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Al infierno con Hitler

Al infierno con Hitler

Pío XII mantuvo una guerra secreta contra el nazismo. Una red de espías dirigida desde el Vaticano dio cobertura a un rosario de conspiraciones

pedro ontoso

Lunes, 11 de abril 2016, 00:09

Domingo, 12 de marzo de 1939. El cardenal diácono colocaba sobre la cabeza de Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli una corona de perlas en forma de colmena. «Recibid esta tiara y sabed que sois el padre de los reyes, el gobernante del mundo», dijo al Papa recién elegido. El embajador alemán ante la Santa Sede, Diego von Bergen, hizo este comentario sobre la ceremonia: «Muy conmovedora y muy hermosa, pero va a ser la última». Mientras Pío XII era coronado, Adolf Hitler dictó las órdenes para que sus soldados ocuparan Checoslovaquia. Al día siguiente, el Ejército alemán entró en la ciudad de Praga. El Führer siguió a sus tropas en un Mercedes con un batallón de 800 oficiales de las temibles SS. Este extracto resumido forma parte del libro La Iglesia de espías (Stella Maris), del escritor Mark Riebling, experto mundial en servicios de inteligencia, que ha documentado la guerra secreta del pontífice contra el dictador.

El belicismo del Hitler y sus bárbaros métodos de guerra activaron a varios generales, que conspiraron para quitarlo de en medio convencidos de que no se iba a contentar con Checoslovaquia. En efecto, según el relato de Riebling, el 1 de septiembre sonó el teléfono en la mesilla de noche de la residencia del Papa en Castel Gandolfo. Era el cardenal Luigi Maglione: «Hace quince minutos, la Wehrmacht ha cruzado la frontera de Polonia», informó. Estaba claro que Pío XII encaraba un pontificado de guerra. El 20 de octubre denunciaba en su primera encíclica, Summi Pontificatus, los ataques al judaísmo y defendía la unidad de la raza humana. Aquel documento fue considerado un ataque contra la Alemania nazi y a partir de ahí Pacelli entró en un tiempo de silencio, lo que le valió duras críticas. «Pero el Vaticano no funciona solo con palabras. Cuando Pío XII puso su nombre a la encíclica estaba ya inmerso en una guerra que se libraba detrás de la guerra. El último día en que públicamente pronunció la palabra judío es el primer día de la historia en que puede documentarse su decisión de ayudar a matar a Hitler», asegura Riebling.

Los cuervos negros

El dictador estaba obsesionado con la idea de que querían asesinarle. «Temía a un francotirador, pero estaba seguro de que no iba a actuar solo», anota el escritor. Y daba por hecho que detrás de esa conspiración estarían «los cuervos negros de los confesionarios y los líderes del catolicismo político». En su refugio alpino de Berhof, en Baviera, anunció a su Estado Mayor que había ordenado a las formaciones especiales de las SS (Totenkopfverhände) la eliminación de cientos de sacerdotes católicos, a los que consideraba como «factores espirituales» para la resistencia.

En la reunión, participaba el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Abwehr, la organización de la inteligencia militar alemana, que se alarmó. Leyó las notas que había tomado su segundo, Hans Oster, contrario también al belicismo del Führer, y elaboraron un documento que hicieron llegar a diplomáticos británicos y norteamericanos: estaban dispuestos a liderar un golpe de Estado. No les hicieron caso. «Los conspiradores se dieron cuenta de que para tratar con las potencias extranjeras tenían que buscar alguna aprobación, un sello de legitimidad, algún modo de garantizar la buena voluntad de la Alemania decente».

Estos planes se enfrentaban a obstáculos evidentes: convencer a los aliados de que decían la verdad y evitar que los nazis conocieran sus planes. Canaris encontró la respuesta en la persona del Papa. Admiraba el realismo y la discreción de Pacelli, así como su aversión hacia Hitler. «Si el pontífice se unía a la conspiración, tendrían a alguien que los escuchara en Occidente, y si podía negociar de antemano, los términos de la paz eso espolearía al Ejército para cambiar el régimen. El almirante necesitaba algún modo de plantear una cuestión tan delicada al Papa, un mensajero, un fusible en su argot», se lee en el libro. Uno de los contactos católicos de la Abwehr en Munich le proporcionó al hombre que había nacido para la misión.

Josef Müller era un abogado de linaje campesino que se había formado a sí mismo: un bávaro amante de la cerveza, héroe de la Gran Guerra. Como se costeaba sus estudios conduciendo una carreta de bueyes, sus amigos le llamaban Ochsensepp, Pepe el Buey. Desde su bufete había hecho muchos favores y había construido una gran red de relaciones, incluso había salvado a muchos de las garras de los nazis. Era una especie de guardián y benefactor, «en parte un Oskar Schindler y en parte un Vito Corleone». Müller había sido captado por el cardenal de Munich, Michael Falhaber, a través de su auxiliar, Johannes Neuhäusler, que usaba el nombre en clave de Casanova. Ayudó a Müller a familiarizarse con la doctrina eclesiástica de la Disciplina Arcani (del secreto), que hunde sus raíces en las células clandestinas de los apóstoles.

El principal enlace entre los conspiradores y el Vaticano era Pepe el Buey, el agente del Papa, pero en la sucesión de complots que se organizaron participaron figuras excepcionales de la Iglesia. Personajes épicos como el padre Augustinus Rösch, el novicio Alfred Delp o el correo Lothas Köning. Todos jesuitas. En Roma, los enlaces eran Robert Leiber y Ludwig Mass. Leiber, asistente privado de Pacelli, era un tipo astuto de aspecto enfermizo, «un elfo melancólico», describe Riebling. Tenía oficina en el Vaticano pero no figuraba en nómina.

Los más significados adoptaron nombres en clave. Müller sería Herr X; Lieber, Gregor, porque enseñaba en la Universidad Gregoriana, y al Papa le llamarían ambos el jefe. Por su parte, el padre Mass, maestro di camera del pontífice y guardián de la cripta vaticana, serviría de enlace con la diplomacia aliada, principalmente, el embajador británico DArly Osborne.

Una bomba en el maletín

En las reuniones de los conspiradores abundaban las discusiones de carácter ético. Müller «desengañó a sus colaboradores protestantes de sus esperanzas de ver al Santo Padre respaldar directamente la violencia», por mucho que se invocara la doctrina de Tomás de Aquino para justificar la guerra contra un tirano. «Sería un asunto de conciencia individual», escribe Riebling.

Un conspirador católico del Ministerio de Asuntos Exteriores, Erich Kordt, decidió finalmene acabar con la vida del Führer. Como asistente del ministro, tenía acceso a su antecámara y pidió explosivos a la organización. En ese intervalo, un relojero suabo intentó asesinarlo colocando una bomba en la Bürgerbräukeller, una cervecería de Munich. La acción de Georg Elser, un lobo solitario, fracasó y puso en alerta al espionaje nazi, lo que impidió que Kortd recibiera la bomba.

El fracaso del Sexto Ejército en Stalingrado animó al grupo de conspiradores. El general de división Tresckow planeó atraer a Hitler a Smolensky, un terreno que controlaban, y Gersdorff, un oficial del grupo de Canaris, consiguió los explosivos en los almacenes de la Abwehr. Los escondería en el Mercedes o en el avión del dictador. Hitler cayó en la trampa, por lo que finalmente optaron por sabotear la aeronave de regreso a casa. Según el plan, la bomba se activaría con el efecto de un ácido introducido en una botella. Pero no ocurrió nada. El artefacto no estalló, quizás por las bajas temperaturas de la bodega.

Mientras el Vaticano intentaba una paz con los aliados, los espías buscaban otra oportunidad. La conjura, denominada Plan Valquiria, la lideró el coronel Claus von Stauffenberg, un católico devoto, jefe del Estado Mayor. Introdujo 975 gramos de un explosivo plástico en una cartera de trabajo para colocarla en la reunión que el alto mando tenía previsto celebrar en un cuartel de los bosques de la Prusia oriental. Una vez en la reunión, dejó el maletín en el suelo y con el pie lo empujó hacia la zona donde estaba sentado el Führer. Mientras se marchaba, escuchó una potente explosión. Pero, una vez más, Hitler sobrevivió milagrosamente. Tenía la suerte del diablo.

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