Ilustración de portada del libro ‘Mercancía del horror’, con un híbrido de Adolf Hitler y el David Bowie de ‘Aladdin Sane’.

La esvástica pop

«Hitler fue una de las primeras estrellas del rock», dijo David Bowie. La simbología nazi ha dejado un rastro persistente en la música popular, que pasa por los Rolling Stones o los Sex Pistols

carlos benito

Martes, 1 de marzo 2016, 00:33

Con el cambio de año, en un plazo de solo dos semanas, murieron dos iconos británicos a los que se puede contemplar como polos opuestos en su manera de entender el rock. Lemmy Kilmister, el líder de Motörhead, representaba la tozudez, el inmovilismo, la fidelidad casi fundamentalista a unas canciones rápidas, sucias y estruendosas, inmunes a las modas y la evolución. David Bowie, un año más joven, era el camaleón siempre dispuesto a cambiar, arriesgar y sorprender, con unos delicados sensores que le permitían percibir hacia dónde se orientaban las tendencias artísticas y colocarse rápidamente en vanguardia. Pero los dos, alejados en tantas cosas, compartían un rasgo muy específico: en algún momento de su vida bueno, en el caso del inmutable Lemmy sería más acertado decir que en todos sintieron una declarada fascinación por el nazismo.

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Lemmy, apasionado de la Cruz de Hierro y propietario de una apabullante colección de condecoraciones y material bélico alemán, estaba feliz de retratarse junto a un cazacarros Hetzer. En una ocasión, la pasión por mostrar sus tesoros le causó un serio problema: posó con una gorra de las SS para un periódico de Alemania, donde está prohibida la exhibición de parafernalia del Tercer Reich. Pero, a pesar de esa obsesión en la que invirtió tiempo y ahorros, el correoso Lemmy se mofaba cuando le sugerían si lo suyo no iría tal vez un poco más lejos: «He tenido seis novias negras, soy el peor nazi que has conocido», se escaqueaba en un documental. «Colecciono objetos nazis como una válvula de seguridad para impedir que esa forma de gobierno vuelva a existir nunca», justificó en otra ocasión, más seriecito.

Lo de Bowie era más complejo, también más inquietante, y le colocó igualmente en el ojo de la polémica. «Hitler fue una de las primeras estrellas del rock. Mira noticiarios de la época y fíjate en cómo se movía. Creo que era tan bueno como Jagger», elogiaba el cantante, siempre interesado en los resortes que hacen funcionar la manipulación. Pero también soltó cosas como «lo mejor que puede pasar es que venga un gobierno de extrema derecha». En su fase de Delgado Duque Blanco, con su look rubio y gélido, acarreaba memorabilia nazi por Europa y aprovechaba la escala en Berlín para entregarse a pasatiempos peculiares, como visitar la casa de una cantante que poseía un busto de Hitler o fotografiarse con la mano alzada en los restos de su búnker. Curiosamente, la mayor controversia la inspiró una imagen engañosa: en 1977, llegó a la estación londinense de Victoria a bordo de un Mercedes descapotable y saludó a la afición, en un gesto que, congelado, evocaba el inconfundible gesto nazi. «Heil y adiós», tituló malignamente el New Musical Express.

¿Qué era lo de Bowie, atracción ideológica, fascinación estética o simple desvarío de un cerebro intoxicado? «Las tres cosas, en diferentes proporciones. Inglaterra en los 70 fue un caso muy específico. El paro y la inflación, las huelgas, fueron utilizados por la derecha para amenazar con un golpe de estado y avivar la problemática de la inmigración. Bowie no sería ni mucho menos el único que abrazó en aquellos momentos una mentalidad fascista», argumenta el periodista Jaime Gonzalo, que en su nuevo libro, Mercancía del horror, analiza la persistente huella del nazismo en la cultura pop. En la impactante portada del volumen, diseñada antes de la muerte de Bowie, el propio Hitler luce el rayo del disco Aladdin Sane, tan parecido al símbolo de la Unión de Fascistas Británicos.

A nadie se le escapa que colgarse una esvástica en un lugar bien visible es la manera más rápida y facilona de provocar, y más aún en un entorno como el británico, donde todavía estaban sin curar las profundas heridas de la Segunda Guerra Mundial. Como apunta Gonzalo, el rock «se ha apropiado siempre sin reparos de la imaginería y el discurso fascista para tontear con uno de sus más fieles y productivos aliados, el tabú social», y además no resulta complicado establecer paralelismos entre el superhombre nietzscheano y los deslumbrantes ídolos del rock. Pero, aun con eso, la acumulación de ejemplos que recoge el libro, partiendo de los surfistas nazis que en los 60 decoraban sus tablas con cruces gamadas, llega a escamar: fuese con propósito de escandalizar, con intención paródica o como parte de un jugueteo perverso, el caso es que una buena porción de las figuras mayores del rock han coqueteado con este material sensible.

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Ahí está el difunto stone Brian Jones, que se paseó por Múnich con un uniforme alquilado de las SS y apareció de similar guisa en una revista danesa. O su compinche Keith Richards, que también optó por casaca nazi y cruces de hierro para acudir a la boda de Mick y Bianca Jagger, pese a no tratarse de la indumentaria más apropiada para St. Tropez. O las farras que se corría Keith Moon, el batería majara de los Who, con una cómica pinta de Hitler de pacotilla. O John Lennon, proponiendo el troquel del Führer para la portada del Sgt. Peppers. O el fetichismo nazi de Ron Asheton, lugarteniente de Iggy Pop en los Stooges. O la coqueta Cruz de Hierro que se rapaba en el pelo Lou Reed. O, menos vistosa, la diatriba a la que se entregó Eric Clapton durante un concierto de 1976, con el lema «mantengamos Inglaterra blanca» como asunto central. Claro que la mayor obsesión simbólica con el nazismo la trajo el punk, ya desde la boutique de ropa donde nacieron los Sex Pistols. Cabecitas locas como Sid Vicious y otras mejor amuebladas como Siouxsie lucieron la esvástica, mientras, al otro lado del Atlántico, tipos como Dee Dee (de los Ramones) o Chris Stein (de Blondie y, para colmo, judío) daban rienda suelta a su aprecio por la parafernalia del nacionalsocialismo.

«Nos querían matar»

¿Qué buscaban los punks en la cruz gamada? «Epatar, provocar, una pulsión innata del rock and roll y la juventud. En la mayoría de los casos, la única reflexión partía del hartazgo de una generación a la que sus padres, y las circunstancias sociales, habían llenado la cabeza de memoria histórica, recordándoles sin descanso la maldad nazi y los sacrificios de la guerra. Es decir, hacían exactamente lo contrario de lo que se les indicaba», explica a este periódico Jaime Gonzalo. «La corrección política se ha vuelto muy aprisionante. Es muy... ¿cuál es la palabra?... ¡es muy nazi!», contraatacó Siouxsie en una de sus muchas aclaraciones sobre el asunto. Y el diseñador oficial de los Ramones, Arturo Vega, se refería así a sus cuadros de esvásticas fosforescentes: «Los que se ofenden son los que tienen algo que ocultar».

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En su análisis, Gonzalo evita en lo posible el inframundo del rock supremacista y sigue el rastro del Reich por senderos aparentemente divergentes, como el extremismo de la música industrial o la infantilización del nazi chic asiático. Y también lo rebusca en la música popular de nuestro país, donde la escasez de referencias le ratifica la sospecha de que «España nunca ha formado parte del todo de Europa». Están, claro, clásicos como aquel «somos Gabinete Caligari y somos fascistas», el burlesco fotomontaje de Eskorbuto saludando a Hitler o, cómo no, lo estupendamente que se lo pasó Jorge Martínez, el líder de Ilegales, cuando telonearon a Miguel Ríos: «Dije vamos a darles por el culo a todos estos hippies, y tocamos Heil Hitler! y en ese momento me puse una gorra nazi e hicimos el saludo a la romana. La gente se volvió loca y nos quería matar», relató en el programa de radio Grande rock. Al día siguiente, según recoge el libro, les ofrecieron doce contratos para actuar, cada vez con más caché.

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