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fernando miñana
Domingo, 1 de noviembre 2015, 00:16
Keylor Navas conduce un coche rutilante y vive en La Finca, la urbanización de la capital convertida en reducto de celebrities, estrellas del balompié y empresarios de bolsillo grueso. La afición del Real Madrid le adora y cuenta con una mano los goles que le han metido casi entrados en noviembre. Todo va sobre ruedas. Pero si se rebobina la cinta de su vida asoman las penurias, momentos críticos que, uno tras otro, ha ido superando a base de esfuerzo y fe. Mucha fe.
El punto de partida es Costa Rica. Pero no la Costa Rica de San José, la capital, donde vive la mitad de la población, ni la de los resorts para turistas bronceados con pulseritas omnipotentes. La suya es la Costa Rica pobre, la del sur, casi pisando Panamá. Porque Keylor Navas nació hace 28 años en Pérez Zeledón, una de esas ciudades donde gobierna la miseria. Su padre les abandonó llevaba una modesta empresa de mantenimiento y su madre daba clases en la escuela. Había tres bocas que alimentar. Las de Keylor y sus dos hermanas pequeñas una es peluquera y la otra estudiante.
Su camino está repleto de hoyos. Nunca lo tuvo fácil. Ni siquiera en los dulces tiempos de la infancia. La época en la que su imaginación volaba y, jugando a los periodistas, se entrevistaba a sí mismo como nueva estrella del Real Madrid. A los 13 años, después de pasar varias temporadas en las categorías inferiores del Municipal Pérez Zeledón, el club prescindió de él por su estatura. Era demasiado bajito. Aquel golpe le afectó, pero con la ayuda de sus padres logró rehacerse y se refugió en la escuela de fútbol de Pedregoso. Un partido inspirado llamó la atención del Deportivo Saprissa, el rey del fútbol tico, que le fichó.
Aquello significaba dejar el hogar y aventurarse en la capital. Todo por su vocación. El dinero escaseaba y el chaval malvivía en una habitación con poco más que un camastro y una sábana. Llegó un momento en que aquello se hizo insostenible y, otra vez cabizbajo, regresó a casa desconsolado. Pero justo en aquel momento se produjo una llamada providencial. Había sido elegido para jugar el Mundial sub 17. Los primeros 600 euros sirvieron para que mamá reparara un techo con goteras. La carrera de Keylor daba un vuelco y el arquero emprendía de nuevo el camino hacia el Saprissa.
Aquel niño chiquitito pegó el estirón ahora mide 1,86 y su agilidad cruzó fronteras. Europa le esperaba. Su primer destino fue Albacete, el mismo, con veinte años de diferencia, que el de otro célebre guardameta costarricense, Gabelo Conejo. Keylor llegó al Carlos Belmonte en 2010 con la idea de triunfar en el fútbol de los ricos. Pero le tocó vestir la camiseta de un pobre. El Albacete descendió a Segunda B y se vio obligado a cederle al Levante. Allí tampoco le sonrió la suerte y las malas lenguas de Valencia aseguran que el club le condenó al banquillo para, un año más tarde, llevárselo del Albacete por una cantidad que ahora da risa: 150.000 euros más IVA.
Un hombre clave
Joaquín Caparrós se encontró a un guardameta desmoralizado, entonces suplente del veterano Munúa, pero el técnico se había llevado al Levante a un donostiarra que le cambiaría la vida. Luis Llopis, un entrenador de porteros revolucionario y vanguardista, fue una bendición para Keylor Navas. «Ya en la pretemporada vimos su potencial y su enorme capacidad de trabajo», rememora ahora Caparrós. «Lo que más destacaría de él abunda el técnico es la confianza en sus posibilidades y cómo compite. Porque él entrenaba muy bien, pero luego hay que trasladar ese trabajo al campo. También su tranquilidad en las situaciones de mucha exigencia, algo que está confirmando en Madrid, donde todo tiene mucha repercusión».
Aquel 2014 fue el de su confirmación, y la temporada tenía el epílogo con el que sueña todo futbolista: la Copa del Mundo de Brasil. La Pantera llegó al Mundial como una bestia y se convirtió en un ídolo de Costa Rica. Y para el recuerdo, aquel cruce de octavos de final contra Grecia. «Marquen ustedes los suyos, que ya paro yo uno», les dijo a sus compañeros antes de la tanda de penaltis que le convirtió en San Keylor.
Para entonces ya se sostenía sobre los tres pilares de su vida. Dios, la familia y el fútbol. Por ese orden. Keylor Navas es un hombre profundamente religioso, influencia de Juan y Elisabeth, sus abuelos maternos. Lee la Biblia con frecuencia y no perdona la visita semanal a la parroquia. En Alboraya, muy cerca del campo del Levante, lo mismo les daba entradas a los feligreses para ir a Orriols que se los llevaba a casa.
Lo primero que hace cada mañana es darle las gracias a Dios por brindarle un nuevo día. Y por la noche, lo mismo. Cuando se despide de su mujer para ir a jugar, Andrea le hace la señal de la cruz sobre la frente. Una especie de bendición. Y ya en el campo, en el Bernabéu o donde toque, unos minutos antes del pitido inicial, se arrodilla e implora ayuda divina. «Desde los 6 años tengo una oración. Pido a Dios que no me pase nada durante el partido y me libre de una lesión», explicó en el programa El partido de las 12.
La despensa de la familia
Y a Dios también oró aquel inolvidable 31 de agosto de 2015, el día que estuvo a punto de dejar el Real Madrid después de otra temporada cuesta arriba, empequeñecido en el banquillo por la amplia sombra del mito Casillas. Su agente le informó de que estaba a punto de producirse un trueque de porteros. Keylor Navas por David de Gea. Del Madrid al United y al revés. A las siete de la tarde esperaba en una salita de la T1 de Barajas para volar a Mánchester en un avión privado. Al final no llegó a subir al jet y regresó a Valdebebas a pasar el reconocimiento médico. Tumbado en una camilla firmó el contrato, muy a su pesar, cuando el reloj marcaba más de las nueve de la noche. La historia es conocida: los papeles no llegaron a tiempo y regresó a casa.
Allí se derrumbó y lloró amargamente en el hombro de su mujer. «Hay que darle un premio por aguantarme», cuenta siempre de Andrea, la chica que conoció en la iglesia, allá en Costa Rica. Por la mañana continuaron las lágrimas, pero hasta ahí. A la tarde volvió a entrenar. Laportería del Real Madrid le esperaba. «Si me hubiera tenido que ir es porque Dios hubiese querido. Y al final Dios no quiso que me fuera».
La familia es su otra vida. Por las mañanas deja a Daniela, de 13 años, fruto de una anterior relación, en la parada del autobús del colegio y acompaña a Mateo, de 2, hasta la guardería. Casi todo lo hace con su esposa, con quien se casó el pasado verano por la iglesia: llevaban unidos por lo civil desde 2009. Juntos reciben clases particulares de inglés en casa, cocinan o se toman un café de Costa Rica.
En la despensa de los Navas hay toda clase de productos de la tierra para los días de melancolía. Aunque siempre que cruza el charco va casa por casa, visitando a la familia y disfrutando de sus platos favoritos: chicharrones, arroz con pollo, arroz con leche... Sus raíces son importantes. Por eso, en una ocasión, al salir de la ciudad deportiva, dio un frenazo cuando vio por el rabillo del ojo a un niño con la camiseta del Saprissa. Es un hombre bueno, amable, que colabora con varias fundaciones y que cuenta entre risas que en España nos asustamos cuando acude en ayuda de alguien. Definitivamente, es un santo.
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