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Dani tiene once años, pero maneja estrategias de supervivencia como si acabara de volver de la guerra. «Con esta escopeta no hago tanto daño» ... , lamenta a través de su micrófono con auriculares mientras juega a 'Fortnite' con Jorge, su vecino, un año menor, ambos conectados pero cada uno en su casa: «Para de construir y vamos a luchar, que me aburro». La escena, por habitual, parece inofensiva. Y tal vez lo sea, pero el descontrol sobre la frecuencia, duración e intensidad del juego puede derivar en el abuso de consolas y ordenadores, una dependencia sin sustancia cuya detección a menudo genera reticencias entre los padres, incapaces de reconocer que su hijo ha desarrollado una adicción cuando ni siquiera ha alcanzado la adolescencia. Pero Proyecto Hombre avisa: más del treinta por ciento de los menores de dieciocho años atendidos en 2018 no requirieron ayuda por el consumo de drogas o alcohol sino por problemas de conducta relacionados con las ya no tan nuevas tecnologías.
Martín, nombre ficticio, historia real, tiene quince años y acude al psicólogo desde hace tres. Una llamada del colegio alertó en casa: «Cuando me daban un ordenador para hacer algún trabajo lo usaba para jugar. He tenido una adicción, ahora lo sé. Seguía jugando incluso cuando estaba aburrido de jugar». En terapia se abre, exorciza unos demonios que lo arrinconaron demasiado pronto, cuando carecía de herramientas para combatirlos: «Tampoco tenía otras aficiones. Mis padres se enfadaban mucho, mucho. No querían que jugase porque tenía sueño todo el día, no hacía los deberes y sacaba malas notas. El ambiente en casa no era bueno». A Lucas, trece años, no le afectó en su rendimiento escolar, pero sus relaciones familiares se deterioraron hasta límites insospechados para «un niño que siempre había sido muy dulce», como recuerda su madre, que un día dejó de reconocer a su propio hijo: «Le escondí los mandos para que no jugara más y acabó rompiendo una silla, dando portazos y diciendo que me odiaba».
A veces no hacen falta juegos para que se produzcan alteraciones de comportamiento. A Virginia, dieciséis años, la batería del teléfono apenas le duraba unas horas. Había bloqueado a su familia en redes sociales, donde pasaba casi todo su tiempo libre: «Me dolían las cervicales de tanto estar con el móvil. Me acostaba pronto, pero no me dormía hasta las dos o tres de la mañana porque estaba todo el rato con WhatsApp, Instagram, Facebook, YouTube y Snapchat». Se dio cuenta de su trastorno cuando una psicóloga le propuso prescindir de su teléfono durante un día, veinticuatro horas que se convirtieron en una tortura esclarecedora: «Me puse muy nerviosa, sudaba, era como si me faltara algo». Pero tampoco su vida hiperconectada la satisfacía: «Me frustraba si no conseguía 'me gusta' o si perdía seguidores, y también cuando no se me ocurría qué subir».
La Organización Mundial de la Salud ha incluido recientemente la adicción a los videojuegos en su lista oficial de enfermedades, un trastorno caracterizado «por un patrón de comportamiento de juego persistente o recurrente, que puede ser online o sin conexión a Internet». Fernando Díez, psicólogo de la Asociación Malagueña de Jugadores de Azar En Rehabilitación (Amalajer), advierte del reverso tenebroso que esconde un hábito que, bajo control, resulta beneficioso para los más pequeños: «Existe el riesgo de que los móviles o los videojuegos les acaben divirtiendo más que las relaciones sociales o familiares, y eso hace que la soledad comience a agrandarse, que se vayan separando de su entorno». Es entonces cuando surge el aislamiento, la gran paradoja de un mundo más conectado que nunca: «Los niños se encierran en sí mismos, se irritan cuando intentan controlarles el tiempo de juego, descuidan las habilidades sociales y la alimentación e incluso la higiene».
Los psicólogos coinciden en que el camino hasta desarrollar una adicción resulta largo, pero iniciarlo es más sencillo de lo que parece. «Para los padres es apetecible que los niños estén jugando al ordenador o la consola, o con el móvil o la tablet, en el sentido de que están en casa, protegidos, y no molestan porque hay algo que los entretiene», explica Díez. Pero esa comodidad puede pasar una factura demasiado alta cuando el descontrol engulle los hábitos infantiles y adolescentes: «Cada vez juegan a edades más tempranas. Hay que saber cortarles las alas, sin miedo». La detección del problema, sin embargo, no es fácil, al menos en su estado inicial: «Hay niños que juegan tres horas diarias y no son adictos, y otros que desarrollan una dependencia aunque sólo dediquen una hora al día porque luego están todo el tiempo pensando en eso; no depende tanto del tiempo invertido sino de la interferencia que tenga en la vida cotidiana».
«Ve a por más armas», insiste Dani, que continúa jugando a 'Fortnite', la mayor revolución de la industria del videojuego en las últimas décadas. Diseñado por Epic Games, está recomendado para mayores de doce años según el código PEGI, que ofrece información orientativa sobre la edad adecuada de uso de los estos juegos en función de su contenido. Como muchos otros títulos, inicialmente es gratuito, pero existe la posibilidad de pagar para acceder a contenidos exclusivos que ofrecen ventajas competitivas y estéticas a las que pocos usuarios se resisten. En Amalajer han registrado un descenso «considerable» en la edad de sus pacientes, una situación que también resulta complicada de gestionar para los psicólogos: «Cuando el adicto tiene ocho o diez o doce años, son los padres quienes acuden al centro para que evaluemos a sus hijos. Y la terapia es diferente, claro, porque no dejan de ser niños».
Antonio Soto, psicólogo y director de prevención y nuevas adicciones de la clínica Triora en Málaga, abre una puerta al optimismo: «No hay que esperar a que pasen dos o tres años para acudir a un especialista porque, cogido a tiempo, el problema es corregible, aunque a veces haya ciertas reticencias a llevar a terapia a los menores y reconocer que están desarrollando una dependencia». En este punto resulta fundamental advertir los detalles que pueden ayudar a resolver el abuso de los videojuegos o de las redes sociales antes de que se convierta en una adicción: «Si tu hijo estuviera cuatro o cinco horas seguidas haciendo la misma actividad, ¿no te preocuparías? Todo hábito tiene riesgos, aunque no sean extremos: sobreestimulación, problemas de alimentación, dificultades sociales, insomnio, sedentarismo... Estamos ante una inacción por normalización».
Soto incide en la necesidad de evitar la demonización de las consolas para reparar la brecha generacional que se produce entre los nativos digitales y sus padres: «Es difícil controlar el uso de algo que no sabemos utilizar». Por eso los psicólogos recomiendan el juego en familia, el acceso de los mayores a las nuevas formas de ocio infantil. En los casos más extremos, cuando ya se ha desarrollado la adicción, la intervención profesional resulta básica, como relata el psicólogo Carlos Buiza, autor de una investigación sobre el uso de videojuegos: «He visto a adolescentes con vidas absolutamente destrozadas. Aunque sus padres escondan el ordenador bajo mil candados, encuentran la forma de jugar como el alcohólico encuentra una botella de whisky y no para hasta bebérsela».
Como parte de su trabajo de campo, Buiza visitó cuatro institutos en zonas de diferentes niveles socioeconómicos para analizar a 707 menores de entre doce y dieciocho años: «Les pasamos un cuestionario para medir posibles problemas con los videojuegos y descubrimos que el juego acaba devorando las obligaciones pero también el ocio, aunque neurocognitivamente pueden desarrollarse muchas habilidades positivas, siempre que el uso sea moderado». La dependencia lo complica todo y acaba minando la autoestima y el comportamiento social, «que son indicadores de salud mental» especialmente importantes para los menores, en pleno crecimiento: «Los adolescentes son vulnerables, hay que estar siempre en alerta con ellos».
Los casos de adicciones a la tecnología registrados en Proyecto Hombre han aumentado del ocho a más del treinta por ciento en apenas dos años, dato que seguirá incrementándose según las alertas de los psicólogos, que revelan la preocupante detección de síntomas cercanos a la dependencia entre menores de cinco años. La imagen resulta común: los móviles y tablets son utilizados para entretener a niños cada vez más pequeños a la hora de comer, por las tardes... «Los tenemos anestesiados», sentencia Díez. Luego, cuando las pantallas son apagadas o retiradas, llegan las pataletas: «Y muchos optan por volver a encenderlas para que no protesten, pero como caldo de cultivo es una reacción terrible».
La desintoxicación incluye el reconocimiento del problema, que requiere un análisis complicado de plantear en estas edades, y la voluntad de someterse a terapia. Con suerte, será el principio del final de un camino que comienza a andarse de manera casi inapreciable, con partidas que se prolongan durante horas. Porque hasta el más recomendable de los hábitos puede convertirse en un infierno si acaba apoderándose de un tiempo que deberían ocupar muchas más actividades de las que caben en una pantalla.
Evitar demonizar las nuevas tecnologías
Resulta un error demonizar las nuevas tecnologías. «A nivel neuronal y cognitivo, los videojuegos pueden tener muchos beneficios para niños y adolescentes», explica Carlos Buiza. Sólo el abuso, normalmente derivado de la falta de control sobre el tiempo, la frecuencia y la intensidad de juego, representa un peligro.
¿Cómo establecer límites horarios?
Los psicólogos no se ponen de acuerdo para dar respuesta a esta pregunta. «Aunque mucha gente se eche las manos a la cabeza, yo recomendaría no jugar de lunes a viernes y limitar el juego a dos o tres horas los fines de semana», aconseja Fernando Díez. Antonio Soto advierte de que el tiempo de juego no constituye el elemento más decisivo para detectar una adicción: «Hay niños que a lo mejor juegan una o dos horas pero luego pasan tres horas viendo vídeos en YouTube de ese mismo videojuego, hablando de él con compañeros o pensando en jugar mientras están en el colegio. Y otros menores juegan más tiempo pero saben disfrutar de otras cosas en sus momentos de ocio».
¿Cómo controlar el tiempo de juego?
Lo recomendable es pactar con los niños un tiempo razonable de juego y hacerlo cumplir. Pero no sirve desenchufar la consola; conviene avisar minutos antes de que se agote el tiempo acordado para darles opción a que guarden la partida o la acaben como quieran.
¿Hay factores de riesgo?
Cualquier persona puede desarrollar una adicción, aunque Fernando Díez incide en que «hay algunos niños más vulnerables que otros». ¿Y cómo distinguirlos? «En general, los menores con poca tolerancia a la frustración o alta impulsividad son perfiles más proclives». Carlos Buiza añade: «Ser varón parece un factor de riesgo a la hora de engancharse a los videojuegos». Las mujeres, en cambio, muestran más tendencia a depender de las redes sociales. También la soledad y los problemas para relacionarse socialmente suponen un factor de riesgo para resguardarse tras las pantallas.
¿Cómo reducir la brecha generacional?
Uno de los principales problemas de la dependencia a las nuevas tecnologías reside en la falta de destreza de muchos padres, que impide poner normas o conocer los riesgos ante posibles adicciones de sus hijos, nativos digitales que han crecido manejando todo tipo de dispositivos. Para reparar esta brecha generacional, los psicólogos recomiendan jugar en familia, que los padres accedan a las nuevas formas de ocio infantil y juvenil.
¿Cuándo y a qué deben jugar?
También es importante saber cuándo resulta preferible jugar. Aquí hay bastante unanimidad: hay que evitar el uso de la consola después de cenar y antes de dormir. Los videojuegos generan numerosos estímulos que no son positivos para el descanso de los niños y van contra los procesos del sueño. En cuanto al contenido, hay que procurar que los menores de entre tres y siete años accedan a juegos sencillos que premien la imaginación y la habilidad y aumenten el vocabulario y la capacidad de lectura. A partir de siete años hay que estar más atentos al tiempo que pasan jugando. Y son recomendables los videojuegos de estrategia sencilla, como Minecraft, en su versión infantil, Lego o Zelda.
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