paula rosas
Martes, 23 de abril 2019, 00:25
«Es la belleza del gesto lo que buscamos, la justa medida entre lo hermoso y lo eficaz, el arte antes que el deporte, el espíritu del caballero». El reloj parece haberse detenido en la sala de esgrima Coudurier, la más antigua de París, ... fundada en 1886 y donde el maestro Jean Pierre de Pinel de la Taule enseña desde hace casi medio siglo. Los sillones de cuero, el pequeño taller de reparación de armas en una esquina, los grabados y pinturas que cuelgan de las paredes y que detallan las diferentes técnicas de asalto, el gran marcador de madera donde se anotan los nombres de los tiradores. Todo parece suspendido en un tiempo pasado, donde las afrentas se resolvían noblemente con el arte del florete, la espada o el sable, y la muerte no estaba reñida con la buena educación.
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Cada barrio de París contaba entonces con al menos dos salas de esgrima, donde los caballeros iban a aprender a defenderse y a atacar, una cuestión vital en una época donde el honor se defendía con la sangre. «A finales del siglo XIX, cuando abrió esta sala, había muchísimos duelos, sobre todo entre periodistas, abogados o políticos», relata el maestro. El último conocido en Francia tuvo lugar hace poco más de 50 años, en 1967, y partió, cómo no, de la política. El socialista Gaston Deferre, alcalde de Marsella, y el gaullista René Ribière se habían enzarzado en una acalorada discusión en la Asamblea Nacional que acabó con Deferre espetándole a su adversario un «¡Cállese, idiota!». Ribière sintió su honor ultrajado y pidió reparación por las armas. Eligió la espada y batirse a primera sangre. Los duelistas se citaron al día siguiente en un lugar secreto para evitar a la Policía y los periodistas. El combate duró poco más de cuatro minutos después de que el socialista lograra alcanzar a su rival en el brazo. Otro gallo cantaría hoy en la política si los insultos se siguieran contestando con la espada.
Este fue el último duelo aunque, para entonces, la mayor parte de las salas de esgrima ya habían desaparecido, en su mayoría durante la Primera Guerra Mundial. Pocos tenían ya ganas de batirse en duelo. La guerra había derramado demasiada sangre, explica De Pinel de la Taule. Pero la Coudurier sobrevivió. El eco del batir de los floretes y las espadas resuena aquí desde 1886, cuando Alexandre Coudurier fundó esta pequeña sala privada del barrio Latino de París, en una callejuela entre el Sena y el bulevar Saint Michel. Lo heredó su hijo Maurice. Con sus enormes bigotes, padre e hijo observan a los nuevos tiradores desde sus retratos en ambos extremos de la sala. «Yo soy la tercera generación», afirma orgulloso el actual maestro, que se hizo con las riendas del club en 1971. A sus 75 años, con su amplia sonrisa, el maestro de esgrima es la estampa misma de la nobleza.
Un anciano algo encorvado entra por la puerta, saluda a todo el mundo y desaparece detrás de una cortinilla que hace las veces de vestuario. Sale vestido de blanco de arriba abajo –la equipación reglamentaria–, busca su máscara entre las decenas perfectamente ordenadas en la pared y se lanza a un asalto contra otra compañera. Parece transformado. Su muñeca se mueve rápida con el florete. No es el más anciano, confiesa el maestro. «El año pasado nos dejó un alumno muy querido con 97 años. Estuvo viniendo tres veces por semana hasta medio año antes de morir. Tiraba muy bien, y eso que había empezado a los 68 años. La esgrima no tiene edad».
La escuela cuenta con un centenar de alumnos de todas las edades. Más que una escuela, la sala Coudurier es una pequeña familia. La mayoría lleva décadas viniendo. «Para mí es como una terapia. Me despeja completamente de mis problemas diarios. Cuando vengo, aunque esté cansada, durante dos horas no pienso en nada más que en los asaltos, y eso me libera», confiesa entre dos combates Fariba, diseñadora industrial y alumna del maestro De Pinel de la Taule desde hace 17 años.
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Las mujeres son un tercio de los alumnos, y cada año hay más. «Es un deporte, pero también es un arte, y eso atrae a las mujeres, que prefieren la belleza del gesto antes que la violencia», opina el maestro. De Pinel de la Taule lamenta el camino que ha tomado actualmente la esgrima. «La parte estética prácticamente ha desaparecido. Ahora se busca la eficacia, la brutalidad, la potencia física. Un poco lo que ha sucedido con el tenis».
De la sala Coudurier no saldrán campeones olímpicos. Aquí las bandas de cuero para los combates miden apenas 7 metros, mientras que la competición moderna exige un mínimo de 14, pero a nadie le importa. Ese no es el objetivo. Aquí prima el espíritu del caballero y son los tiradores, cuando han sido tocados, los que dicen «touché»; jamás se reclama un punto al adversario. «Aquí se viene por el arte, para desarrollar la concentración, el dominio del gesto, el equilibrio, la flexibilidad, la coordinación, pero también la buena educación y la amabilidad», señala Jean-Michel Ulmann, que practica desde hace 55 años. Los beneficios son muchos. «Pero no nos tomamos muy en serio. Venimos por el placer».
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