas a fuego lento se cocinan mejor y si tengo que entrar ese día un poco antes, pues entro». Es lo que le pasó en noviembre, cuando el colegio se lo dedicó a la granada. «En lugar de llegar a las nueve, llegaba media horita antes para desgranarlas y tenerlas listas lo primero», aclara Pilar. Como dice Marzá, no es una cuestión de dinero, sino de optimizar los recursos y, sobre todo, de tener muy claras las prioridades.
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