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CARMEN DELIA ARANDA
Las Palmas de Gran Canarias
Domingo, 20 de febrero 2022, 11:20
El volcán palmero aún está vivo, aunque ya no emita lava ni piroclastos. Por ello, los científicos no han dejado de vigilarlo. Ahora lo hacen muy de cerca, explorando sus cráteres y laderas para tomarle el pulso en una agonía posteruptiva que puede prolongarse mucho ... tiempo.
El equipo de la Red de Vigilancia Volcánica del Instituto Geográfico Nacional (IGN) no se ha separado del monstruo moribundo que, despojado de su espectacular peligrosidad, sigue deparando riesgos menos obvios.
«Aunque la erupción se dio por finalizada el 13 de diciembre, está en su fase posteruptiva y para entender lo que ha pasado -no solo la actividad superficial sino los procesos internos- hay que tener datos de todo el proceso», explica el vulcanólogo griego del IGN, Stavros Meletlidis, uno de los vigilantes del volcán.
Para tomarle el pulso, este equipo se encarga del mantenimiento de las estaciones y redes para que sigan proporcionando datos de calidad, de recabar información sobre la geodesia, de tomar muestras de rocas, picón y ceniza y, sobre todo, de analizar la geoquímica de gases, agua y gases disueltos en agua en distintas zonas del edificio volcánico, útiles para detectar cualquier cambio y entender cómo es la fase posteruptiva, explica Meletlidis que lleva desde el 14 de septiembre trabajando en estas tareas.
«Lo primordial es seguir estando alerta porque la emergencia no ha acabado», afirma el vulcanólogo cuyo trabajo consiste en acopiar los datos que llegan de la red de sismógrafos, de los inclinómetros, de las estaciones GPS/GNSS que calibran la deformación del terreno, además de recorrer el cono y las coladas para medir la temperatura del suelo y tomar muestras de gases, aguas y rocas.
Esta tarea entraña sus riesgos. «Un volcán no se enfría tan rápido como imaginamos. En ciertos puntos de las paredes del cráter, donde queda al descubierto el interior del cono, hay roca incandescente a 1.000 grados. Esta roca tiene una gran capacidad para mantener el calor y se enfría de forma muy lenta, sobre todo a una profundidad de unos cinco u ocho metros», dice.
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En la base de las coladas, la temperatura es inferior. «Está a unos 400 o 600 grados, dependiendo del grosor de la capa de lava y de en qué momento se ha depositado, si en la primera o en la última colada», señala el científico que recalca que estas rocas incandescentes pueden mantener altas temperaturas meses y, si están situadas en los conductos eruptivos, durante años.
Las altas temperaturas no son el único riesgo de estas incursiones al cráter; la emisión de gases y la inestabilidad del terreno complican el trabajo de campo. «Cuando accedemos a esa zona siempre vamos equipados con protección individual -traje, cascos, gafas-, además de medidores de gases. Sobre todo, intentamos no acceder a zonas con mucha pendiente por la inestabilidad de las paredes», indica el vulcanólogo que, en esos arriesgados paseos, escucha a menudo el ruido de los desprendimientos en el interior de los conos. «Algunas veces -dice Meletlidis- tenemos previsto acceder a algún punto y tenemos que abandonar porque las condiciones meteorológicas y la emisión de gases son adversas».
Y es que la desgasificación es la principal actividad del volcán en esta fase posteruptiva. «El material se solidifica en profundidad y, cuando lo hace, se rompe. Esas fracturas provocan gases que salen a la superficie. Este proceso durará varios meses, hasta que el material esté tan frío que los gases no tengan entidad suficiente para salir», explica el vulcanólogo que aclara que el volcán palmero ahora está emitiendo más vapor de agua que dióxido de azufre o dióxido de carbono. «Antes hablábamos toneladas diarias de dióxido de azufre ahora solo de unas decenas de kilogramos», comenta.
Esta desgasificación no es continua y aparece en distintas zonas de forma puntual, lo que entraña un riesgo impredecible. Por eso, Meletlidis pide que nadie se juegue la vida por saciar su curiosidad o por sacar una foto en las coladas. «Además de los gases tóxicos, el peligro principal es la inestabilidad del material», sobre todo, en los frágiles techos de los tubos volcánicos que, al pisarlos, se rompen, pudiendo provocar caídas en huecos donde las rocas se mantienen a 600 grados.
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