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Icíar Ochoa de olano
Lunes, 4 de enero 2016, 00:24
Ni los de Oriente ni los de Occidente. Nadie podrá impedir que, dentro de siete días, Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia se siente en el banquillo para ser juzgada de un delito fiscal y de blanqueo de capitales por el que le reclaman ocho años de prisión. Un lustro después de que reventase el caso Nóos, que enfrentará a su marido, Iñaki Urdangarin, a una pena de hasta diecinueve años y medio de cárcel en el mismo proceso, y que ha abocado a la pareja y a sus cuatro hijos a una vida en la clandestinidad, resulta difícil adivinar si el calvario de la infanta Cristina se aproxima a su fin o si, por el contrario, alcanza ahora su clímax.
Jamás otro miembro de la Casa Real española se ha visto antes en la picota, lo que explica que seiscientos periodistas de noventa medios de comunicación internacionales se hayan acreditado para informar del día del juicio final para la hermana del jefe del Estado. Será el lunes 11 de enero, a las nueve y media de la mañana, cuando arranque, en Palma de Mallorca, la fase oral de la macrocausa, en la que se juzgará a otros dieciséis acusados de corrupción entre ellos, el expresidente balear y reo Jaume Matas y en la que a lo largo del primer semestre de 2016 intervendrán 363 testigos, como el exministro Rodrigo Rato, el exalcalde y expresidente de la Comunidad de Madrid Alberto Ruiz-Gallardón o la exregidora de Valencia, Rita Barberá.
En esa primera sesión, a la que acudirán los dieciocho imputados, la hija mediana de don Juan Carlos y doña Sofía será la última en declarar ante el tribunal. Lo hará, eso sí, siempre y cuando se mantenga la acusación contra ella. Y es que en el despeñadero por el que se precipitan a plomo los antiguos duques de Palma desde que afloró la presunta trama urdida por el yerno del monarca emérito y su socio, Diego Torres, para supuestamente malversar seis millones de fondos públicos, aún queda un frágil arbusto al que la infanta podría asirse. Se llama doctrina Botín y su defensa, encabezada por el expolítico Miquel Roca, apelará a ella como último resquicio legal para que su clienta quede exculpada y libre del procedimiento, lo que le evitaría el fatal trago de dirigirse a los magistrados y de acudir a un rosario de sesiones hasta finales de junio, cuando se estima que el juicio quedará visto para sentencia.
Esta doctrina tiene su origen en una decisión que la Audiencia Nacional adoptó en 2007: confirmó el archivo del llamado caso de las cesiones de crédito, lo que exoneró de ser juzgados a Emilio Botín y a otros tres directivos del Banco Santander, porque una sola acusación no puede mantener viva una causa judicial si el fiscal se inhibe. El equipo de letrados que lidera Roca entiende que aquella jurisprudencia es perfectamente aplicable a la infanta, dado que su imputación por fraude fiscal proviene de una única acusación, la que ejerce de forma particular el colectivo de funcionarios públicos Manos Limpias. Ni la Fiscalía, ni la Abogacía del Estado en representación de Hacienda han apuntado con el índice a la entregada y amante esposa del exbalonmanista olímpico y presunta cooperadora de sus delitos contra el fisco.
Mientras el reloj de arena se vacía silencioso e inclemente, el matrimonio se oculta con celo del ojo público. La infanta, que vuela un par de veces al mes a Barcelona por su trabajo al frente del departamento internacional de la obra social de La Caixa, accede y abandona el edificio desde el garaje, a resguardo de un coche, y el resto del tiempo se atrinchera en el AC Marriot, un apartahotel a tiro de piedra de su puesto de trabajo. Ya no se le ocurre ir caminando y exponerse a las cámaras. «Tiene su lógica que esté desaparecida. Lo contrario sería delicado e, incluso, peligroso. Haga lo que haga va a provocar lecturas negativas o interpretaciones maliciosas. Ella es consciente de eso y de lo que le viene, y quiere ahorrar en titulares», expone José Apezarena, periodista especializado en los asuntos de La Zarzuela.
La semana pasada, su esposo le acompañó en una nueva y fugaz estancia en la capital catalana. En esta ocasión, el motivo era una reunión concertada con el abogado y portavoz de Urdangarin, Mario Pascual Vives, tras la que, al parecer, acudieron a visitar a su cuñada Ana, su único refugio en España junto a la casa de su suegra, Claire Liebaert, en Vitoria, donde siempre han celebrado la Nochevieja. De este último viaje hay especulaciones, hipótesis, rumores, pero ningún testimonio gráfico. La última vez que la prensa pudo fotografiar a la hermana del Rey fue el pasado 9 de octubre, tres días después de que se anunciara la fecha del proceso judicial, cuando acudió a El Escorial a una misa en honor del infante Carlos de Borbón-Dos Sicilias, primo de su padre. Desde entonces, la nada.
La factura psicológica
En la ciudad en la que residieron por separado cuando eran solteros, en la que se conocieron, se casaron, alumbraron su prole y en la que vivieron a todo trapo en su palacete de Pedralbes, ya no les quedan propiedades y apenas un puñado de amigos. La lujosa y polémica mansión la vendieron, con sus diez cuartos de baño, su piscina y su gimnasio, el pasado junio les pagaron 6,9 millones de euros, de los que buena parte destinaron a rebajar los 13,5 millones de fianza impuesta a Urdangarin. La lista de amistades que se mantiene fiel a la pareja también se ha minimizado drásticamente. «Sobre todo, en el caso de él, al que únicamente le queda algún amigo suelto de los que heredó de Carmen Camí, su antigua novia, a la que dejó por la infanta. Antes solo tenía compañeros. Sin embargo, en el caso de ella, su amigas de siempre, con las que salía antes de casarse, están a su lado», asegura la periodista Anna Alós. María Andrada, Cristina Castañer o María Lladó integran el grupo de leales con las bocasselladas. «Eso sí, a él no le pueden ver. Genera una gran animadversión en ese círculo», agrega la reportera. «En cualquier caso, su vida social en Barcelona, tantos juntos como por separado, es cero», certifica.
Su presencia allí ya no es grata. De sentir el respeto de sus habitantes pasaron a paladear el sabor metálico del desprecio. Hasta el punto de tener que marcharse, ya entonces medio a escondidas, para difícilmente volver. Fue en pleno verano de 2013 cuando emprendieron la huida a Ginebra. Un intento desesperado de escapar del terremoto informativo que cada día sacudía los quioscos y la institución monárquica en forma de contratos millonarios adjudicados a dedo y de correos electrónicos soeces. Una precipitada desbandada que buscaba también limar un nivel de vida trepidante e insostenible después de que el juez Castro, encargado de la instrucción del caso, ordenara el embargo de los bienes de Urdangarin. Pero, sobre todo, rescatar a los niños del lodazal que embarraba hasta las cejas a sus padres y que empezaba a salpicarles en las aulas del Liceo francés, donde estudiaban. El aislamiento algunos van más lejos y lo llaman acoso que Juan, Pablo, Miguel e Irene padecieron en el elitista colegio barcelonés pasó factura al mayor, que el pasado septiembre cumplió 16 años. «No solo el matrimonio ha tenido que recibir tratamiento psicológico para sobrellevar esta tremenda situación. También Juan Valentín, que parece tener algún problema derivado del dramón que esta siendo esto para ellos», señala la periodista Rosa Villacastín.
Los magistrados
Afable, motorizado y riguroso. José Castro pasará a la historia de España por ser el magistrado que imputó a un miembro de la Casa Real. El juez salió de su anonimato por instruir la causa contra Jaume Matas, el antiguo presidente del Gobierno autonómico de las Islas Baleares. Sin embargo, fue en 2010 cuando alcanzó verdadera notoriedad al dar con la trama del caso Nóos. Dos años después, y pese a las presiones recibidas, decidía que la infanta Cristina de Borbón y Grecia debía sentarse en el banquillo en calidad de cooperadora necesaria en los delitos fiscales de su marido. Su retiro profesional estaba previsto reglamentariamente para el pasado 20 de diciembre, cuando cumplió los 70, pero seguirá trabajando dos años más, tal y como deseaba, para completar los casos de supuesta corrupción que ya había iniciado y dejarlos listos para su enjuiciamiento. Así lo aceptó el Consejo General del Poder Judicial.
El segundo magistrado en entrar en escena, hace medio año, fue Juan Pero Yllanes. Con fama de progresista y de implacable contra la corrupción, su paso por la presidencia del tribunal que juzgará a la hermana del Rey, a su marido y a otros dieciséis imputados fue fugaz. Lo dejaba el pasado noviembre, al fichar por Podemos para encabezar su candidatura por Baleares al Congreso de los Diputados, ofrecimiento que el propio juez Castro había rechazado antes para continuar en activo.
Finalmente, tres magistradas se ocuparán de dirimir el futuro de los acusados. Se trata de Samantha Romero, Eleonor Moyà y Rocío Martín, quien se incorporó tras la renuncia de Yllanes. La Audiencia de Palma ha decidido, no obstante, que sea Romero en lugar de Martín quien presida el tribunal que juzgará el caso Nóos por ser la más antigua de las tres en la carrera judicial. Nacida en Palma en 1972, tomó posesión como jueza de la Audiencia Provincial de Baleares el pasado 30 de abril y semanas después fue designada ponente para el proceso más importante de los últimos años. Está considerada por sus compañeros como una profesional de talante moderado.
En Suiza, donde la prensa rosa es residual y la realeza no suscita ningún morbo, los Borbón-Urdangarin encontraron un exilio tranquilo. Allí viven en un ático de doscientos metros cuadrados un cero menos de los que tenían en Pedralbes, por el que pagan 5.000 euros al año. El alquiler supone una octava parte del presupuesto anual la familia, que ronda los 500.000 euros, y al que la infanta se ve obligada a hacer frente con sus sueldos en La Caixa y en la organización Aga Khan Development, que le reportan 240.000 euros. El antaño ejecutivo de altos vuelos y multiconsejero lo fue de Telefónica, del grupo de medios alemán Bertelsmann y del grupo vitivinícola Pernord Ricard es hoy un demacrado hombre sin recursos dedicado a su casa y a sus hijos. «A mí no me extrañaría que el Rey Juan Carlos estuviera ayudando a la infanta por debajo. Pese a todo lo que está pasando y que ella se ha aferrado todavía más a su marido, al final es su hija», enfatiza Villacastín.
«Se siente humillada»
Defenestrada por La Zarzuela, la Reina Sofía siempre ha apoyado a la pareja, al igual que la infanta Elena. Lo hace en privado y ante los paparazzi. Presta su aliento y ejerce de valioso eslabón entre sus hijos y sus primos para que el turbio asunto que separa a los adultos no se contagie a los menores. Y aunque han escenificado el repudio, don Felipe y doña Letizia guardan las formas de puertas para adentro. No en vano, el pasado mayo compensaron su ausencia en la comunión de Irene invitando a la pequeña y a su madre a la de la princesa Leonor, que se celebró tres semanas mas tarde. Pocos días después, la prensa anunciaba que el Rey le despojaba del título de duquesa de Palma, a lo que la afectada respondía, desairada, que ella misma ya había solicitada su voluntad de renuncia.
«La infanta Cristina esta viviendo esto como una profunda humillación y como una profunda injusticia. Y yo estoy convencida de que ella no se enteraba de lo que pasaba en su casa. Este tipo de personas no saben ni lo que es una hipoteca. Les hacen todo. Se limitan a firmar papeles», señala Villacastín. En idéntica sintonía, Apezarena agrega: «Ninguna mujer pregunta a su marido cuando llega a casa si sus negocios son ilícitos o no».
Sola y ultrajada, pero consciente a la vez del daño que han provocado a la institución que encarnó su padre y ahora su hermano, la infanta Cristina parece resignada a vivir junto a los suyos como si fueran una apestada. Si bien, a juicio de la periodista y escritora Pilar Eyre, «todavía no hemos visto lo peor». La finalista del Premio Planeta de 2014 mira más allá del lunes 11 de enero para lanzar un duro vaticinio. «Urdangarin acabará en prisión y veremos a toda una infanta de España ir a visitarle a la cárcel».
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