JAVIER GUILLENEA
Jueves, 23 de mayo 2019, 00:18
La multinacional Danone ha hecho pública recientemente su decisión de abrir el acceso de la comunidad científica a su colección de cepas de bacterias para fomentar la investigación sobre el papel de los fermentos en el intestino y la salud. La compañía, que acaba de ... cumplir cien años, guarda este pequeño tesoro en dos lugares: en la Colección Nacional de Cultivos de Microorganismos, ubicada en el Instituto Pasteur de París, donde se hallan depositadas 198 cepas de fermentos lácticos y bifidobacterias, y en el Centro de Investigación en Innovación que posee la empresa en París-Saclay.
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Son en total 1.800 cepas cuidadosamente conservadas, algunas de ellas de sesenta años de edad, aunque la multinacional solo utiliza un par de decenas para elaborar sus productos. Las demás aguardan el momento de que alguien descubra qué se puede hacer con ellas o, como ha dicho el presidente de Danone, Emmanuel Faber, de «servir a la revolución alimentaria».
«Las cepas serían los jugadores, cada uno con su nombre y apellido, y los fermentos el equipo de fútbol. Muchas de las cosas que comemos, como el pan, la leche, el yogur o el vino, están fermentadas», explica Montse Andreu, responsable de Desarrollo y Aplicaciones de Fermentos de Danone. Solo en un gramo de yogur hay cien millones de bacterias. Para saber cuántas nos comemos en un envase de 125 gramos basta con multiplicar y prestar después atención a los ceros, que son muchos.
Los fermentos lácticos y las bifidobacterias, las que se utilizan para producir yogures y leches fermentadas, pueden tener una gran variedad de usos adicionales, tanto dentro como fuera de la industria alimentaria. «Nuestra colección puede ser útil para mejorar la alimentación del ganado y la calidad de la leche y la carne o para proteger y regenerar el suelo incrementando así la fertilidad de la tierra», recalca Montse Andreu. Pueden servir también para aumentar la diversidad de los productos alimenticios naturales fermentados, facilitar la digestión de las vacas para mitigar sus emisiones de metano o reducir la propagación de la resistencia a los antibióticos.
En arcones congeladores o en nitrógeno líquido, miles de organismos vivos permanecen aletargados a la espera de una mano que los despierte. Forman parte de una biodiversidad microscópica que se mantiene custodiada en instituciones repartidas por todo el mundo y cuya existencia solo es conocida por los investigadores. «Son un tesoro que permanece bastante oculto», afirma María Jesús Pujalte, catedrática de Microbiología de la Universidad de Valencia e investigadora en la Colección Española de Cultivos Tipo (CECT), uno de los dos centros públicos de recursos microbianos del país (el otro es el Banco Español de Algas).
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En la sede de la CECT duermen su gélido sueño más de 9.000 cepas de bacterias, arqueas, levaduras y hongos filamentosos. «Se hacen controles periódicos para ver si siguen vivas, lo que exige personal especializado y un trabajo continuado», señala la catedrática. El centro, dirigido por Rosa Aznar, es una especie de gran mercado que vende microorganismos casi a precio de coste a quienes lo soliciten y estén autorizados.
Pueden ser científicos que necesitan varias cepas para ampliar las conclusiones de una investigación o laboratorios que las compran para compararlas con otras bacterias similares. La CECT se convierte así en un dispensador de microorganismos que se utilizan como unidad de medida. «Para hacer un control microbiológico de aguas depuradas se necesitan unas cepas de referencia para compararlas con las que se identifican en ese agua», pone Pujalte como ejemplo.
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La CECT también sirve como depósito donde se guardan cepas cedidas por investigadores convencidos de que esas bacterias pueden aportar un conocimiento o una aplicación importantes, quizá no ahora pero sí en el futuro. Se almacenan y se mantienen para que no cambien con los años, con la esperanza de que, con el tiempo, algún científico que quizá aún no ha nacido haga carrera con ellas.
Una de las más demandadas es la E. coli, una auténtica incomprendida, sobre todo desde que en 2011 causó la muerte de más de 50 personas en Alemania e infectó a más de 4.400. Se utiliza habitualmente, al igual que la también desprestigiada Salmonella, como cepa de referencia para analizar la calidad del agua, pero su manipulación no entraña riesgos. En la CECT no hay bacterias superpatógenas; todas son inocuas o, como mucho, solo causan enfermedades banales.
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La de la CECT es una de las dos colecciones públicas en España, pero hay otras muchas privadas que están en manos de investigadores o empresas. Que se compartan o no con otras personas o instituciones es una decisión personal de cada uno. «Las de las empresas -dice María Jesús Pujalte- son todavía más cerradas porque son microorganismos que ya se han desarrollado para un proceso industrial».
Para dar visibilidad a todas las colecciones dispersas en España, la CECT ha creado la red Microbiospain. «Hay muchas, casi cualquier universidad que cuente con un departamento de Microbiología tiene su propia colección», sostiene Aurora Zuzuarregui, gestora de recursos microbianos de la CECT. Algunas están especializadas en 'temáticas' como vino, queso, biofertilizantes o patógenos de plantas o animales. Son bibliotecas donde se conservan vivos microorganismos, cada uno con su nombre y apellido y con un potencial que, en muchas ocasiones, aún está por descubrir. «No se sabe exactamente todo lo que se puede hacer con ellos», indica la investigadora. Lo que sí se sabe es que están vivos y que tarde o temprano despertarán.
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