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i. ochoa de olano
Lunes, 21 de octubre 2019, 23:58
Llevar una doble vida puede convertirse en una humillante losa que acaba sepultando a su portador. Algo así estuvo a punto de ocurrirle a Aimee Stephens, una empleada de una funeraria de Detroit, en Michigan, que nació como Anthony hace 58 años. Enseguida se reconoció ... como una niña, a los cinco, pero no se vio con la fortaleza suficiente para presentarse al mundo como una mujer hasta que cumplió los cuarenta. Lo hizo con el apoyo pleno de su familia y de su pareja, Donna, quien siempre supo en silencio que detrás de su amoroso marido latía una amorosa esposa. En el trabajo, sin embargo, todos seguían ignorando su gran verdad. «Aquello hizo que me sintiera atrapada e intenté suicidarme. Al final, logré armarme del valor suficiente para contar allí lo que me ocurría», relata.
Ocurrió el 31 de julio de 2013. Hastiada de ser una mujer en casa y un hombre en la oficina, decidió que solo iniciaría sus vacaciones de verano si antes abría su corazón a su jefe en la empresa funeraria de cuya plantilla llevaba seis años formando parte. Lo hizo por escrito. Su carta decía así: «Queridos amigos y compañeros, lo que os tengo que decir es muy difícil para mí y ha requerido de todo el coraje. Entiendo que para algunos puede resultar difícil de entender. He tenido que vivir con esto cada día de mi existencia y ni yo lo entiendo por completo. A pesar de lo angustiante que seguramente será para mis amigos y familiares, necesito dar este paso por la propia paz de mi conciencia y así acabar con la agonía de mi alma». Todo lo que pretendía Aimee con aquel desnudo vital y emocional era que, a su regreso tras el descanso estival, pudiese acudir a sus quehaceres laborales vestida como una mujer, «mi verdadero yo».
A las dos semanas le comunicaron su despido. R.G. & G.R. Harris Funeral Homes, la firma para la que ejercía desde 2007 de embalsamadora y directora funeraria, brindando consuelo a los que habían perdido a un ser querido, no deseaba volver a verla por allí. Como testificaría más tarde el dueño del negocio, Thomas Rost, él había contratado a un hombre hacía seis años y su «representación» como mujer resultaría «una distracción inapropiada» para el duelo de las familias, además de «un rechazo a los mandamientos de Dios», enfatizó. Lejos de aceptar el 'hasta nunca' y una oferta de tres meses de salario como indemnización por despido, a cambio de que cerrara el pico y no discutiera el asunto, Aimee decidió ponerse en pie y pelear por su dignidad. Allí estaba Donna para alentarla a denunciar aquel flagrante caso de discriminación transgénero.
Los comienzos fueron desalentadores. Un primer juez falló contra la trabajadora, defendiendo los derechos religiosos de Rost; luego, un tribunal de apelaciones de Cincinnatti le dio la razón, pero la funeraria recurrió. Determinada a no tirar la toalla, su despido ha llegado hasta la misma mesa del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que analiza por primera vez un caso de esta naturaleza, en la que constituye la batalla más trascendental del colectivo LGBTI desde la legalización del matrimonio igualitario, en 2015.
La corte más importante del sistema judicial de ese país, la misma que consagró el derecho al aborto, vetó la segregación racial en los espacios privados o blindó la libertad de quemar la bandera de las barras y estrellas, se enfrenta ahora a otro momento histórico. Debe dilucidar si el Título VII de La Ley de Derechos Civiles de 1964, que prohíbe la discriminación de los trabajadores por motivo de raza, sexo o religión, cubre también la orientación sexual y el cambio de sexo.
El Supremo pronunciará su fallo tras escuchar la historia de Aimee Stephens, representada por la gran Asociación de Libertades Civiles de Estado Unidos (ACLU, por sus siglas en inglés), así como la de dos hombres gais que perdieron sus respectivos empleos después de que dieran a conocer su condición sexual. Uno de ellos es Donald Zarda, un instructor de paracaidismo que en 2010 comentó a una clienta que no se sentía cómoda con la idea de pegarse a él en el salto, que era «100% homosexual». Aquello, según aseguró el monitor, llevó a su despido sin más motivo. El otro es Gerald Bostock, un trabajador social dedicado a niños con problemas en un condado de la sureña Georgia. En 2013 se apuntó a una liga de fútbol LGBTI, lo que le sacó del armario en su entorno laboral. Pocos días más tarde se quedaba sin trabajo.
«El género es algo más de lo que hay entre tus piernas cuando naces», no se cansa de clamar una frágil Stephens, cuya salud se ha visto mermada durante todos estos años de lucha judicial, que ahora ha entrado por fin en su fase decisiva.
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