ALEJANDRO PEDREGOSA
Domingo, 21 de agosto 2016, 00:29
Si te vuelvo a ver pintar un corazón de tiza en la pared, te voy a dar una paliza por haber escrito mi nombre dentro». Esas fueron sus palabras exactas. Aún hoy las recuerdo con una claridad infantil no exenta de pena. Tenía Javier los ojos muy azules y un hoyuelo en la barbilla que, a pesar de la juventud, le confería cierto aire adulto. Rondábamos los trece años; esa edad en que la vergüenza y el deseo se funden en un rarísimo sentimiento que luego no se recupera jamás.
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En efecto, estaba terminando el curso y con mano temblorosa yo escribí el nombre de Javier junto al mío dentro de un corazón de tiza (concretamente en la tapia de un solar abandonado que había junto a su casa). Cosas de críos, dirán ustedes, pero les aseguro que mi pecho vibraba como un pajarillo asustado. Robar la caja fuerte de un banco debe de ser muy parecido a lo que yo sentí aquella tarde.
Javier no sólo era el chico más guapo de la clase, era además el menos bruto. Este dato no es baladí si se tiene en cuenta que vivíamos en un pueblo donde los galgos aparecían colgados en los olivos y las cabras (¡vivan las fiestas patronales!) eran defenestradas desde el campanario de la iglesia para goce y deleite de los paisanos.
Más de una vez fui a casa de Javier a hacer los deberes. Había una habitación llena de libros y sus padres nos daban de merendar sándwiches vegetales y batidos de multifrutas, algo que hablaba bien a las claras de la extraña sofisticación de aquella familia. El talante pacífico de Javier quedó de manifiesto cuando él mismo (mis ojos enamorados lo espiaban tras la ventana) se encargó de borrar el corazón de tiza que yo había dibujado. No me obligó, como hubiera sido lo normal, a borrarlo delante de los otros niños de la calle. No quiso humillarme. Eso sí, una vez la pared estuvo limpia, me esperó a la puerta de casa y allí, con palabras severas, deslizó su conocida amenaza: «Y si te vuelvo a ver pintar un corazón de tiza en la pared...».
No me pregunten los motivos porque no sabría explicarlos. Acaso fue esa primera adolescencia que no le tiene miedo a nada; o tal vez, sin yo planteármelo, estaba estirando la bonita mansedumbre de Javier para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Sea como fuere la cuestión es que a la semana siguiente robé otra tiza de la escuela y volví al lugar del crimen para dibujar, en esta ocasión, un corazón todavía más grande.
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Entonces sí, la paciencia de Javier conoció su límite.
Esta vez no se molestó en borrar el corazón. Aguantó con estoicismo durante unos días las risitas ajenas y las bromas pesadas. Esperó a que llegara el fin de semana y cuando yo pasaba con una amiga por el centro de la plaza se vino hacia a mí y me derribó de un empujón delante de todo el mundo. No podía ser de otra manera. Si la vergüenza había sido pública también el castigo debía serlo.
Aquello le dolió a él mucho más que a mí. De hecho, mientras me golpeaba con sus puños inexpertos, había un ruego de piedad en su mirada que ciertamente conmovía. «¿Por qué me obligas a hacerte esto?», parecía que preguntaba. «Te avisé de que no volvieras a pintar el corazón... te lo avisé... Pero tú...».
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No aspiro a que ustedes lo comprendan, pero deben creerme si les digo que yo recibía aquellos golpes como una especie de triunfo. Aquella rabia triste que sus ojos destilaban era lo más cerca que iba a estar nunca del corazón de Javier. En cierto modo había llegado a él, a su más honda profundidad.
Los niños y las niñas se arremolinaban alrededor. No todos se reían. Cuando Javier terminó de saciar su ira y su vergüenza se incorporó. Algunos muchachos le propinaron en la espalda solidarios golpes de ánimo. Yo me agarré como pude del brazo de mi amiga y abandoné la plaza con una inexplicable sensación de libertad.
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Han pasado muchos años desde entonces. Javier y yo hemos crecido. Vivimos en dos ciudades lejanas y cosmopolitas. Él está casado y tiene un par de hijos que conservan los ojos azules y el hoyuelo en la barbilla. Casi todos los veranos regresamos al pueblo para ver a la familia y pasar las fiestas. Siempre encontramos el hueco de una cena o un café y nos ponemos al día de nuestras respectivas andanzas. Todavía se disculpa por aquella paliza que le abochorna y le persigue. Yo le digo que se deje de tonterías, no podía hacer otra cosa que no fuera pegarme. En un pueblo como el nuestro, Manolo y Javier, no eran nombres apropiados para un corazón de tiza.
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